Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

jueves, 28 de agosto de 2008

FRANCISCO CRUCEIRA. José Antonio Hernández


Francisco Cruceyra[1]
A pesar de que somos invisibles los unos para los otros y de que poseemos escasa capacidad para oírnos mutuamente, muchos amigos hemos apreciado que el padre Francisco Cruceyra -enigmático, bondadoso, sensible, comprensivo, idealista, meditativo, soñador, imaginativo, irónico, dicharachero, tierno y fiel-, era un sacerdote que, con sus movimientos lentos y con su aire melancólico, nos acompañaba en la continua búsqueda de nosotros mismos y en la ansiosa averiguación de los caminos personales que, ingenuos, pensábamos que estaban íntegramente trazados en un paisaje vital aún por conocer.


Francisco Cruceyra ha constituido para muchos de nosotros una figura ilusionante ante las múltiples encrucijadas vitales y en medio de la difícil y confusa turbamulta de voces discordantes.

Con sus actitudes respetuosas y con sus sorprendentes comportamientos, ha diseñado un modelo diferente de creyente. Le damos gracias por aquella luz matizada que desprendía, que impregnaba de buen gusto el ámbito de la parroquia y que iluminaba la indagación constante de sendas nuevas que guiaran en la duplicidad con la que toda vida se destruye y se construye.

La vida -todas las vidas-, como él afirmaba, giran en torno a una dualidad: muerte y resurrección, sombras y luces, noches y días, temores y esperanzas.
Su gusto estético -siempre lo he seguido considerando el pintor cañaílla-, ha demostrado plásticamente que el arte es una actividad placentera que facilita la comprensión del mundo en el que vivimos: un mundo que es inteligi­ble y legible, mirable y admirable.
Con sus tareas y con sus palabras nos explicaba que el arte puede ser una actividad pastoral en la medida en que descubre y acerca el rostro de Dios; que el arte puede influir en los hombres y cambiar su manera de pensar, de sentir y de actuar.

Su figura ha constituido la prueba patente de que no podemos considerar a los artistas como meros decoradores, sino como intérpretes cualificados del sentido profundo y polivalente de la vida humana. Siempre me dio la impresión de que -aunque estuviera agitado por sus propias contradicciones- se sentía perfectamente identificado con su cuerpo, de que estaba instalado en él como en un confortable habitáculo.

Mientras que para otros hombres el cuerpo es una especie de prótesis, un instrumento tan ajeno a ellos como las gafas, el sombrero o la chaqueta, para Francisco Cruceyra el cuerpo era una parte esencial de su persona.

Por eso lo cuidaba, lo protegía y lo mostraba como expresión de su actitud de respeto a los demás. Aquí puede residir, opino, una de las claves de una de sus actividades pastorales preferentes: vestir al desnudo y alimentar sus cuerpos, dar de comer a los hambrientos. La mirada acariciante, casi táctil, de Francisco Cruceyra era intensa, cargada de contenido, plena de chispa y de interés.
Mientras que unos, para no comprometerse, ven sin mirar, él miraba para establecer contacto, para comunicar, para ofrecer y, a veces, para suplicar. Opino que hay que reunir mucha humanidad doliente y amante para mirar como lo hacía Francisco Cruceyra.
Siempre tuve la impresión de que sus actitudes y sus comportamientos reproducían con mayor credibilidad que los meros "funcionarios" -los guardianes estáticos del orden establecido o los simples emisarios de las autoridades religiosas- el ejemplo de Jesús, profeta y poeta, vagabundo y visionario, médico y confidente, predicador itinerante y trovador de buenas noticias, arlequín y mago del amor de Dios y de su inagotable y eterna misericordia.
Sus vacilaciones y sus contradicciones lo hacían más sincero, más humano, más real y más coherente consigo mismo, que aquella figura sutil y puritana de "cura" que anda por las nubes para no mancharse los pies con el polvo de este mundo.

En la actualidad -creo que nunca- los personajes infalibles en lo divino e indiscutibles en lo humano ya no traslucen el Evangelio. Estoy convencido de que, si interesan algunos personajes eclesiásticos, no es a pesar de sus debilidades, sino justamente por ser débiles y caducos.
Me parece que nuestra generación venera a sus santos, no como enviados por Dios desde un supraterrestre más allá, sino cabalmente como los más terrestres de los humanos. Hace escasos días me dijo que se sentía cansado. Esta confesión suya no me preocupó en exceso ya que, desde que lo conocí, siempre advertí que el cansancio en sus andares, la pereza de sus movimientos y la curva blanda de sus hombros constituía uno de los rasgos definidores de su personalidad. Gracias, querido amigo Paco Cruceyra, por tu derroche de lirismo y de realismo; gracias por las lecciones que nos sigues dando, gracias por tu atractiva y gratificante personalidad tan sinceramente religiosa y tan finamente poética.
Europa Sur, domingo 28 de noviembre de 1999.

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