Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

domingo, 26 de octubre de 2008

CHAMIZO



José Chamizo[1]
Por:José Antonio Hernández Guerrero

Como con lucidez él reconoce, las condecoraciones valen sólo, en la medida en que nos ayudan a valorar unos principios que ennoblecen a los seres humanos y unos valores que dignifican a la sociedad.

La grandeza de los hombres y de las mujeres no depende de sus triunfos, de sus ganancias, de sus fuerzas físicas, de sus poderes políticos, ni siquiera del dominio intelectual, sino de la savia interna que nutre las raíces de su identidad y de la sustancia espiritual que unifica a la persona y le confiere dignidad.

Por eso opino que transcribir otra vez la abnegada labor social que ha desarrollado José Chamizo -además de redundante- sería cansino para los lectores y abrumador para él.

Sería preferible ahondar en las entrañas de su conciencia para, allí, descubrir las raíces profundas de unas convicciones que lo orientan y lo impulsan a, de una manera desinteresada, entregar su vida, su tiempo y sus energías a amparar a los más desfavorecidos, a aliviar a los enfermos, a acoger a los drogadictos, a defender a los maltratados, a acompañar a los abandonados.

Deberíamos preguntarnos por las fuerzas que lo empujan para, en resumen, optar realmente por los pobres y, al mismo tiempo, combatir con eficacia la pobreza.

No podemos dudar de que su compromiso de servicio está determinado por unas creencias profundas y sólidas que dotan de sentido a unas pautas de conducta difícilmente comprensibles desde una perspectiva económica, empresarial o, incluso, política.

Creemos que las actitudes y los comportamientos de este ciudadano sensible, libre, receptivo, disponible y soñador, que impregna de poesía silenciosa sus expresiones y que colma de cordialidad sus gestos, constituyen unas estimulantes llamadas para todos los que aún mantenemos las desazones de la espera y los sueños de la esperanzas, para quienes continuamos en permanente búsqueda de luz, para los que, desde la lejanía de nuestra indecisión, pretendemos hacer realidad las utopías y transformar una realidad que sigue siendo dura para muchos de nuestros conciudadanos; para quienes seguimos en permanente búsqueda de alas para volar por los cielos de la libertad, de la solidaridad y de la paz.


Por eso agradecemos el testimonio y la compañía de este hombre profundamente bueno, honesto, noble y coherente que nos dicta una lección de solidez moral y de modestia personal.

Reconocemos que no es suficiente con experimentar la conmoción que, de manera momentánea, perturba nuestra acomodada moral de privilegiados; no basta la honrosa pena ante una catástrofe que nubla nuestra bienintencionada conciencia humanitaria sino que, cada uno, desde nuestro puesto y según nuestras posibilidades, hemos de colaborar para disminuir el dolor y las desigualdades.

Gracias a su cálida cercanía y a su capacidad para conjugar la firmeza de sus principios con un espíritu siempre abierto al diálogo y a los nuevos planteamientos, sus claros mensajes nos llegan con limpieza.

Y es que José Chamizo vive y se vive, no como profesional de la política o como funcionario de la religión, sino como servidor de la vida de las personas.

Es así -y no instalándose en los cargos- como visualiza el Evangelio.
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Nacido en Los Barrios (Cádiz) en 1949, es sacerdote y Licenciado en Historia de la Iglesia, por la Universidad Gregoriana de Roma, en Historia Contemporánea por la Universidad de Granada y diplomado en Biblioteconomía por la Ciudad del Vaticano. Tras su ordenación sacerdotal, ha ejercido en ministerio como párroco en la Estación de San Roque donde trabajó, sobre todo, para afrontar los problemas planteados por el tráfico de drogas y para paliar las consecuencias de la drogodependencia. Fue elegido Defensor del Pueblo Andaluz por el Pleno del Parlamento el 16 de julio de 1996 y reelegido el 28 de noviembre de 2001. El 18 de diciembre de 2002 fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad Pablo Olavide de Sevilla

martes, 7 de octubre de 2008

La Pura

Purificación Pérez

José Antonio Hernández Guerrero

A medida en que la madre Purificación Pérez se alejaba de los comentarios exegéticos y leía el Evangelio desde la vida -desde su propia experiencia como mujer y desde la cercanía con los seres que están situados en los márgenes de esta enloquecida corriente hacia el paraíso consumista- su nombre y su imagen han ido cambiando los vanos artificios y alcanzando unos progresivos niveles de transparencia: de madre pasó ser la hermana Purificación, de hermana Purificación, simplemente, a Purificación y, finalmente, a Pura y a la Puri.
En contra de las interpretaciones frívolas, a nuestro juicio, este dilatado recorrido ha sido un imparable acercamiento hacia la médula de su fe en Jesús de Nazaret y una profundización en las raíces de su vocación religiosa de hacer de la vida una sencilla respuesta de gratitud, viviendo la libertad de hijos de Dios, trabajando en la promoción humana, llevando al corazón del mundo la civilización del amor.
Su único propósito fue y es llenar su vida y alcanzar su bienestar sirviendo alegremente a los más necesitados.
Pura distribuye su tiempo e invierte su vida en el Madrugador, en la cárcel o en Siloé -la asociación jerezana de ayuda a infectados de VIH/SIDA- con el simple propósito de descubrir los perfiles del rostro Jesús de Nazaret y con la intención explícita de adorarlo en los espacios en los que se hace presente y en los que revela su palabra y su amor.
Ella está convencida de que, para interpretar adecuadamente el significado exacto de los mensajes evangélicos, es imprescindible alejarse de los brillos –siempre engañosos- de la sucesivas modas y corrientes teológicas, y situarse en esos espacios alejados de los ruidos mediáticos y propagandísticos. A mí me llama la atención sus actitudes desenfadadas y su sonrisa socarrona.
Estoy convencido de que éstas son, efectivamente, las armas dialécticas que Pura utiliza para despojar la vida religiosa de esos disfraces convencionales que ocultan las verdadera sustancia del Evangelio. Por eso, cuando nos habla, por ejemplo, del tiempo -del que ha vivido, del que está viviendo y del que le queda por vivir-, hemos de prestar atención a la expresión picaresca de sus ojos entreabiertos y a los leves pliegues de la comisura de sus labios.
Algunas de sus hermanas piensan que esta actitud desmitificadora se debe a su imaginación, pero yo estoy convencido de que las claves de su amable escepticismo residen en su peculiar manera de leer el Evangelio, en su forma de mirar, de examinar y de digerir la vida distinguiendo lo esencial de lo accidental o, mejor dicho, en su modo de separar los valores auténticos de los envoltorios ilusorios.
Y es que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es mezclar, con habilidad, una dosis de sentido común y otra de amor.

sábado, 4 de octubre de 2008

PERFIL SEMANAL

Enrique de Castro

José Antonio Hernández Guerrero

Enrique es una de esas personas que nos sorprenden por su naturalidad y uno de esos curas que nos llaman la atención por la claridad con la que explican y aplican las enseñanzas fundamentales del Evangelio. A veces, incluso, nos escandaliza por su manera descarada de vivir las Bienaventuranzas. A los que estamos acostumbrados a que los obispos y los sacerdotes expresen la dignidad de sus funciones sagradas por la distinción en su manera de vestir, por la unción en su forma de hablar y por la gravedad de sus controlados movimientos, nos asombra que sus actitudes y sus comportamientos no se diferencien de los de las personas normales. ¿Por qué, me pregunto, nos molestan tanto esas maneras tan directas de señalar los problemas sociales, esas formas tan claras de denunciar sus raíces y esos modos tan tajantes de proponer soluciones? Sin ánimo de simplificar las complejas razones de esas reacciones de rechazo ni, mucho menos, de generalizarlas, me permito aventurar la hipótesis de que las raíces de nuestro enfado radique en la desazón que provocan los cambios y, sobre todo, en el disgusto que generan las conductas que descubren nuestra hipocresía y que denuncian nuestras incoherencias.
Enrique –que, en busca de autenticidad, profundiza en los fundamentos sin caer en el fanatismo ni en la intolerancia- está convencido de que el Evangelio no sólo es un contenido, sino también un estilo. Por eso se esfuerza en sustituir todos los símbolos de poder, de dominio, de grandeza, de dignidad, de lujo, de importancia, de brillo y de riqueza; por eso prefiere vivir junto a las personas marginadas; por eso reemplaza los términos abstractos como "salvación", "abnegación" o "esperanza", por palabras concretas; por eso nos habla de los parados, del sueldo injusto, de la vivienda insuficiente, de los drogadictos o de los inmigrantes.
Su sencillez evangéli­ca nos revela más al sacerdote acompañante que al clérigo apartado, más al hermano que al padre, más al amigo que al compañero. Su calidad humana y su autenticidad evangélica se ponen de manifiesto, sobre todo, en las actuales condiciones de la vida de una sociedad en las que los comportamientos sacerdotales, por carecer de pautas diferenciadas del resto de los mortales, son azarosos y están libres de las trabas que, en otros tiempos, conferían seguridades y, posiblemente, tranquilidad.
Enrique ilumina y alimenta nuestra esperanza porque nos proporciona un modelo de cura más cercano, franco y amigable, y menos autoritario, metafísico y angelical: su teología, su moral y su liturgia son menos técnicas y más practicadas: nos propone un estilo de ese creyente que explica su fe cristiana, más que con palabras, con su acercamiento a esas minorías de marginados que, en realidad, son mayoría.