Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

domingo, 2 de noviembre de 2008

Manuel Fernández López

Manuel Fernández López

Manuel Fernández López -noble, delicado, solitario, amable y casi ingrávido- es un artista. Fíjense, por favor, en su manera pausada de andar, en su modo cadencioso de hablar y en su forma penetrante de mirar. Es cierto que realiza, aproximadamente, las mismas acciones que los demás seres humanos, pero también es verdad que las ejecuta con un estilo totalmente original.

Con sus pausas audibles y casi palpables, con sus pasos silenciosos hacia la luz, con su voz queda y clara, con su mirada aguda y afilada, convierte el tiempo en espacio y el espacio en ritmo: llena los instantes de colores y los colores de música. Anda, habla y mira como haciendo olas mansas con sus pasos, con sus palabras y con sus miradas. Acompasa sus gestos, alarga sus frases y entorna sus párpados dotándolos de una acariciante placidez para proporcionar una mayor intensidad espiritual a los objetos materiales, para llenar de sentidos nuevos a cada sonido, para extraer significados diferentes a cada luz y para arrancar vibraciones inéditas a cada color. En varias ocasiones nos hemos preguntado por qué a este pintor le atrae tanto la luz y, en mi opinión, es porque la luz no es sólo un elemento del paisaje sino una resonancia cambiable, creciente y casi respirable de los objetos que despiertan unas sensaciones inéditas y unas emociones intraducibles por otros lenguajes.




En la luz de su pintura late un mensaje vital como si -aplico las palabras de María Zambrano- “la vida naciera en ella, la indefinible vida en la luz. La inasible vida que es ella misma luz, una con ella”. Posee un lenguaje plástico que está reservado a las sensibilidades privilegiadas: pinta, estimulado por el ansia de encontrar esa pincelada mágica que sea capaz de crear ambientes dotados de sencillez y de transparencia máximas.

En sus paisajes de estilo figurativo, transidos de un extraño magnetismo, los espacios están humanizados y el tiempo transcurre despacio, como las tardes de la primavera. Y es que -como afirma Cecilio Herrera- este artista isleño es uno de los escasos seres afortunados que son capaces de descubrir la trascendencia en la inmanencia, la grandeza en la pequeñez y el valor en la sencillez: es un creador con capacidad para modificar la conciencia de la vida corriente y para elevarla a un nivel superior.




A través de la belleza, busca la verdad oculta en las cosas ordinarias y la hermosura en los rincones recónditos que, a los demás mortales, nos pasan desapercibidos. “Para expresar cosas importantes -nos confiesa él- no es necesario utilizar grandes recursos, ni imágenes grandiosas: en un gramo de polvo puede estar contenido todo el universo”.

Manolín Fernández es un misterioso pensador en colores que, con su sabiduría callada, con la delicadeza de sus tenues formas, con el equilibrio de sus colores, con las proporciones de sus figuras, con su arte -en una palabra- nos revela el aspecto vital de la realidad cotidiana, equilibra nuestras ansias de dominio y transfigura nuestras prosaicas vidas.

Por eso nosotros no caemos en la inútil pretensión de explicar su arte con conceptos técnicos ni con definiciones intelectualistas; por eso nos conformamos con escuchar la sabiduría callada de su elocuente lenguaje plástico; por eso nos limitamos a contemplar la claridad, la simplicidad, la transparencia y la nitidez de sus pinceladas mágicas.
Viernes, 5 de abril de 2002