Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

domingo, 16 de septiembre de 2012

INFORME PERICIAL



Llamado de urgencia para llevar a cabo un peritaje sobre el himno “Solar Santo”, he encontrado contradicciones, ambigüedades, inconcreciones y redundancias que paso a detallar. Con la intención de que el informe resulte lo más claro posible lo divido en dos partes: El estribillo y el cuerpo del himno, distribuido en dos cuartetas. Numero los versos para facilitar la ubicación de las referencias.
1.-Estribillo. El himno menciona en primer lugar a un “solar” (v.1). Analizado minuciosamente el contexto, descartamos el significado de la casa solariega típica perteneciente a familias de rancio abolengo o relevante fortuna desde un tiempo inmemorial. Como se verá más adelante, no es ese el destino ni la característica del edificio tan alabado por el creador de la pieza poético- musical. Se trata, pues, de lo que entendemos por un terreno en la ciudad o en el campo destinado a la edificación o bien a otros usos propios del campo, como labranza, ganadería, o plantaciones varias.
Llama la atención la calificación de “santo” que se le aplica y la referencia al “cariño” que se le profesa. Inclina a pensar que se alude a la devoción que sienten por él los que desean construir en su superficie bien una vivienda bien un negocio que imaginan rentable.
Lo que sí se observa es la inconcreción con que se procede, ya que no se menciona ni su carácter de “edificable” o “recalificable” de propiedad “privada” o “pública” y si está a la venta o no. Tampoco se indica su ubicación.
“Te cantamos con gran frenesí” (v.2). Muy grande tiene que ser el cariño y el deseo de su posesión para que dé lugar a transportes de espíritu que llegan a ser frenéticos. Aunque los cantores son muchos y las masas se contagian fácilmente en expresiones musicales o movimientos corporales que las acompañan en forma de danzas o contorsiones orgiásticas, nosotros vamos a concentrarnos en un solo cantor, para simplificar el informe y, en cierto modo, intensificar el dramatismo en una sola persona.
 Esta persona es un “niño”, que ha llegado a “las puertas” del solar (v.3). Y esto es lo sorprendente: un solar con puertas. El refrán aconseja “no poner puertas al campo”. Pero aquí debe de tratarse de algún desaprensivo que pretende conseguir un derecho de precedencia para la adquisición del terreno, fundándose en que fue el primero que puso en él un signo de ocupación. Esto explica también la presencia del niño: quiere estar ojo avizor para evitar que cometa otra tropelía. Probablemente le pararon los pies al constructor furtivo y tuvo que detener la obra emprendida, pero sigue estando al acecho.
El niño está “a las puertas”, sin traspasarla,  ni bajo el umbral, sino fuera de ella. Bien lo expresa la canción: “es muy dulce vivir junto a ti” (v. 4). Si está “junto” al solar, es que ocupa un terreno próximo a él. Pero lo más terrible para un niño es que “vive” allí. Es decir, que come, duerme, lee o estudia, lo hace todo, bajo un arbolillo aislado o entre matorrales. Por otra parte, como estará en edad escolar, es denunciable por absentismo.
Además, y esto puede ser grave, ofrece síntomas de masoquismo, pues esa vida perra la considera “dulce”, agradable, le gusta vivir así. Si comparamos esta satisfacción con la actitud frenética (v.2) con que ejecuta el canto, podemos considerarlo como intérprete del tipo de música llamado canción-protesta o “nova cançó” catalana. Es, pues, un precoz Raimon que defiende una causa justa, que disfruta de su oficio, que protesta cantando, sin imitar a un invasor violento de propiedades ajenas, sino que, como un santo Job un poco contestatario, espera con paciencia la resolución del problema, lanzando al aire su vibrante “cançó”. Y para que se entienda bien que su satisfacción y gusto no es una ocurrencia del momento, lo repite con fuerza: “¡Vivir junto a tiiiii!”
2.- Cuerpo del himno. A) Primera cuarteta: Advertimos desde ahora que entre esta primera cuarteta y la segunda aparecen cinco términos lumínicos: “faro” (vv. 5 y 11), “foco” (v. 6), “luz” (v. 5), “lucero” (v. 10), aparte de las formas verbales “ilumina” (v. 5), “brilla” (v. 10).
 Teniendo en cuenta que aún no se ha iniciado edificación alguna, nos parece precipitado acometer la instalación de la luz. Se adivina cierta imitación genesíaca en esta actuación. Pero aquí no puede aducirse el empleo de “géneros literarios” como en las narraciones bíblicas, ya que estas tienen un fin primordialmente religioso, no así las fincas, en las que la luz es lo último que se instala.
Además no sabemos a qué viene tanto derroche de luz, cuando, según afirman residentes del edificio que llegó  a construirse años después, allá por los años cuarenta se padeció un “apagón”, hasta tal punto que tuvieron los ocupantes que elaborar de forma casera, con tinteros provistos de mecha impregnada en petróleo o un líquido inflamable, una clase de quinqués, a cuya titilante luz, en procesiones fantasmales como de ánimas, penetraban en la capilla y a duras penas, con previsible daño visual, leían los puntos de meditación en el Avancini, antes de la celebración de la Santa Misa.
En la expresión “luz que ilumina”, si no queremos reconocer  una redundancia, semejante a la de la vendedora del Diario de Cádiz de aquellos tiempos, que pregonaba:” ¡Diario de Cádiz! ¡Trae noticias!”, podemos adivinar una velada crítica a esa mortecina luz y a los que permitieron su uso, exponiéndose a contraer responsabilidad penal por el daño que podrían padecer los jóvenes residentes, como diciendo: “La luz de este faro es una luz que ilumina, no como la de esos ridículos quinqués, que parecían unas pálidas mariposas”. En los himnos también hay su retintín.
“Eres foco de amores que inflama” (v. 6). Hay amores que matan y los hay que inflaman. No se sabe qué es peor. Sobre todo cuando pueden coincidir las dos cosas: morir entre llamas. En las circunstancias en que se encuentra el solar, foco de atención de tantos pretendientes, no es extraño que se produzca un incendio provocado. Y el niño a dos pasos. Ya no se trataría de un foco de atención, sino del foco del incendio, de su origen. El primer sospechoso, ya se sabe, sería la pobre criatura. Menos mal que, según nuestras noticias, todo quedó en un conato que pronto quedó sofocado. Pero el susto no se lo quitó nadie al pueril vigilante.
Otro dato que hay que tener en cuenta es la insistencia en expresiones amorosas. Tanto “cariño” y “amor” puede llegar a empalagar. Sobre todo cuando detrás de esas palabras se ocultan a veces infidelidades y traiciones.
“Eres voz cariñosa que llama” (v. 7). Otra vez la melosidad de la voz y los cariñitos. Lo que necesita el niño es que esa voz sea la de la Administración, del Ayuntamiento o la instancia pertinente, que le comunique que se le ha concedido el permiso de edificabilidad y pueda salir corriendo para decírselo a su padre y dormir por fin en su cama tranquilo, y usar su querido cuarto de baño.
“Y sonrisa de paz que fascina” (v. 8). Me lo temía. Detrás de las palabras suaves y sedosas, las sonrisitas y la proclama de paz y diálogo sereno. Y además el efecto de tanto guante blanco: la fascinación, el hechizo. Lo que intentan es embrujar al niño, dejarlo alelado. Si despierto tiene que andar con siete ojos para que no lo engañen y se cuelen en el solar para poner aquí un zocalillo, allí un cerco de mampostería, y así aumentar las señales de ocupación ¿qué no harán con un niño  alelado?
Sonrisas, sí, “sonrisas y lágrimas” como las de Julie Andrews. Todos tenemos que aprender de esas historias del cliente bancario agobiado por la subida del euríbor y consecuentemente de la hipoteca, que tiene que acudir al banco en busca de ayuda. Allí no le dan con las puertas en las narices, no. Lo recibe sonriente el empleado que entiende en ese apartado, le coge del brazo, le hace sentar y le habla como una madre:
“Vamos a ver, vamos a ver. ¿Qué le preocupa a Vd? ¿La hipoteca? ¿A ochocientos? Bueno, bueno, aquí tenemos solución para esos casos. Sobre todo para un cliente como Vd. de tantos años, que si alguien merece un premio a la fidelidad Vd. es antes que nadie. Mire, le voy a proponer una solución a la que no podrá negarse. Le pido que no se alarme y espere hasta el final. Hay un seguro hecho a su medida. Pagará un poco más de hipoteca, espere, espere, “por ahora”, pero lo que pague no sufrirá aumento alguno durante cinco años. Pagará solo mil euros. Espere que le explique. Las hipotecas están subiendo como la espuma, arrastradas por el euríbor, pero eso será para los demás, para Vd. no, si firma este seguro de que le estoy hablando. Es más podrá ganar en esos cinco años cerca de veinte mil euros.”
El encuentro del reconfortado cliente con su mujer a la vuelta a su casa es para grabarlo:
“¿Qué dices ahora de tu maridito? ¿Soy listo o no soy listo? Tú siempre con que soy medio tonto, que no me muevo y me zapateo con los bancos. Los que se van a zapatear pero de rabia son tu cuñado y el marido de tu amiga Pili, que se tendrán que rascar el bolsillo mes tras mes con el endemoniado galope de las hipotecas, mientras que yo tan ricamente no pasaré de los mil euritos al mes”.
Y así continúa eufórico regodeándose en su proeza. Hasta la mañana siguiente, cuando despliega el periódico y descubre atónito que las hipotecas están bajando. No da crédito a sus ojos. Tiene que ser un error o algo transitorio. Pero a la mañana siguiente, a seiscientos euros. Se desespera, se tira de los pelos.
 En eso desembocan las promesas de paz, las sonrisitas y los abrazos. Bombas de relojería que llevan al cementerio hipotecario a clientes incautos.Y eso pueden ser las tres palabras de este inocente verso: tres detonantes mortíferos.
B) Segunda cuarteta. Serpenteando entre incongruencias, contradicciones e incluso enigmáticas afirmaciones, ha salido a la luz una historia que podrá no ser la real que aparece en libros y documentos, pero puede denominarse metahistoria, porque está más allá de la historia. Es la que se trasluce de estos versos sin necesidad de interpretarlos metafóricamente. Y ese es el milagro. Que sometido este himno a la más cruda interpretación realista, por un perito iletrado como yo, se revele una historia fantástica, dramática, abundante en peripecias, estremecedora  a veces, protagonizada por un niño valiente y decidido, empeñado en conseguir una meta y responder a una vocación irrefrenable.
Lo hemos visto separado de su familia como un habitante de la selva, como un Emilio rousoniano, comiendo no sabemos cómo, atemorizado por infames enemigos que quieren abusar de su inocencia, sobreponiéndose a intrigas, amenazas de incendios, acechado por agentes inmobiliarios taimados, que utilizan la sonrisa y la palabrería para paralizar su voluntad, y a pesar de todas estas dificultades, salir airoso y conseguir su propósito.
Pues bien, en esta última cuarteta nos trasladamos a muchos años después, cuando ya estos niños son hombres, han estudiado en el Seminario de Cádiz, son párrocos o profesores o canónigos, también llamados calonges por periodistas conspicuos de las secciones cofrades de la prensa capitalina.
Ni siquiera conocen su metahistoria. Al entrar en el Seminario le han contado la historia real del edificio. La desamortización de Mendizábal, la conversión de colegio jesuítico en Seminario Conciliar. Una historia prosaica. La suya es más interesante, pero él la desconoce porque es una historia idealizada, surgida de un himno, cuyo autor jamás pensó que contenía este fabuloso relato y menos extraído por el más prosaico perito.
 Aunque, todo hay que decirlo, con el asesoramiento de un antiguo profesor del Centro ya jubilado, a quien llamaremos de ahora en adelante míster X. El cual prefiere permanece en la sombra del anonimato, pero garantiza una absoluta sujeción a los hechos.
 Con esta confianza entramos en la exposición de la historia verdadera, encerrada en la última cuarteta.
“Bajel eres que bogas airoso”. El análisis de este verso requiere un pequeño preámbulo. Como el espacio sujeto al estudio histórico está comprendido entre el año 1943 y 1950, acotado especialmente por míster X, hemos de aportar algunos datos referentes sobre todo a la repercusión de la institución eclesiástica en la sociedad gaditana y concretamente del Seminario.
Durante este tiempo el Seminario y los seminaristas se dieron a conocer en el pueblo de Cádiz, que en general los acogía con simpatía, no solo entre los fieles que frecuentaban los cultos, sino entre el pueblo llano. Las salidas de paseo en dos filas, que se dirigían por la calle Columela en dirección a la Catedral, llamaban la atención por su vistosidad. Era proverbial la alusión al viento de levante, al verlos pasar con sus becas rojas al viento, desde los más pequeñitos ensotanados y con sus coronillas, visibles a veces al encasquetarse los birretes, hasta los mayores, cuyo porte y elegancia y ¿por qué no decirlo? su gallardía atraían las miradas de las bellas jóvenes gaditanas que se cruzaban con ellos camino de la plaza de las Flores y del Mercado.
Me cuenta míster X que en una ocasión un seminarista de los mayores quiso hacerse el gracioso y ante el grito de un jovenzuelo: “¡Mañana levante!” le replicó: “mater tua mala burra est”, esa típica frase equívoca que en realidad significa ‘tu madre come manzanas sazonadas’, pero el mozalbete no lo entendió en el buen sentido y como un resorte le espetó: “La tua más que la mua”. A míster X se le quedó grabada para siempre esta ocurrencia y en el fondo se alegró de que el niño, con la viveza propia de los gaditanos, no se parara en barras y le soltara la frase en su propia cara. Podría citar nombres, pero no lo hace.
De todas formas el episodio da cuenta de la familiaridad existente entre unos y otros. Otra forma de convivencia y conocimiento era la presencia de  seminaristas en las parroquias en la proximidad del día de San José, que era el del Seminario. No es extraño que a veces se cantara el himno, que de esa manera se iba haciendo famoso. Únase a esto que en la inauguración del curso se permitía la asistencia de los familiares, y allí sí se cantaba a coro a todo trapo, con fuerza y entusiasmo.
En fin, que la letra del himno del Seminario era conocida, si no de lectura al menos de oídas. Y a eso vamos. Este verso podría haberse interpretado como “¡Bajeleres que bogan airosos!”, una especie de pregón o anuncio publicitario, pagado por algún consignatario de buques que quiere darse a conocer para atraer pasajeros y competir con otros barcos dedicados al mismo menester. No es descabellado ese caso. Pero es peligroso, ya que los conocedores del himno en la referida versión podrían propagar por la ciudad que en el Seminario se había instalado un consignatario más o menos conchavado con el Obispado, que también pretendía sacar tajada del negocio naviero. Y, ya que estamos hablando de barcos, este era un escollo que había que salvar.
Alguien consideraría insólito confundir “bajeles” con “bajeleres”. Los mismos que no comprenderían la confusión de “chalés” con “chaleres”, forma esta última salida de labios no siempre plebeyos e ignorantes.
Discutido el equívoco y su solución, se supone que la contradicción entre “bajel” y “airoso” contribuyó a evitar el desastre y el descrédito de la Iglesia.
En efecto, la palabra “bajel” era conocida por la célebre “Canción del Pirata” de Espronceda. A cualquiera que se detenga a pensar en la clase de bajel que allí aparece, le resultará inconcebible que sea un barco de movimientos airosos. “El Temido” llevaba diez cañones por banda, lo que sumaba veinte cañones, que ya son cañones. Y de acuerdo con este peso sería el tonelaje. Llamar airoso a su movimiento al recorrer todos los mares de un confín a otro, es desconocer las mareas, los vientos y los aquilones, que consideraba el pirata como su mejor música.
Todo esto contrastaba fuertemente con los piropos de Paco Alba, conocidos muy bien por los gaditanos, de “pinturero”, “rumbo garboso” “besitos de las olas”, que esos sí estaban en parangón con el “bogar airoso”. Pero al comparar los dos extremos mencionados en el himno, ni era posible asemejar al bajel con el del pirata de Espronceda ni con el vaporcito del Puerto. Con lo cual se disolvía como azucarillo en vaso de  agua cualquier acusación contra la  actuación de la Iglesia. El bajel del himno era un barco “sui generis” que ni se parecía al esproncediano ni al pacoalbense.
“Y lucero que brillas sereno” (v. 10). Parece inocente el verso, pero no lo es. Porque, por otra asombrosa coincidencia, en Cádiz desde hace muchísimos años existe el bar Lucero, frente al mismísimo muelle, frecuentado por gente de la mar, pescadores y exportadores de pescado. ¿Podrían pensar algunos que en el Seminario existía una especie de sucursal, un Lucero II, donde pudieran reunirse personajes de Iglesia para, en círculos exclusivamente eclesiásticos, beber refrescos y otras bebidas inocuas no alcohólicas, sin verse contagiados de ambientes malsanos y pervertidos?
En principio sí. Sobre todo porque el “Lucero” nombrado en el himno además de iluminado es “sereno” y según  las noticias que tenemos del hipotético Lucero I, allí   se bebía y tapeaba sin restricción, y la serenidad duraba hasta la tercera copa, en que casi todos empezaban a estar un poco achispados en proceso vertiginoso de alcoholemia.
Alarmado por la sola posibilidad de la existencia de bar o cantina eclesiásticos en el Seminario, acudí a míster X, que la negó tajantemente, al menos durante el tiempo de referencia ya mencionado.
“Faro santo del mar proceloso” (v. 11). Aquí ya pisamos terreno resbaladizo. Pero antes de entrar en él, advirtamos que  la aparición conjunta del “mar proceloso” y  “santo” es de lo más oportuna. Desde el maremoto de 1755 en Cádiz hay psicosis de inundación. Mentar mar encrespado, mareas demasiado altas, vientos huracanados, causan tal impresión que sin pensarlo dos veces acuden a los santos, abren las iglesias como en la explosión del 47, rezan a la Virgen de la Palma y hasta a don Rosendo si se tercia. Por eso no es extraña la aparición de los dos términos en un mismo sintagma.
Según míster X,  ya en tiempos del Papa León X eran tales las inundaciones y los temporales que sufría la ciudad de Cádiz que el obispo de entonces suplicó al Romano Pontífice que ordenara el traslado de la Iglesia Catedral a un lugar más elevado (in loco eminentiori) donde existía una iglesia llamada de la Misericordia y a la designación de otro lugar decente  para tal Iglesia y el Hospital anexionado a la misma. El Papa así lo ordenó (auctoritate apostolica confidimus et assignamus) pues comprendía que se corría el riesgo de una erosión y ruina total en la mencionada catedral (in totalem comminutionem et ruinam deveniet). Incluso decidió que el nombre de la catedral fuera el de la Santa Cruz. Y todo esto consta por bula de 2 de febrero de 1519, año sexto de su pontificado.
Al enterarme de esta noticia, me quedé de piedra, pero vi con mis propios ojos la fotocopia de la bula y la traducción realizada por el míster. Y comprendí el pánico de los gaditanos incubado desde el siglo XVI.
Pero pasemos a lo del “faro”. Ya supongo lo que estarán pensando los lectores. Si con Lucero había equívocos, no digamos nada con el Faro. Pues sí, hubo problemas.
No se sabe si  algún guasón de los que no faltan en Cádiz o un visitante mal informado llamó un día al teléfono de la portería para apartar una mesa para cuatro personas para las dos de la tarde. Así como suena. Se puso al teléfono Lorenzo, al que la llamada sorprendió cuando había empezado a comer su cotidiano plato de garbanzos. Incluso tenía parte del bocado sin masticar del todo y los labios orlados de un líquido aceitoso entre rosáceo y cárdeno, producido por el pimiento molido marca “El avión”, utilizado por el pueblo modesto de Cádiz y, consiguientemente, por la cocinera mayor del Seminario, Sor Petra, que en austeridad gastronómica no permitía lecciones de nadie.
 A Lorenzo no le había dado tiempo de responder, atorado con el resto de la cucharada, cuando desde el otro lado del hilo telefónico se empezó a oír a velocidad endiablada una retahíla de platos del menú del afamado restaurante, por el que preguntaba el supuesto cliente con la intención de que le confirmaran la  permanencia de los mismos en la carta: paté de cabracho, tosta de anchoa y boquerón, tortillita de camarones, ortiguillas, lubina a la sal, calamares con alcachofas, solomillo con salsa mozárabe…
Hacía un rato que Lorenzo había conseguido tragarse los garbanzos, pero al oír los nombres de las viandas, se le rebelaron los jugos gástricos, se mezclaron nuevos y desconocidos sabores con los garbanzos ingeridos, y procuraba con retortijones provocados que no desapareciera el sabor de la lubina hasta poder empalmarlo con el cachucho hervido al agua de Cádiz, que constituía su segundo plato.
El míster, que ya conocen los lectores, se lo encontró eufórico al poco rato. Lorenzo era un hombre serio, eficaz y un portero magnífico en consonancia con su nombre de pila. Sospechó algo raro nuestro X y le sonsacó hasta conocer la causa, y surgió la alarma.
 Los mayores, que llevaban muchos años con  la misma dieta, estaban preparados frente a cualquier desvío bromatológico. De hecho podría causarle serios daños estomacales. Pero si se enteraran los más jóvenes, que no tenían ejercitado el estómago unidireccionalmente, podrían padecer trastornos irremediables. Así que le hizo prometer a Lorenzo que no comentaría con nadie el episodio, si no quería que ocurriera una catástrofe, de la que el causante y primer perjudicado  sería él mismo.Y de esta manera se superó el tercer escollo.
“Oasis grato alfombrado y ameno”. Por fin llego a la que será mi última singladura, que espero llevar a cabo bogando serenamente como nuestro conocido bajel. No creo que pueda confundirse nuestro clerical oasis gaditano con ningún otro que haya en el mundo. En primer lugar porque no está en ningún desierto, lo que es primordial para todo oasis, y segundo porque ningún local, que yo sepa, lleva ese nombre en Cádiz. Esa fue mi primera consulta al Sr. X y su respuesta me sorprendió:
“Bueno, te vas a salvar por cuestión de tiempo. En Cádiz no, pero en el Puerto de Santa María en épocas posteriores, cuando el esplendor de la música de los sesenta,  sí existía el restaurante-discoteca “El Oasis”, que llegó a ser famoso.
 Si hubieran coincidido en el tiempo, Lorenzo se las hubiera visto y deseado para responder a las preguntas que, en broma o en serio, le hubieran hecho los marineros o turistas interesados en visitarla, tales como horario de las actuaciones, qué noche intervenía Armando Manzanero con su inolvidable”Somos novios”, Machín con sus “Angelitos negros” Karina con ese cajón de recuerdos sin fondo, el Dúo Dinámico o incluso Marifé de Triana con su “Torre de arena” maciza. En fin para qué seguir. Te libraste por un pelo. Puedes seguir el rumbo con total tranquilidad”
Quien no dejó de sorprenderme fue el profesor equis que tan pronto me enseñaba una bula de León X como me recitaba la lista de los cantantes de una determinada época como si hubiera trabajado de portero de discoteca.
Sin embargo me hizo pensar en algunas coincidencias. Si la discoteca fue amena y grata a su manera, gratos y amenos también, en un sentido mucho más limpio y espiritual, fueron los momentos transcurridos en aquel santo recinto.
En las vacaciones de Navidad, por ejemplo, representaban funciones de teatro muy instructivas. Tenían una particularidad. Como eran piezas adaptadas a centros religiosos por la “Galería salesiana”, de un borrón acababan con todos los personajes femeninos y los masculinizaban. Abundaban, pues, matrimonios convertidos en hermanos. Esto lo supieron mucho más tarde. Al principio les chocaba un poco tanto”Adiós encanto”, “Buenas noches, cariño” “No te pongas así, querido, que lo he dicho sin malicia”. Y abrazo por aquí, abrazo por allá, sin venir a cuento.
Y si comentaban algo con un Superior, les decía que era natural que se quisieran, pues eran hermanos. Sí- pensaban ellos- pero quién más, quién menos tenía hermanos, entre los que no faltaban piropos como”Qué imbécil eres”, “Deja de fastidiar, animal”, “Estoy harto de tus estupideces, déjame tranquilo” y otros por el estilo.
Aparte de esta anécdota, se pasaban muy buenos ratos. Las obras más recordadas eran “El detective Mantekón”, “El mártir de Molokai” “El abuelo” (título dudoso), pero que refleja el tema.
En la primera de las mencionadas ocurrieron dos sucesos graciosos. Uno de ellos consistió en que fuera del escenario uno de los personajes, que no intervenía en la escena, había de estar preparado con un martillo y unos triquitraques para golpearlos fuertemente a una señal de que el detective iba a disparar al criminal con una pistola de juguete. Llegó el momento esperado, se hizo la señal y el martilleador falló hasta tres veces. Entonces cortó por lo sano y gritó: ¡PUM!
En la sala también resonó otro fuerte ruido: el de las carcajadas de los espectadores.
El otro episodio consistió en que en un momento determinado tenía que entrar el detective, cuyo papel había recaído en la persona más buena y piadosa de la clase, y gritar, dirigiéndose al culpable:” ¡Te cogí con las manos en la masa!”
Pues bien, nadie se hubiera imaginado su verdadero grito escénico: “¡Te cogí con las manos en la moza”!
Y escribimos “moza” por su tendencia al ceceo. Tras un primer momento de estupor, explotó el patio de butacas, el único existente, en una sonora carcajada que duró más de un minuto.
Como no habían pasado del primer trimestre, todavía no habían estudiado a Freud, así que nadie pudo pensar en una traición del subconsciente ni en un pequeño rasguño o grieta en el umbral de la conciencia. Y eso obró en su favor y en su fama.
La representación de la última obra teatral mencionada a punto estuvo de causar graves daños al deuteragonista, que casualmente era nuestro querido señor X.
Ya desde el principio no hubo el menor acierto en la elección de los dos personajes principales. El papel del protagonista, que era el malo de la obra, un hijo desalmado y cruel, con las entrañas más negras que el carbón, recayó en un compañero de acrisolada virtud y de aspecto candoroso y bonachón, que habría de hacer enormes  esfuerzos para aparentar los sentimientos más inhumanos.
 Era un hombre casado, con dos hijos pequeños, que se reclutaron entre los alumnos de latín más jóvenes, que sin embargo ya rebasaban los doce años. Servía en la casa un mayordomo que lo mismo atendía a las labores caseras que ejercía de niñero. La madre, papel esencial para justificar la presencia de los pequeños, o estaba en la peluquería o en el supermercado o atendía la cocina. Donde no estaba nunca era sobre el escenario.
El desencadenante de toda la trama era la expulsión de la lujosa mansión del abuelo de los niños, que se vio en la calle sin dinero, sin hogar, vagando como un pordiosero en la más deplorable miseria.
Y ese fue el papel al que se brindó nuestro Sr. X, al no aceptarlo ningún residente del Centro. Con la agravante de que el abuelo era más joven que el papá de los niños y tenía que representar a un anciano achacoso, con unas barbas blancas que le llegaban casi a la cintura, unos cabellos canosos impregnados de polvos blancuzcos, y se veía obligado a fingir una voz lastimera y cascada.
A pesar de todo, la representación echó a andar con creciente éxito. El superior que había dirigido los ensayos y se había tomado muy a pechos su oficio, erigiéndose en promotor teatral, subía en los entreactos a infundir ánimos a los artistas, describiéndoles la actitud del público, totalmente volcado en la obra, emocionado y a punto de romper en llanto, sobre todo los más pequeños.
Con estas halagüeñas perspectivas llegó el momento culminante, que redondearía el previsible éxito. Los niños, que, como sucede muy a menudo, tenían los sentimientos de bondad, misericordia, ternura y afecto, de los que carecía su malvado padre -tal vez heredados de la clandestina madre- encuentran en el parque al desconocido abuelo, lo compadecen, se sienten atraídos por él, comparan el bienestar de que gozan en su casa con el estado de postración del dulce anciano, sienten en el corazón la voz de la sangre, que les exige a gritos remediar su triste estado, y deciden contra viento y marea llevarlo a su casa y brindarle un hogar. Y dicho y hecho: allí se presentan llevándolo orgullosos de la mano.
El final ya se adivina: unas palabras intercambiadas entre padre e hijo, otra vez el clamor sanguíneo y el reconocimiento o  anagnórisis típico de las tragedias griegas.
Y en ese momento, el hijo malvado, que fuera del escenario era más bueno que el pan, deseando salir de la ficción teatral, se abraza llorando al anciano padre exclamando:¡Paadre, paadre!”. A lo que responde míster. X: ¡Hiiijo miiiío!
Entonces reaccionan los espectadores de la manera más anormal. Habían estado al borde de las lágrimas, habían contemplado sin esbozar una sonrisa la presencia de unos niños que eran casi unos hombres, con sus ridículos pantaloncitos cortos y su  atiplada vocecita infantil y, sin embargo, en ese momento crucial estallan en una sonora carcajada, aplauden a rabiar, se dan manotazos unos a otros en medio del mayor regocijo y dan saltos de alegría.
El promotor teatral no se lo puede creer. Pero no culpa al público, sino al pobre míster X al que sale a buscar disparado por toda la casa exclamando.”¡Y nada menos que en la anagnórisis, y nada menos que en la anagnórisis! ¿Dónde está, dónde está?”
Al cruzarse con él, algunos no le hacen caso, a lo sumo ahogan un poco la risa. Otros, no se sabe si de corazón o con fingida indignación, se llevan las manos a la cabeza exclamando.”¡Qué horror, qué horror!”
Mientras tanto míster X, ajeno a la persecución de que era objeto y  lleno de perplejidad por la reacción del público, se deshacía del disfraz en su celda, se lavaba la cara y se frotaba el rostro para sacudir el polvo, que le causaba picores y escozor, y se daba prisa para acudir al refectorio, porque lo que notaba ahora era un hambre atroz.
Quiso Dios que no se encontraran en el pasillo, al recorrer distintos caminos, y así entró en el comedor cuando ya todos estaban aposentados y roto el silencio a la voz de “¡Benedicamus Domino!” Eso sí, para sorpresa suya advirtió expresiones de simpatía y buena acogida en su banqueta hasta con palmaditas en el hombro.
En su recorrido por las mesas, el  entusiasta promotor, desanimado ahora y fatigado por la persecución, le dirigió una mirada poco amistosa y le susurró: “Ya hablaremos tú y yo”.
No sucedió absolutamente nada, pues míster X estaba preparado para cualquier eventualidad. En primer lugar, no existía certeza  de la voluntariedad jocosa de su intervención. Y le favorecía el principio: “In dubio, pro reo”.
El reglamento no contenía la tipificación de una falta o delito bajo epígrafes claros y nítidos. Aun no se había iniciado la nociva corriente de lo discutido y discutible. Los conceptos habían de estar claramente delimitados. Por ejemplo bajo el epígrafe de “Desactivación de una anagnórisis” u otros equivalentes.
En cuanto a la analogia iuris no era aplicable. Ni los desperfectos causados en el mobiliario, ni la rotura de cristales o el estallido de lámparas y bombillas eran analogables con la provocación de un impacto jovial en la culminación de una situación dramática con la intervención de una actividad esencialmente psicológica, expresada en términos de amor paterno.
Estaba a punto de terminar mi trabajo, al considerar que la pieza pendiente de peritaje, “alfombrado”, ni por asomo podría aplicarse al oasis conciliar. Pero por pura profesionalidad y vocación perfeccionista consulté al señor X, con el convencimiento de que desecharía toda semejanza de alfombra en la decoración de salas despachos y pasillos. Pero no fue así. Me respondió que lo que se dice alfombra es verdad que no había, pero sí una especie de alfombrilla descubierta por sus propios ojos.
Para contextualizar el descubrimiento se remontó a la época en la que estudiaba tercero de Filosofía. Su profesor de Historia Natural era el mismo que había impartido Matemáticas en el ciclo de Humanidades tras el fallecimiento del que la impartía en su época de estudiante de primer año.
            Para su sustitución se tuvo en cuenta la habilidad del aspirante en el juego del ajedrez, dando por descontado que buen jugador de ajedrez forzosamente tenía que ser buen matemático. De esas clases no es el momento de hablar. Pero como profesor de Historia Natural su cualidad más relevante era su preferencia por la práctica frente a la teoría, al contrario de su concepto de las matemáticas, en cuya enseñanza procuraba ejercitar en los alumnos el segundo grado de abstracción, dejando el tercero para la Metafísica.
Imbuidos de este espíritu indagatorio, iban  por todas partes los alumnos atentos a cualquier anomalía, por mínima que fuera, ya que su profesor les había advertido de que detrás de lo más insignificante podía esconderse un dato trascendental para la ciencia y la historia.
Y así fue como en un paseo rutinario de los jueves encontraron un canto rodado, excepcionalmente ovalado, que, una vez limpio y desprendido de las adherencias terrosas, llevaron a la clase al día siguiente y con un gesto significativo colocaron encima de la mesa del profesor y esperaron respetuosamente su dictamen definitivo.
Este lo miró y remiró, pasó la palma de la mano por la superficie para captar rugosidades y tersuras, lo intentó en vano observar de trasluz, lo pesó y sopesó, calculó el tamaño y finalmente emitió su autorizada opinión: “Esto es un huevo fósil”.
Para los alumnos su dictamen era el “Roma locuta, causa finita” de la Historia Natural. Colocaron el huevo en un anaquel de la vitrina del laboratorio y lo etiquetaron para la posteridad. Y que ésta fuera la que estableciera los datos cronológicos en que la gallina ponedora lo dio a luz.
Esta actitud de fe abraámica no era nueva para ellos. Ya en primero de latín, al ser preguntado el profesor de Geografía si el atún era bonito, les confesó que él lo había visto en fotografía  y “no era feo”.Esta ponderada e ingenua respuesta la aceptaron sin rechistar y desde entonces, aunque descartaron un dechado de belleza en el teleósteo escómbrido, no eliminaron de él todo atractivo, sino que lo situaron en esa frontera entre la fealdad y la belleza que es el habitat de los de aspecto pasable, es decir, de la mayoría de los mortales.
Pues bien, en lo de la alfombra, su descubrimiento respondía al mismo espíritu de pesquisa. Habían  pasado mil veces por el lado de una losa del patio de los mayores sobre la que se extendía una leve protuberancia negruzca, que ocupaba un espacio de tamaño intermedio entre una torta de Inés Rosales y una empanada de Antonia Butrón. Pero no le habían prestado especial atención al considerarla una más de las desperdigadas por el patio.
En esa ocasión se detuvieron y con una navaja de ancha hoja, de buenas cachas y cortante filo, prestada por un compañero de Medina, que la utilizaba para cortar las teleras que le enviaban desde el pueblo, fueron desprendiendo cuidadosamente esa costra y con reverencia de paleontólogos la trasladaron a una habitación donde la sumergieron en una palangana llena de agua.
Al cabo de un rato se había vuelto de color grisáceo cada vez más claro y desprendía pequeñas partículas, que observadas con lupa de filatélico, resultaron ser granitos de arroz.
La última operación, la de la procedencia, se realizó con suma sencillez: uno de los analistas recordó que el año anterior un alumno de los más pequeños salió lleno de alegría de la puerta principal de la sala de visitas, frontera a la escalera, portando una fiambrera, y a causa de su alborozo sufrió un traspiés, que hizo derramar parte de una abundante cantidad de arroz con leche.
 Ese era el mismo arroz que, apelmazado por las pisadas de un año, se había ido endureciendo y coloreando de una gama de colores cada vez más oscuros, y allí hubiera permanecido enlosado si la curiosidad científica de unos entusiastas alumnos no lo hubiera descubierto y analizado.
Esa investigación no reportó otro fruto que el de ser un ensayo de adiestramiento con vistas a  trabajos de campo de mayor fuste.Y con respecto a la comparación con las alfombras de la discoteca de marras, disipó cualquier duda de connivencia y asociación de objetivo entre las dos entidades, aunque por un imposible hubieran coincidido en el tiempo.
Mi peritaje había marchado sobre ruedas a su alfombrada meta y era el momento de dar de mano. Pero -¡otra vez mis escrúpulos laborales!- no quedé totalmente tranquilo, pensando en posibles ofensas y desprecios tanto al autor del himno como a los destinatarios y ejecutores del mismo.
Me dirigí, pues, a míster X con la súplica de que emitiera una especie de informe que aclarara todo el asunto e iluminara mi conciencia, turbada por el escabroso tipo de trabajo que había realizado. Y he aquí el informe que recibí al cabo de unos días.


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 Cuando tuve noticias de que habías iniciado un peritaje sobre el himno del Seminario adiviné cuál habría de ser el resultado, con la misma certeza y confianza con que tu compañía de seguros te envía a peritar los desperfectos causados por un accidente en un auto o el origen y el responsable de goteras o inundaciones en un piso.
Conoces perfectamente las piezas de un automóvil, la junta de culata, las bielas, la correa de distribución, el tubo de escape, la carrocería, el depósito del agua y del aceite. Y en los cuartos de baño identificas el grifo del lavabo y la cisterna, sabes dónde está el bote sifónico, la importancia que tiene averiguar si una filtración proviene del bajante o de la cañería de la vivienda particular.
Todos estos elementos son concretos, ocupan un lugar en la estructura mecánica del coche o en el conjunto de los sanitarios y el sistema de conducción de la casa, y es vital para el informe detallarlos exactamente,  porque cada pieza tiene un coste, que junto con el de la mano de obra tendría que correr a cuenta del seguro según la póliza suscrita por el asegurado.
Pues bien, con este bagaje de conocimientos y pertrechado de un mismo método de trabajo, te enfrentas a un texto literario dispuesto a descubrir cuál es su estructura y a averiguar los fallos y desperfectos que eventualmente ha sufrido. Y de la misma manera que en los coches o en las casas podrías descubrir desajustes en los engranajes o fallos en la cisterna o grifos como consecuencia de trabajos anteriores mal realizados, descubres en las piezas léxicas conexiones incomprensibles, conjuntos desestructurados y caóticos, funciones estrambóticas y esperpénticas, que más que indignación te producen risa por la incompetencia del constructor literario.
Encabezas, pues, tu informe enumerando las contradicciones, irregularidades, inconcreciones y otros fallos encontrados en el curso de tu trabajo, sin saber que lo que tú defines de ese modo son, para la Estilística y la Retórica, metáforas, oxímoros, endíadis, enálages, hipálages, anacolutos, sinécdoques y prosopopeyas, características todas ellas consustanciales con ese tipo de obra literaria, que no opera sobre piezas rígidas sino flexibles, que se trasmiten y modelan significados y sentidos con las del conjunto y con las que las rodean, que cambian de sentido con el lugar y el tiempo, que sufren la influencia de sus usuarios, en una palabra, que son plurívocas, camaleónicas, que cambian de color según el de la piel sobre la que se posan, que contienen una multitud de significados que van vertiendo a lo largo del tiempo y el espacio y a tenor de las vivencias y los problemas y la cultura y las mil variedades de sentimientos que albergan los seres humanos.
Yo sabía todo esto y te seguí la corriente e incluso te ayudé por tu bien, por el de la poesía y también por el  mío propio.
Pues así como Hegel, citado por Julia Kristeva en su Semiótica, afirma que “cada uno no existe más que por el no ser de su otro y, por lo tanto, gracias a su otro y a su propio no ser”, de ese modo también reafirma su mismidad y su identidad el lenguaje poético frente a las pretensiones de la ciencia y de la técnica. La primera tiene como objeto ordenar teóricamente el mundo tras dividirlo en parcelas; la segunda, basándose en las conquistas de la ciencia, aplica sus resultados a la producción de artefactos, puestos al servicio de las distintas necesidades del hombre.
Pero cuando el técnico se enfrenta a un artefacto mental, empleando el mismo tratamiento y método que aplica a las máquinas, sufre el mayor desconcierto, se pierde en un laberinto, obtiene resultados azarosos e incontrolados, en una palabra, recibe un rechazo total del lenguaje poético, que equivale a la negación de su propia otreidad. Como este lenguaje especial no es lo otro (lo científico, técnico), gracias a esta negación se erige como “sí mismo”, se identifica, proclama su originalidad.
¿Qué fruto has obtenido de esta experiencia? Has descubierto el mundo de la fantasía, de la libertad, del espíritu, de la belleza, de lo bellamente inútil y útilmente bello. Como Alicia en el País de las maravillas, has traspasado el espejo y te has encontrado con casas que hablan, que ríen, que te llaman, convertidas en barcos lanzados al océano, y con oasis trasladados del desierto al centro de poblaciones ruidosas, y a eso no estabas acostumbrado. Tal vez de ahora en adelante tu vida se revista de un nuevo colorido.
  La poesía ha sido reivindicada al vencer el intento de la técnica de someterla a su dominio. Se ha sacudido de la cabeza la corona que pretende simbolizar ese dudoso honor, satisfecha con el secreto y silencioso homenaje de una reducida y devota cofradía, y yo mismo he tenido ocasión de profundizar en el hermoso mensaje que contiene ese canto de tan venerable antigüedad.
La poesía está expuesta a múltiples peligros, no solo de interpretación sino de utilización fraudulenta. Puede caer en manos de un desquiciado como Dan Brown, que, al tener conocimiento del Bicentenario de las Cortes de Cádiz, intentaría aprovecharse de la fama mundial conquistada por esta ciudad, para elegirla como escenario de su próxima novela.
 Aquí sucederían los episodios llenos de intrigas, de conspiraciones, de sabotajes, destinados a  desvelas las mentiras y ocultaciones de la Iglesia católica, y descubriría, para las convocatorias de las reuniones secretas del Priorato de Sion, que la última cuarteta del “Solar santo” reúne todos los elementos para una perfecta clave de esas citas.
La sagacidad del mismo personaje que no era capaz de reconocer mensajes escritos al revés en una lengua conocida, observa entonces que bastaría con enfatizar las palabras bajel, lucero, faro, oasis, para elaborar un mensaje coherente bajo la envoltura de un canto levítico inocente y puro: “Desembarca en el muelle de Cádiz. Desde la puerta principal de la verja gira a la derecha y atraviesa a la acera de enfrente por el primer semáforo que te encuentres. Te situarás entonces en el bar Lucero. Desde allí nos dirigiremos al restaurante el Faro y por la noche nos trasladaremos al Puerto de Santa María para concretar en el Oasis los siguientes pasos concernientes a nuestra misión.”
 Y para perfilar más el mensaje podría, con un cambio de entonación o un retintín especial, añadir otros detalles. Por ejemplo, se-re-no podría servir como clave de identificación de la persona que formaría pareja conspiratoria con la recién llegada, al ser el único cliente del bar que se encontraba sereno y sobrio.
 Pro-ce-lo-so indicaría que en el Faro no se puede mantener una conversación normal, por la agitación ruidosa del local, su apretujamiento y el peligro de chivatos próximos, capaces de destripar la operación.
 Y la condición más importante estaría encerrada en al-fom-bra-do, término casi institucionalizado, como símbolo de silencio, discreción y sigilo, en el Consejo  Supremo  del Priorato de Sion, en que se estableció, a petición de todos los varones de la orden, que a partir de entonces las reuniones secretas de parejas en reservados de salas de fiestas y discotecas, para organizar misiones de alto riesgo, no fueran las formadas por  miembros del mismo sexo, no solo por levantar sospechas en una nación no integrada del todo en el proceso de la igualdad de géneros y aceptación respetuosa de las relaciones homosexuales, sino por la discriminación negativa que suponía el tener que mojarse siempre los varones en las operaciones más peliagudas, mientras las mujeres- que, por cierto, en honor de María Magdalena adoptaban este nombre a secas o en composición con otros como Magdalena de El Rosario, Magdalena de La Gloria, Magdalena de La Palma, Magdalena de La Viña, y otros por el estilo- estaban libres de estas misiones arriesgadas. De modo que con esta sensata decisión además de los hombres se mojaría también la Magdalena de turno.
Así es como la poesía no solo se muestra reacia a desvelar sus secretos a los peritos, como tú, que se le acercan con toda su buena voluntad para interpretarla con un método inadecuado, sino a los personajes iluminados de Dan Brown que le roban una cuarteta, para utilizarla como clave de siniestras citas, bajo la máscara de un gaditano guasón que coge el teléfono para decirle a su colega: « “Mira la cuarteta que he escrito para estos carnavales, “cucha”, “cucha”.»
Tal vez estés preocupado pensando que haya hecho mella en mi consideración hacia el himno la colaboración prestada en su peritaje. Disipa toda duda, pues te prometo que de ahora en adelante a solas o formando coro cantaré el himno con mayor entusiasmo.
 Me identificaré con el niño que se unió en el patio a los demás neófitos con su maletita, el barreño de plástico para el pediluvio de los sábados, la escoba de palma  de fabricación casera comprada a Lorenzo y su nerviosismo por la incertidumbre de los  próximos acontecimientos.
No sabía entonces, como lo sé y aprecio ahora, que me iba a recibir en sus brazos una madre que me nutriría a sus pechos, la alma mater, o madre nutricia, apelativo de la Universidad, aplicable también a todo Centro que te alimenta con el manjar de la verdad, madre santa porque es trasunto de la Iglesia, concentrada en una comunidad presidida por Cristo.
 Y era Él quien me recibía, la luz que ilumina, la luz verdadera, la lux mundi, no esos sedicentes maestros exóticos de espiritualidad que andan sueltos por ahí, como  paliduchas mariposas incapaces de iluminar los caminos de la vida en manos de ciegos que guían a otros ciegos.
Habíamos llegado al santuario de la luz, la natural y la sobrenatural, en perfecta compenetración y armonía.
Es más, la misma Sabiduría en persona me recibía en su seno. Y yo tenía las mejores cartas de recomendación para revestirme de esa sabiduría y de su fuerza y de su justicia y salvación y redención. Que si San Pablo a los fieles de Corinto les infundía aliento recordándoles que pertenecían a los llamados, por ser pobres ignorantes y débiles e integrantes del pueblo sencillo, frente a sabios de este mundo, poderosos y descendientes de encumbradas familias, yo también era un ignorante ansioso de aprender y un débil muchacho, miembro de una humilde familia gaditana.
Allí estaba yo esperando una revelación, mi apocalipsis particular, como San Juan en Patmos, desde donde escribía esta frase que hasta en estampitas había de leer un día: “Estoy a tus puertas y llamo. Y si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”
Y le abrí mis puertas de par en par. Mas, como no tenía nada que ofrecerle, Él me obsequió con una revitalizante comida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida, el que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él.” Esa  sería mi comida diaria, en espera del banquete de bodas celestial. Más adelante me aleccionaría San Juan de la Cruz: “la cena que recrea y enamora”.
Re-crea porque realiza en mí un nuevo nacimiento, criatura nueva, bautismo que culmina en la Eucaristía, filiación divina confirmada en el seno del Padre. Y en-amora porque introduce en el Amor unitivo trinitario: Deus charitas est. De la Eucaristía a la Trinidad de Bernadot O.P. me iría desgranando más adelante todas las implicaciones teológicas de este insondable misterio.
Y  así un día y otro día. ¡Cuántas singladuras! Bajo la serena luz de la Stella matutina de las letanías lauretanas, o por el mar borrascoso, sobre el que viene hacia mí Jesús y me dice: “¡Ánimo! Soy yo, no temas”. Ese “soy yo” calma las tempestades, tranquiliza el corazón. Hay otro “soy yo” o “yo soy”, es decir, Yahweh, dirigido a Moisés, que los israelitas no se atrevían a pronunciar aunque lo escribieran. El primer “soy yo” resuena en mis oídos cada vez que me encuentro ante olas amenazantes; el de Moisés ante zarza ardiente le infunde pavor. El cristianismo me revela el corazón amoroso del Yahweh mosaico presente en Jesús, que los israelitas no llegaron a descubrir del todo. Y esta comparación, que asombrado descubro ahora, al Solarsanto se la debo.
Como también la aparición de la Stella maris en el mar proceloso. Es ahora San Bernardo quien me aconseja: ne avertas oculos a fulgore huius sideris, si non vis obrui procellis: no apartes los ojos del fulgor de esta estrella, si no quieres ser sepultado por la tempestad. In periculis, in angustiis, in rebus dubiis, respice stellam, voca Mariam: en los peligros, en las dificultades, en las situaciones críticas, mira a la estrella, llama a María.
¿Dónde habré leído esta hermosa homilía? ¡Ah! En la página 65 del Ars dicendi, ese horrendo libro llevado al crematorio por unos antiguos alumnos de este solar tan santo.
Entre el Solarsanto y el Oasis transcurre la romería que ahora llega a su fin. En la primera estrofa tuvo lugar la reunión de los pequeños romeros con sus equipajes y su ilusión expectante. Cada uno de los versos siguientes representa un año de mi particular peregrinaje. Ahora puedo apropiarme las palabras de Berceo:” Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado// yendo de romería caeçí en un prado// verde e bien sencido de flores bien poblado// logar cobdiciadero para omne cansado”.
No pretendo profanar una estrofa que simboliza el Edén con la Virgen María como “prado verde y sencido”, esto es virginal, ‘sin tocar, regar ni labrar’, descanso seguro para el hombre cansado y devoto que espera retornar por su mediación al verdadero Edén.
Para un joven de veinte años el oasis era un “hortus clausus” o jardín interior y secreto, en el que se encerraba a meditar sobre pequeños acontecimientos de su último año, pródigo en sorpresas.
Si Scarllet O’Hara, mujer valiente e impetuosa, aplazaba lamentaciones de infortunios pasados enarbolando la bandera del “mañana lloraré”, ese joven sangregorda y cachazudo aplazaba juicios precipitados, anotando mentalmente en su agenda una fórmula inspirada en la aguerrida protagonista de “Lo que el viento se llevó”, para simbolizar a sensu contrario lo que esperaba que el viento se llevara provisionalmente: “mañana reiré”.
Así pues, cuando en un mes de mayo, atípico hasta esos momentos, se nos brindaba una lectura espiritual extraída de un misterioso libro del año de la pía, el cual, a juicio de los que lo habían visto, se asemejaba a un mutilado de la Guerra de los Treinta años, lleno de andrajosos vendajes y heridas mal cicatrizadas, con enigmáticos mensajes a manera de propósito, tales como “ Hacer una peregrinación al Santuario de Loreto”, no daba crédito a mis oídos y me reservaba el juicio, arropado en mi lema salvador: “mañana reiré”.
En un mes en que proliferaban los altarcitos de la Virgen en pasillos y rellanos de la escalera desde el primer piso al último, con sus flores e imaginativos adornos, me encerraba en mi jardín interior, en el que organizaba sin testigos de vista una especie de máster para camaristas de la Virgen, y volvía a mi agenda: “mañana reiré”.
No paraba ahí la cosa. Yo creía entonces que la invitación de Jesús “venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso” (Mt. 11, 28) y su juicio sobre los fariseos, que “atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente” (Ib. 23, 4) podrían tener  aplicación en un mes tan próximo a los exámenes, para no interrumpir el estudio, la comida, el recreo, en lugar de organizar  veinticuatro horas (no recuerdo si se respetaron las horas de sueño) de acompañamiento a la imagen de la Virgen de un altarcito instalado en la capilla junto al púlpito.
Se repartía a los alumnos por parejas, que se relevarían cada media hora. Estabas en la sala de estudios. Al acercarse la media hora asignada, tenías que correr a la habitación para revestirte de sobrepelliz, bajar las escaleras con el zapateo atronador inevitable, pero anunciador del relevo para la pareja arrodillada  ante el altar. La nueva pareja se colocaba en la puerta del fondo de la capilla. Allí recomponía su exterior e interior para evitar risitas indiscretas.
 Recuerdo perfectamente cuál era mi pareja: la primera que encontré en el patio a mi llegada. –“¿De dónde eres?”- “Yo de La Línea ¿y tú?”- “Yo, de Cádiz”. Y empezamos el desfile con acompasados pasos tal como las novias  de las películas americanas y su corte de damas de honor: un paso con el derecho y juntar los pies, otro paso con el derecho y la misma faena, para que diera tiempo a cantar la única estrofa: “Venid y vamos todos con flores a María, con flores a porfía…”
 Piensa, alma cristiana, en lo que estás diciendo. ¿Dónde están las flores? ¿Dónde están “todos”, si solo estáis dos? ¿Con quién vas a porfiar si tú llevas más flores que él o él más que tú? Hacemos la genuflexión ante el sagrario, giro a  la derecha y nos arrodillamos ante la Virgen hasta que llegue a nuestros oídos el estruendoso zapateado de la pareja relevante. Otra muesca en el revólver de mi agenda invisible: “mañana reiré”.
¿Y los rosarios de la Aurora de laberíntico recorrido por todo el edificio? “Es María la Blanca Paloma, que ha venido a España en carne mortal…” ¿Preparación para el camino del Rocío al frente de la inexistente hermandad gaditana? Misterios sin resolver. Por mi parte, prudencia y discreción, no sea que me vea un día con los almonteños saltando la verja. Hoy la agenda permanece inédita.
Pero no perdamos la esperanza: queda parte del mes de junio. Estamos en el año 1951. ¡Albricias! El Corpus cae el 24 de mayo. Las vacaciones se iniciarán probablemente  a mediados de mes. Hay tiempo para un Corpus chiquito en el interior del Seminario y para una novena en honor de San Luis Gonzaga. De lo último soy testigo privilegiado porque fui protagonista de un episodio singular.
Como capiller estaba una noche delante del altarcito instalado junto al altar fijo, en el lado de la epístola. Me separaban dos pasos de la imagen del santo, que portaba un lirio en la mano y se cubría los hombros con unos tules simétricamente dispuestos. Y ahí residía el problema: que, al término de un día de entradas y salidas de la capilla, debía recomponer la figura del santo, distribuir los pliegues de su manto y enderezar el lirio. Gesticulaba yo creyendo que estaba solo, cuando oí a mis espaldas una voz inconfundible que  decía: “No te das trazas, no te das trazas, y has de ser tú quien enseñes a los sacristanes.”
Ni siquiera volví la cara. Me imaginé impartiendo lecciones a sacristanes y monaguillos, y me sentí penetrado de una compasión infinita hacia ellos. Esa noche sí estampé en la agenda interior con letras de fuego “mañana reiré”, pues estaba seguro de que nadie que me conociera colaboraría en la extinción del gremio de los sacristanes.
De que en ese año tuviera lugar la escena que voy a dibujar someramente, tengo mis dudas. Pero la escena es real. Invitaron para una procesión del Santísimo, con el recorrido utilizado para rosarios de la aurora y viacrucis, al canónigo más bajito y endeble de todo el cabildo catedralicio, al que colocaron encima la  capa pluvial más recamada, lujosa y pesada del vestuario. Tras el inicio del Pangue lengua partió la procesión presidida por el oficiante, que portaba la custodia  más valiosa, más pesada y más grande que había en la sacristía.
Verlo subir y bajar escaleras en esa situación no era un espectáculo que inspirara risa sino lástima. Yo no sé si aquel muchacho veinteañero escribiría en su célebre agenda “mañana reiré” o “mañana lloraré”, pero comprendo que entre tantos rosarios de la aurora, viacrucis, procesiones, misas solemnes dominicales perfumadas con el olor a incienso desprendido de los turiferarios y rociadas con agua bendita al ritmo marcado por hisopos de plata repujada, se viera tentado a considerar como una megalomanía litúrgica nostálgica ese afán de trasladar solemnes ceremonias y manifestaciones públicas de fe y devoción a un recinto con una superficie destinada al culto proporcionalmente igual a la ocupada por la sacristía de una grandiosa iglesia parroquial con aspecto catedralicio.
De todas formas, al término de este pequeño itinerario retrospectivo, me uno a él para entonar esa antífona penitencial tantas veces cantada durante nuestras dos vidas: Asperges me, Domine, hyssopo et mundabor:  lavabis me et super nivem dealbabor:  Rocíame, Señor, con el hisopo y quedaré limpio // lávame y quedaré más blanco que la nieve.
Purificado ya, mi pericial colega, me dispongo a terminar este informe, aplicando a tus cuitas y resquemores el bálsamo tranquilizador de mi leal consejo. Estás preocupado pensando que en el curso de tu labor hayas podido herir susceptibilidades con alguna chanza o broma intercalada en tus observaciones. Pues bien, atiende a mis palabras.
Los moralistas escolásticos, tildados con frecuencia de oscurantistas y aguafiestas, se cuidaron muy mucho de que las bromas y ocurrencias que los humanos expresaban de palabra en reuniones y saraos o simplemente en el descanso o tregua de su trabajo o fatigoso estudio, estuvieran orientadas por los principios de la moral católica, no sólo negativamente, para evitar los pecados de maledicencia o chocarrería, sino con el fin de que fueran una forma de ejercitar la virtud.
Veían aspectos positivos en lo que se llamaría con el tiempo función lúdica del lenguaje. Solo necesitaban ubicar la virtud moderadora de esa actividad en alguna de las cuatro virtudes cardinales. Y encontraron en la templanza el cobijo ideal para esa divertida virtud. A ella, pues, la anexionaron en compañía de otras virtudes  que ostentaban el mismo apelativo latino: virtutes annexae.
Pero a este nombre genérico había que añadir un nombre propio, y lo hallaron con el auxilio de la denostada lengua griega: eutrapelia. ¿Por qué ese nombre? Porque en su etimología expresaba la función benefactora de esta humilde virtud: aportar unas gotitas de placer inocente a los humanos agobiados por el trabajo, el estudio, las preocupaciones de la vida diaria. Sin gastarse un maravedí con solo el uso de la palabra distribuían alegría y alivio entre sus semejantes.
Se cogía una frase y se la echaba a andar. Iba ella muy formalita por un camino previsible y más adivinado cuantos más pasos daba, cuando de pronto un inoportuno traspiés la hacía caer, quedaba despatarrada, descompuesta su figura, en una postura embarazosa, pero afortunadamente ilesa, de tal modo que ella misma se levantaba por su propio pie, se alisaba la falda, la limpiaba del polvo y riendo exclamaba:” ¡Qué caída tan tonta me he dado!” Reían con ella los oyentes y todo el grupo era feliz por unos momentos. Nadie había sido dañado en su honor, ni zaherido con burlas alusivas a defectos físicos o morales, no se habían pronunciado palabras obscenas ni se había faltado al decoro con actitudes o gestos impropios de la dignidad, oficio y  nivel social de hablantes y oyentes, y por si fuera poco, se había ejercitado una virtud de enorme utilidad social.
 Cualquiera de los tertulianos podía presentarse en su casa con la sonrisa en los labios y decir a su mujer: “Lo que nos hemos reído en la peña de cazadores con Pepito. ¡Tiene unas ocurrencias!” A  lo que puede replicar su esposa: “¿Con Pepito? Y ¿con eutrapelia?” “Sí, respondería él para tranquilizarla, por supuesto, con eutrapelia”. Y ella: “Más vale así, Eulogio, más vale así.”
De modo que, cuando has realizado esas piruetas verbales, esos juegos de palabras que han sorprendido gratamente a los presentes, te ha pasado como al burgués gentilhombre de Molière, que llevaba años hablando en prosa sin saberlo, y tú has ejercitado la virtud sin conocerla. ¿No te parece fantástico?
Otra cosa hubiera sido si, como explica Henri Bergson en su libro La risa, se hubiera producido lo que él llama un descarrilamiento mental aplicado más a hechos que a palabras. Hubiera surgido la risotada, el descajonamiento sin freno, fuera del cajón de la moderación y la templanza, a calzón quitado. Un desenfreno, vaya. Pero tú, no. Tú sigues la moral católica hasta en los chistes. Enhorabuena. Ya estás tranquilo.
Y ahora te voy a pedir un  favor. Como tratas a tanta gente, de todas las clases sociales, haz el favor, como quien no quiere la cosa, de mencionarle a Timothy Kelly. Escribe el nombre. Aunque sea el Obispo, aunque sea el Papa. Es un libro estupendo que haciendo clic en ese nombre se encuentra en Internet. Una tesis doctoral de 2010, defendida en Friburgo, que trata de la relación Cristo-Iglesia en Cirilo de Alejandría, Santo Tomás y Matías Scheeben. He terminado de traducir la primera parte y estoy deseando entrar en la segunda. Ya sabes ”Pues yo tengo un cliente que lee a Timoteo Kelly. Está encantado”. Un abrazo.

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Este informe me ha tranquilizado  por completo, hasta el punto de que estoy dispuesto a revelar mi identidad. Me llamo Pedro y, si hubiera vivido en épocas pasadas, podría llamarme Pero. Y en ese caso, adoptando un tipo alternativo de diminutivo, en vez de Perico, que sigue usándose, podría llamarme Perito, nombre indicativo de mi oficio. En compensación mi apellido tiene asombroso parecido con la labor que acabo de realizar. Se despide de Vds. 

Pedrito del Solar