Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

viernes, 19 de septiembre de 2008

JUAN GARCÍA DEL CASTILLO


José Antonio Hernández Guerrero

Juan, para situarse ante el mundo, para interpretar sus significados y para darnos a entender de una manera clara y sencilla su propia concepción de la vida humana, emplea tres procedimientos que, como es natural, constituyen las expresiones directas de los rasgos caracterizadores de su singular personalidad: la conversación, el humor y la música.

Hablando, dice él, se entiende la gente, pero añade que, para hablar, hemos de escuchar, pensar y actuar. Por esta razón, sus palabras son respuestas, reflexiones y hechos. Él, a partir de su dilatada experiencia, ha llegado a la conclusión de que sólo atendemos aquellos discursos que responden a nuestras cuestiones personales: esas que afectan a nuestro cuerpo o a nuestro espíritu, a nuestra familia o a nuestros amigos, a nuestro pasado, a nuestro presente y a nuestro futuro inmediato.

Por eso él evita todos aquellos temas que, por estar situados excesivamente lejos de nuestros intereses, no despiertan interés alguno.

Por eso le aburren tanto esas elucubraciones filosóficas o teológicas que, cuanto más profundas o elevadas pretenden ser, más se alejan de esta tierra tan árida, de este mar tan movido y de este cielo tan amenazante.

La fina ironía de Juan es su forma peculiar de mostrar con amabilidad su disconformidad, y de responder con cortesía a aquellas propuestas que contradicen sus propias experiencias. Él está convencido de que los mensajes importantes se transmiten, sobre todo, con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos. Estamos de acuerdo contigo –querido amigo- en que cualquier palabra, como, por ejemplo, “gordo”, “bonito”, “abuelo”, “parienta” o, incluso, “hijo puta”, puede sonar a piropo o a injuria, dependiendo del tono con el que la pronunciemos.

Por esta razón Juan evita, en lo posible, el tono irritado, las miradas violentas y las muecas crispadas; por esta razón suaviza sus palabras; por eso, quizás, le fastidian tanto los sermones de los sacerdotes, pastores y mujaidines, de los maestros, de los profesores y de los pedagogos y, sobre todo, las fervorosas declaraciones de los políticos, de los periodistas, de los comunicadores y de los demás ciudadanos que, en cualquier profesión, se sienten inflamados por un irresistible celo “apostólico”, se esfuerzan de manera permanente para que todos los demás nos convirtamos a su manera personal de pensar y de vivir. Juan huye sin disimulo de aquellos que, con tono vehemente y con rostro crispado, se lamentan de lo mal que va el mundo y de los peligros que, por todas partes, nos acechan.

Pero, en mi opinión, el rasgo que mejor caracteriza a Juan es su profundo sentido del ritmo y su intenso sentimiento musical. Hasta qué punto lleva dentro de sí a un músico lo demuestra el hecho de que, cuando advertimos que no está atado a la guitarra, recibimos la impresión de que su imagen visual está incompleta. Si lo observamos con atención, llegamos a la conclusión de que toda su vida está impregnada de referencias, de motivos y de estructuras musicales.