Foto: Plaza Alta (Algeciras)
S A N B A R T O L O M E 6 3. G E N T E

sábado, 4 de octubre de 2008

PERFIL SEMANAL

Enrique de Castro

José Antonio Hernández Guerrero

Enrique es una de esas personas que nos sorprenden por su naturalidad y uno de esos curas que nos llaman la atención por la claridad con la que explican y aplican las enseñanzas fundamentales del Evangelio. A veces, incluso, nos escandaliza por su manera descarada de vivir las Bienaventuranzas. A los que estamos acostumbrados a que los obispos y los sacerdotes expresen la dignidad de sus funciones sagradas por la distinción en su manera de vestir, por la unción en su forma de hablar y por la gravedad de sus controlados movimientos, nos asombra que sus actitudes y sus comportamientos no se diferencien de los de las personas normales. ¿Por qué, me pregunto, nos molestan tanto esas maneras tan directas de señalar los problemas sociales, esas formas tan claras de denunciar sus raíces y esos modos tan tajantes de proponer soluciones? Sin ánimo de simplificar las complejas razones de esas reacciones de rechazo ni, mucho menos, de generalizarlas, me permito aventurar la hipótesis de que las raíces de nuestro enfado radique en la desazón que provocan los cambios y, sobre todo, en el disgusto que generan las conductas que descubren nuestra hipocresía y que denuncian nuestras incoherencias.
Enrique –que, en busca de autenticidad, profundiza en los fundamentos sin caer en el fanatismo ni en la intolerancia- está convencido de que el Evangelio no sólo es un contenido, sino también un estilo. Por eso se esfuerza en sustituir todos los símbolos de poder, de dominio, de grandeza, de dignidad, de lujo, de importancia, de brillo y de riqueza; por eso prefiere vivir junto a las personas marginadas; por eso reemplaza los términos abstractos como "salvación", "abnegación" o "esperanza", por palabras concretas; por eso nos habla de los parados, del sueldo injusto, de la vivienda insuficiente, de los drogadictos o de los inmigrantes.
Su sencillez evangéli­ca nos revela más al sacerdote acompañante que al clérigo apartado, más al hermano que al padre, más al amigo que al compañero. Su calidad humana y su autenticidad evangélica se ponen de manifiesto, sobre todo, en las actuales condiciones de la vida de una sociedad en las que los comportamientos sacerdotales, por carecer de pautas diferenciadas del resto de los mortales, son azarosos y están libres de las trabas que, en otros tiempos, conferían seguridades y, posiblemente, tranquilidad.
Enrique ilumina y alimenta nuestra esperanza porque nos proporciona un modelo de cura más cercano, franco y amigable, y menos autoritario, metafísico y angelical: su teología, su moral y su liturgia son menos técnicas y más practicadas: nos propone un estilo de ese creyente que explica su fe cristiana, más que con palabras, con su acercamiento a esas minorías de marginados que, en realidad, son mayoría.

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