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miércoles, 29 de septiembre de 2021

 JOSÉ  ANT. HERNÁNDEZ  2018 Y 2017



martes, 1 de mayo de 2018

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Etiquetas: José Antonio Hernández

domingo, 15 de abril de 2018

El humor incontrolado perjudica al destinatario, al tema e, incluso, al que lo utiliza.

 

Nota previa: Por razones estrictamente personales suspendo mis colaboraciones hasta nuevo aviso. Cordialmente, José Antonio

 

 

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Según afirman algunos psicólogos sociales, en cada grupo constituido por, al menos, cuatro personas, suele haber un miembro que encarna el papel de “gracioso”. Es el que a todo le saca punta; es el que ironiza, ridiculiza y, en expresión más vulgar, “se cachondea” de todo lo humano y lo divino. Se siente en la obligación de hacernos reír para aliviarnos del peso de los asuntos serios, para disminuir nuestras preocupaciones y nuestros temores, pero, a veces, sólo actúa impulsado por la necesidad de llamar la atención o de disimular sus problemas familiares o sus fracasos profesionales. El procedimiento que suelen usar es el de cambiar de significado a las palabras, descontextualizar los episodios y, sobre todo, exagerar los comportamientos.

 

Aunque es cierto que el humor constituye un recurso que se ha empleado de forma interrumpida en los diferentes lenguajes artísticos y, de manera más intensa, en la literatura, no sólo con la intención de divertir, sino también con el fin de educar, también es verdad que, si no se emplea de manera controlada, puede hacer un daño notable al destinatario, al objeto e, incluso, al sujeto que la utiliza.

 

El humor es uno de esos condimentos que, si no lo administramos con cuidado y se nos va la mano, estropea cualquier menú elaborado con delicados manjares. Recuerden que la palabra “sátira” se deriva del latín satura, ‘mezcla’ o ‘plato colmado’, y se relaciona con el adverbio satis, también latino, que significa ‘bastante’. Por eso todos los autores clásicos siguiendo a Horacio aconsejan la mesura, la prudencia e, incluso, la sobriedad en el uso de las “gracias”, de la misma manera que en el empleo de la sal, de la pimienta y del vinagre. Él era un satírico sereno, que prefería comentar "con una sonrisa", sobre todo, los excesos sexuales y las conductas groseras. En contraste con su amable burla encontramos el humor cáustico de su contemporáneo Juvenal, quien, a través de 16 sátiras en verso, fustiga los vicios de la sociedad urbana de Roma y los opone a la tranquilidad y a la honradez de la vida campesina.

El abuso de este eficaz procedimiento psicológico que cumple la función de aligerar el peso de las ocupaciones cotidianas, aliviar la intensidad de las presiones psicológicas y relajar la tensión de los conflictos sociales hace que llegue a ser una desagradable tortura: el lenitivo, el analgésico o el euforizante se convierten en perniciosa y desagradable droga.

 

Si no usamos el humor de manera controlada, corremos el peligro de banalizar las cuestiones importantes, desdramatizar los episodios dramáticos y desacralizar hechos sagrados. Su abuso, por lo tanto, tiene unas consecuencias negativas porque disuelve, destruye y, a veces, aniquila. Es una herramienta de precisión que hemos de manejar con habilidad y con tacto porque, de lo contrario, se convierte en arma mortífera; es una medicina que, si no la dosificamos, nos envenena.

 

Por eso hemos de librarnos de los graciosos, porque, con sus bromas permanentes e inoportunas, desgracian empresas nobles logradas tras denodados esfuerzos, ridiculizan gestos dignos que enaltecen a los seres humanos, trivializar principios morales en los que se apoyan el crecimiento humano, el progreso social, la convivencia pacífica y, en resumen, el bienestar personal y colectivo. Reírse, por ejemplo, de los que, por tomar en serio la vida, entregan su tiempo a mejorar las condiciones de la existencia de los que sufren es una aberración, pero mucho más perverso es, sin duda, hacer chistes fáciles a costa de los seres humanos que padecen deformaciones corporales o trastornos psicológicos. ¿No es verdad que el humor, a veces, es una manera burda o sutil de hacer daño a las personas más indefensas?

 

 

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Etiquetas: José Antonio Hernández

sábado, 7 de abril de 2018

Los buenos y, sobre todo, los que ejercemos el oficio de la bondad también somos peligrosos

 

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Lo malo de los buenos es cuando se lo creen ellos mismos e intentan, por todos los medios, persuadirnos a los demás de que lo son: cuando, para demostrarlo, se suben por su cuenta en un altar y, en vez de pasear, procesionan por nuestra calles meciéndose a un lado y a otro, como si -hieráticos, solemnes y ceremoniosos- fueran encaramados en un paso de nuestra Semana Santa. Convencidos de su indiscutible bondad, sienten la ineludible responsabilidad de servirnos de modelos de identidad, y contraen la honrosa obligación de dictarnos lecciones de moral y de buenas costumbres. Y es que, efectivamente, algunos conciudadanos ejercen estas tareas como si fueran los “buenos profesionales” o los “santos oficiales” y, por lo tanto, contraen la apremiante obligación de dedicar su tiempo a explicarnos con sus palabras y con sus obras la bondad de sus eminentes bondades.

 

Como es natural, todos sus consejos están impulsados por el noble afán de hacernos el bien, de ayudarnos a alcanzar la felicidad y, en la medida de sus posibilidades, a lograr un mundo mejor en el que no campeen por su respeto la maldad, la mentira, la codicia, el orgullo, la envidia, la lujuria ni todas los demás vicios del alma y del cuerpo. No crean, ni mucho menos que estos “buenos profesionales” sólo surgen en las tierras benditas de los conventos religiosos sino que, también proliferan en las arenas de los partidos aconfesionales e, incluso, en las rocas escarpadas en las que se libran las luchas sociales, económicas y políticas. Pero, en mi opinión, el terreno más propicio para que broten estos prototipos egregios de la bondad es el de los medios de comunicación; es aquí donde, en la actualidad, mejor resuenan las voces y los gestos de quienes, creyéndonos perfectos, lanzamos nuestros dardos contra aquellos que, situados a nuestra derecha o a nuestra izquierda, arriba o abajo, nos son capaces de aceptar nuestros principios ni nuestras normas de conducta.

 

También es verdad que esta misión tan delicada, a algunos les resulta dura ya que sufren intensamente al comprobar cómo muchos -desaprensivos, insensibles o, quizás, perversos- no valoran sus excelentes comportamientos ni secundan sus atinados consejos. Por eso tropiezan con serias dificultades para ser, además de buenos, amables, comprensivos y tolerantes; por eso, por muchos esfuerzos que hacen para adoptar expresiones beatíficas, no siempre son capaces de disimular la acritud del vinagre con el que condimentan los sustanciosos platos que nos proponen para que los probemos.

 

Es posible que, si de vez en cuando, nos descubrieran con naturalidad algunas de sus grietas por las que pudiéramos percibir algunos de sus fallos humanos, ellos se sentirían más relajados y nosotros también menos distanciados. No podemos olvidar que, si la perfección y la excelencia nos producen admiración, las imperfecciones -si son asumidas con humildad- nos inspiran respeto, comprensión y, a veces, cariño. Recordemos que, cuando afirmamos coloquialmente que un personaje es “muy humano”, estamos valorando positivamente los inevitables defectos y las reiteradas caídas de quienes constituyen nuestros espejos. Humano es, por ejemplo, quien, de vez en cuando, se equivoca en los cálculos, quien ante los peligros siente miedo, quien se cansa de trabajar y de correr, quien llora en las desgracias o quien se queja del calor en el verano o del frío en el invierno. Cuando la bondad se convierte en perfección puede perder muchos de sus atractivos y resultarnos molesta. En vez de alimentarnos, puede indigestarnos.

 

 

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Etiquetas: José Antonio Hernández

domingo, 1 de abril de 2018

Hay que ver lo atrevidos que somos los torpes y los ignorantes

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Si es arriesgado dejar el poder en manos de los que carecen de conciencia, más peligroso resulta confiárselo a los inconscientes, a los ignorantes y a los torpes. Todos comprendemos el daño que puede causar un gobernante inmoral, un “poderoso” que carece de principios y de criterios éticos, un “mandamás” que, en la práctica, ignora la diferencia que existe entre la bondad y la maldad y, que en consecuencia, desprecia los valores y no experimenta preocupación alguna a la hora de orientar su vida. El inmoral, el sinvergüenza o el desvergonzado son unos “caraduras” que, con la mayor tranquilidad del mundo, se saltan las barreras y desbordan los cauces; son unos “frescales” que, en sus comportamientos, prescinden de los criterios éticos, no tienen en cuenta la leyes morales, actúan en contra de los dictados de las normas que prescriben hacer el bien y evitar el mal. Pero, si son listos, procuran disimular sus atropellos o, al menos, justificarlos.

 

El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu; conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que, alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven. Los torpes y los ignorantes no saben quiénes son ellos ni quiénes son los demás con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados, en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.

 

Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, es ambicioso y se empeña en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos políticos y, no digamos, cuando logra encaramarse en un puesto de mando porque, entonces, se olvida de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventa nobles antepasados y se identifica hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quien está tratando?, suele preguntar si alguien le indica que guarde su turno o que cumpla con las normas elementales de ciudadanía.

 

 

 Pero corren aún mayor peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos, en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada. Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone, porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.

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sábado, 24 de marzo de 2018

Hemos de encauzar a los poderosos para evitar sus desbordamientos

 

                                                             José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque, dicho de una manera tan clara, nos puede resultar un juicio exagerado y sorprendente, lo cierto es que la ciencia, el arte, la economía e, incluso, la política, si las abandonamos a sus propias leyes, pueden resultar unas fuerzas destructoras: pueden ser homicidas y suicidas. Con esta afirmación tan tajante no sólo reconozco el hecho histórico tan repetido y tan lamentable de la existencia de científicos, de artistas, de economistas y de políticos que han utilizado sus respectivos poderes para destruir y para hacer daño, sino que, además, advierto que, por exigencias de su propia naturaleza, las fuerzas científicas, artísticas, económicas y políticas -todas fuerzas brutas- tienden a crecer y, en consecuencia, a destruir, a aprovecharse avariciosamente de los seres más débiles que encuentran a su paso. Ésta es la ley natural, la ley de la selva, la ley del más fuerte. La historia inhumana de la humanidad está plagada -como todos sabemos- de científicos crueles, de artistas perversos, de economistas ambiciosos y de políticos criminales.

 

En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.

 

El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar famas, romper familias, destruir pueblos.

 

Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo, a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado pruebas irrefutables de sensibilidad moral.

 

 

En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando, además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal. 

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domingo, 18 de marzo de 2018

 

 

 

 

El rencor como arma política

José Antonio Hernández Guerrero

Entre los problemas más graves que la sociedad española tiene planteados en la actualidad destaca, a mi juicio, la creciente extensión y la progresiva intensidad que está alcanzando el rencor, un virus letal que, alimentado por los discursos crispados de los responsables políticos y amplificado por la megafonía de los medios de comunicación, infesta el clima de convivencia ciudadana. Lo peor de esta grave epidemia social es la rapidez con la que se propaga y, sobre todo, las nefastas consecuencias que arrastra en los diferentes ámbitos de la vida individual y colectiva de muchos de nuestros conciudadanos.

 

Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada, que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente, han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren a sus adversarios.

Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como sinónimo de “violencia”.

No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que, de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.

 

¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad, la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario? ¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan, injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen los políticos?

 

 

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domingo, 31 de diciembre de 2017

Fallece Juan Piña Batista, párroco de El Rosario y profesor de la UCA

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     José Antonio Hernández Guerrero

Confieso que me resulta difícil precisar el rasgo más caracterizador del perfil humano, profesional y sacerdotal de Juan Piña Batista, un hombre plenamente consciente del momento histórico, de la situación eclesial y del contexto sociológico en los que ha desarrollado sus diferentes trabajos pastorales y profesionales. Ha sido un creyente que ha vivido su fe de manera coherente, un profesor universitario que ha desarrollado eficientemente las tareas docentes, investigadoras y de gestión en la Universidad de Cádiz, y un sacerdote esperanzado que ha ejercido con ilusión su ministerio en diversos organismos diocesanos y en varias parroquias. Cursó los Estudios Eclesiásticos en el Centro interdiocesano de Sevilla, Catequesis en la Universidad Salesiana de Roma y alcanzó el grado de Doctor en Psicología en la Universidad de Cádiz. Fue Párroco  en San Juan de Dios de Ceuta, del Santo Cristo, en San Fernando, de Santo Tomás y El Rosario en Cádiz, Director del Secretariado de Misiones y del de Ecumenismo, Vicario Episcopal de la zona de la Bahía, miembro del Consejo del Presbiterio y profesor de Religión del Colegio del Amor de Dios y de la Facultad de Ciencias de la Educación donde también ejerció como Vicedecano. Siempre atento a las necesidades de los alumnos y de los feligreses, orientó sus múltiples tareas siguiendo las pautas fundamentales del Evangelio y los dictados de su propia conciencia.

Durante los últimos meses, mediante su serena manera de sobrellevar la enfermedad, nos ha mostrado el grado de su densidad humana y la altura de su talla espiritual. Tras mirar a los ojos de la enfermedad y de reconocerla como la mensajera de la muerte, decidió convivir con ella sin culparla del mensaje que le traía. Siguió su vida enredado en las terapias prescritas pero, también, sabiendo burlar el cerco, trabajando en las tareas pastorales y profesionales a las que se había comprometido. Durante todo su rico y variado itinerario vital nos ha mostrado su notable capacidad para encajar las adversidades, su paciencia, su entereza, su constancia y su firmeza en sus profundas convicciones evangélicas. Ejerció su trabajo con serena disposición y, en ningún momento, desmereció de su espíritu crítico.

Su vida y su muerte nos ofrecen una visión esperanzadora para los hombres y para las mujeres que aquí se han esforzado por la noble, por la difícil y por la imprescindible tarea de la enseñanza. Su entera existencia nos ha proporcionado esa otra visión positiva de un más allá que empieza aquí, en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, en el amor fraterno, en la esperanza compartida. El profesor Juan Piña constituye la demostración visible de que el ejercicio de la enseñanza -compatible con las labores sacerdotales- es una tarea que, además de favorecer el cultivo de las ciencias, de las letras y de las artes, ayuda de manera eficiente a “vivir la vida” en el más amplio e intenso sentido de esta expresión. Su trayectoria docente e investigadora, orientada por su lúcida inteligencia, por su fina sensibilidad y por su seriedad profesional, le ha servido como papel pautado sobre el que ha plasmado los rasgos que adornan a los profesores creyentes que, además de profesionales, son seres humanos y humanistas.

 

 Cumplió con sus múltiples obligaciones con la naturalidad que le era congénita y, en las diferentes situaciones, se  entregó con intensidad a los fieles y a sus alumnos. Apoyado en convicciones profundas, la calidad y la claridad de sus conceptos, el rigor de sus modelos científicos, éticos y religiosos, y la transparencia de su lenguaje, fueron permanentes invitaciones para que uniéramos el trabajo y la vida, para que buscáramos sin desmayo la verdad posible y para que optáramos con decisión por los valores trascendentes. Con su madre, hermanos y hermanas, somos muchos los que nos sentimos apenados. Que descanse en paz.

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miércoles, 27 de diciembre de 2017

Sortear la vejez y vivir la ancianidad

 

 

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva oportunidad para que re-novemos nuestro propósitos de cambiar, mejorar, crecer y vivir nuestras vidas de una más nueva.

 

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miércoles, 13 de diciembre de 2017

Felicidades

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La Navidad cristiana, mezcla de realismo y de idealismo, de cosas sencillas y de episodios hermosos, nos transmite unas nuevas ganas de ser más buenos y unos sinceros deseos de amistad, de respeto y de generosidad. La sencillez de lo cotidiano, simbolizada de esta manera tan bella, nos descubre, con una singular fuerza comunicativa, las justas dimensiones de la vida. Para calar en la profundidad de estos sentidos, hemos de estar atentos y recordar –“revivir”- aquellas vivencias hondas que nos ayudan –ahora que seguimos siendo pequeños- a acompañarnos, a respetarnos, a comprendernos y a acogernos, esas experiencias que nos proporcionan alegría y nos enseñan a “sentir los sentimientos”, a saber qué es el frío, a palpar qué son los miedos, a soltar nuevos suspiros, a darnos aliento y a querernos.Felicidades, un beso. José Antonio

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domingo, 18 de junio de 2017

64 - Silencio saludable

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Con el fin de contribuir en el logro de ese “saludable silencio” que, en reiteradas ocasiones he propuesto, y con la intención de colaborar para mitigar esos ruidos atronadores que tanto nos espantan y esas permanentes cantinelas que tanto nos aburren, he decidido suprimir estos artículos semanales hasta, quizás, el comienzo del nuevo curso.

He llegado a la conclusión de que este silencio nos puede servir -aún más que las benévolas palabras- para serenar nuestros ánimos, para tranquilizar nuestras conciencias, para infundirnos esperanzas, para controlar los temores y, en resumen, para estimular las ganas de vivir apaciblemente. Estoy convencido de que este apagón tendrá unos saludables efectos, al menos, simbólicos. Será una terapia que nos limpiará el corazón de humores y nos purificará la sangre de esos virus contagiosos que envenenan la convivencia social y que, a veces, agrian el bienestar familiar. Servirá, al menos, para que seamos conscientes de que la saturación de palabras hirientes, petulantes o vanas, nos agobia, nos irrita y nos empacha hasta, a veces, hacernos vomitar.

 

Es posible que este tiempo de silencio nos sirva para ahorrar energías, para leer con mayor tranquilidad otros artículos más profundos, interesantes y divertidos, para escuchar plácidamente música o para releer con fruición algunos de esos libros que, en nuestra juventud, nos distraían. Ya verán cómo nos resuenan de otra manera y, quizás, hasta nos hacen soñar. Podemos emplearlo también en conversar con nuestra pareja, con nuestros hijos y con nuestros amigos, pero, probablemente, el mejor resultado de este tiempo de silencio será un lavado de la contaminación acústica que favorezca la reflexión, el descanso o, simplemente, que nos ayude a mantener la mente en blanco para disminuir el estrés y para ahorrar esas energías que necesitamos para otras tareas más importantes y más gratificantes.  

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lunes, 12 de junio de 2017

El cuerpo

 

 

 

                   José Antonio Hernández Guerrero

   

A lo largo de la historia de nuestra civilización occidental, el cuerpo y el alma se han considerado, alternativamente, como amigos inseparables y como enemigos irreconciliables. Recordemos que los filósofos presocráticos afirmaban que el alma estaba alojada en el cuerpo como en un destierro, encerrada como en una prisión o enterrada como en un sepulcro. Es cierto también que, en la tradición cristiana, junto a la tesis apoyada en las palabras del apóstol Pablo, que venera el cuerpo  como templo del Espíritu Santo, ha existido una corriente ascética que ha despreciado y maltratado el cuerpo, considerándolo como ocasión de pecados y como fuente de vicios.

En la actualidad, tras las reflexiones desarrolladas por los pensadores que han intentado superar la dualidad entre la mente y el cuerpo, ya apuntada por los griegos, se acepta comúnmente que el cuerpo no es sólo la envoltura de la persona humana, sino un elemento constitutivo de su personalidad; no sólo el sustento biológico, sino también un factor determinante del perfil psicológico y un cauce inevitable para la integración social: el cuerpo hace posible y, en cierta medida, determina el pensamiento, el lenguaje y los sentimientos. Podemos concluir afirmando, incluso, que el cultivo del cuerpo es la senda indispensable para la educación del espíritu. El bienestar humano -tanto el personal como el colectivo- parte necesariamente de la buena forma del cuerpo y del equilibrio de la mente. Si el cansancio, la fiebre o el dolor repercuten en el estado de ánimo, el ansia, el estrés y las preocupaciones, influyen negativamente sobre el funcionamiento de los órganos corporales. Pero es que, además, el cuerpo expresa, de manera directa, lo que la persona piensa, siente, desea, teme, ama y odia.

Ya resulta un lugar común afirmar que el cuerpo constituye la mejor definición de nuestra personalidad. Declara, de manera directa, no sólo nuestro estado físico sino también nuestra salud mental: nuestro equilibrio psicológico, nuestras ansiedades, nuestras aspiraciones y nuestras frustraciones. Es el termómetro más fiel de nuestro bienestar. Consideramos, por lo tanto, que es un error grave adiestrar el cuerpo para que, paradójicamente, sirva como escudo que nos proteja de la posible comunicación e, incluso, como blindaje que nos defienda de nuestros fantasmas interiores. Las raíces profundas de este bloqueo, localizadas en una educación errónea durante la niñez de algunas personas, han desarrollado un sistema automático de desconexión tan potente que, cuando sienten alguna sensación agradable, automáticamente cierran las ventanas de los sentidos y se colocan un corsé para protegerse y para no sentir. Recordemos que Sartre decía, por el contrario, que la caricia "no es un simple roce de epidermis sino, en el mejor de los sentidos, una creación compartida...", al acariciar comunicamos nuestros sentimientos e intentamos sentir lo que siente el otro.

 

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domingo, 4 de junio de 2017

Mujer y deseo

 

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

Los deseos son los estímulos que mejor definen el perfil psicológico, el comportamiento sociológico y la  trayectoria biográfica de los seres humanos; todavía más que las ideas e, incluso, más que los hechos, los deseos constituyen los códigos secretos que, si acertamos a descifrarlos, nos proporcionan las claves para interpretar el sentido de cada vida humana: nos explican el fondo de nuestras acciones y nos descubren el fundamento de nuestras omisiones. Sus análisis, por lo tanto, nos abren unas sendas directas por las que podemos llegar a comprender la identidad personal y la idiosincrasia colectiva, ya que, de manera más o menos consciente, influyen decisivamente en las percepciones, en la formación del pensamiento, en la adopción de las actitudes y en la elección de las conductas.

Copiando palabras de Manuel Gregorio González, me permito afirmar que las “voces profanas” recogidas en el libro Mujer y deseo, nos proporcionan una nueva y audaz lectura -sugestiva por su originalidad- de textos clásicos, y una exégesis matizada -sorprendente por su obviedad- de relatos “religiosos”: nos aclaran las raíces ocultas de los comportamientos “femeninos”, desde una perspectiva insólita hasta ahora, y nos muestran los gérmenes de unas desigualdades aceptadas tradicionalmente como herencias biológicas o como reliquias antropológicas.

Esta novedosa obra nos aporta unas reflexiones sutiles que ahondan en el fondo íntimo de nuestra conciencia personal -la de los hombres y la de las mujeres- y en las galerías subterráneas por las que discurren las corrientes poderosas de unos mitos que, repetidos hasta la saciedad, han alimentado el pensamiento religioso, los criterios éticos, las pautas sociales y las opciones políticas durante milenios; son las brújulas que han orientado la mentalidad y las líneas maestras que marcan el desarrollo de las relaciones humanas. 

Con habilidad, valentía y rigor, las autoras y los autores de estos trabajos han descendido al pozo de los sentimientos ocultos, reprimidos o camuflados durante siglos, para denunciar los prejuicios atávicos que, de hecho, han silenciado y castigado los deseos femeninos como si se tratara de crímenes nefandos.  

 

Estoy releyendo el libro Mujer y deseo, aquella obra editada por la Universidad -que recoge los trabajos debatidos en el Congreso Internacional desarrollado en Cádiz, en abril de 2003, que fue coordinado por María José de la Pascua, María del Rosario García-Doncel y Gloria Espigado. Es un análisis que, desde perspectivas interdisciplinares, esboza la relación mujer-deseo y nos proporciona una información crítica sobre los fundamentos de las raíces de dicha mentalidad represora de los deseos femeninos. En mi opinión, estos estudios nos pueden servir para trazar las pautas que han de orientar unas relaciones más igualitarias, justas y razonables, y que, posiblemente, posibilitarán una convivencia más confortable, alejada de sentimentalismos trasnochados.

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domingo, 28 de mayo de 2017

El mosqueo y el cabreo

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

     

Una de las consecuencias negativas que, a veces, se derivan de los ascensos a cargos relevantes es el aumento exagerado de la propia estima y, por lo tanto, la multiplicación incontrolada de las “vivencias de autorreferencia”. La manifestación más clara de este hecho es la hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante las críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención que los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria, echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.

El que se sabe demasiado importante corre el riesgo de estar en un estado de permanente “mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los ascensos en las categorías profesionales, en los niveles económicos, en las escalas sociales, en las dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos producen, en muchos casos, el aumento de la irritación y del mal humor como consecuencia de la desilusión que genera la insuficiente consideración con la que son tratados y el escaso reconocimiento que sus figuras despiertan. Algunos, incluso, se sienten permanentemente vejados porque -afirman- “la gente no se da cuenta a quién está tratando”.

Todos conocemos a personas que eran desgraciadas porque no ascendían pero, desde que lograron subirse encima de un estrado o situarse detrás de una “baranda prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una concejalía, una canonjía, un episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía en la junta de la comunidad de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su naturaleza se ha transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus hijos, sus hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten teniendo en cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son más frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber aprobado las oposiciones.  

 

No debería sorprendernos demasiado que sean tantos los personajes que, según las crónicas periodísticas de estos días, se han sentido ninguneados, marginados y vejados por el trato insuficiente que les han dispensado los medios de comunicación.

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lunes, 22 de mayo de 2017

La Pasión y las pasiones

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Como nos enseñó Aristóteles, los dramas sangrientos poseen una intensa fuerza catártica y cumplen, además, unas importantes funciones éticas y estéticas. Recordemos cómo nos explicó que la utilidad de la tragedia estriba en la fuerza con la que los espectadores, al ver proyectadas en los actores nuestros sufrimientos y nuestras pasiones, experimentamos un efecto purificador. Mediante la contemplación y a través de la participación anímica en las escenas, sometemos nuestro espíritu a profundas conmociones que, paradójicamente,  sirven para serenarnos. Cuando salimos del patio de butaca, tras haber participado en el duro castigo que han infligido a unos seres semejantes, experimentamos pena y dolor, lloramos y nos desahogamos, y, finalmente, nos quedamos más tranquilos y más limpios: nos sentimos mejores seres humanos.    

Recuerdo, por ejemplo, “La Pasión de Cristo”, aquella película dramática estadounidense de 2004, dirigida por Mel Gibson y protagonizada por Jim Caviezel como Jesús de Nazaret, Maia Morgenstern como la Virgen María y Monica Bellucci como María Magdalena. En ella se recrea la Pasión de Jesús de acuerdo, en líneas generales, con los Evangelios canónicos.

La película fue rodada íntegramente en Italia: exteriores en las ciudades de Matera y Craco (en la sureña región de Basilicata), y los interiores en los estudios de Cinecittà (en Roma). Esta Pasión, que se rodó en latín, en hebreo y en arameo con subtítulos, además del éxito económico, excitó algunas pasiones, despertó ciertas conciencias éticas y hasta provocó algunas conversiones religiosas. Según las informaciones publicadas, muchos cristianos y no cristianos pasaron por taquilla para no perderse el estreno en España.

Algunos afirmaron que, por su realismo, humaniza la figura de Jesús de Nazareth; otros confesaron que era una impresionante y conmovedora meditación sobre la pasión de Cristo, y no faltaron quienes dijeron que les hizo pensar en el sentido trascendente de esta vida. El intérprete de la figura de Jesús, Jim Caviezel, confesó: “Ahora entiendo el sufrimiento mucho mejor que antes; los dolores de Jesús me ayudan a dar sentido a mis dolores y a tratar de aliviar los ajenos”.

 

Otros comentaristas, por el contrario, han mostraron su rechazo al oportunismo de un “intransigente cristiano integrista que no dudó de bañar de sangre las pantallas para alimentar los bajos instintos del personal con el nada místico propósito de ganar una fortuna”. En mi opinión, esta “Pasión de Cristo” es sólo una película que ha de ser visionada con la misma distancia y con idéntica actitud crítica con las que contemplamos las demás obras teatrales o cinematográficas.

 

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lunes, 15 de mayo de 2017

60.- Matar y morir

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero  

 

La muerte es el hecho que mejor nos descubre la relatividad de otros valores, a veces, proclamados como absolutos. Ni los bienes económicos, culturales o estéticos, ni las instituciones religiosas, sociales o políticas, valen una vida humana: ni la patria, ni la bandera, ni la lengua pueden defenderse matando ni muriendo. En mi opinión, este principio que, quizás a algunos le suene a doctrina, constituye el mínimo denominador común de todas las personas de buena voluntad y de todos los grupos democráticos.

En los momentos de dolor generados por los frecuente y brutales atentados terroristas deberíamos guardar un profundo silencio para reflexionar sobre las consecuencias mortíferas que se siguen de la sacralización de un pedazo de tierra o de una serie de convicciones. Como afirmé en el artículo de la semana pasada, es cierto que tenemos el derecho y necesidad de gritar con fuerza para desahogar la rabia, para mostrar la indignación y para expresar nuestra solidaridad a los que están sufriendo la agresión, pero nuestras voces serán estériles si no logran que los criminales descubran su maldad, si no conseguimos que los fanáticos duden de sus certezas, que los sectarios debiliten sus adhesiones o que, al menos, todos rebajemos nuestra agresividad.        

Para lograr estos objetivos, más que sesudas reflexiones, bastaría con que fuéramos capaces de acercarnos, uno por uno, por ejemplo, al viudo de aquella mujer a la que una mochila, estratégicamente colocada debajo de su asiento, le arrancó su vida y la del hijo que llevaba en sus entrañas. Ahora mismo, contemplo en la pantalla del televisor a ese grupo de vecinos que llora por la muerte de una joven de veintitantos años apuñalada por su “pareja sentimental”.

Corremos el riesgo de que el volumen de este sangriento bosque, de este río de crímenes, nos nuble la vista y nos impida acercarnos a cada uno de los árboles, que han sido arrancados de cuajo dejando desolados para siempre a los familiares y a los amigos. Pongamos, por favor, nombres, caras, sentimientos, ilusiones, temores y proyectos a cada uno de esos números y, después, sigamos hablando y discutiendo de política, de economía, de filosofía o de arte.   

 

En mi opinión, en la mayoría de los casos, la adjetivación -como política, religiosa o cultural- de los asesinatos, en vez de atenuar su gravedad, la aumenta: más que amor o identificación con una idea, con una tierra o con una bandera, son consecuencias de un odio irreprimible a los otros. Mientras que no descubramos que una sola vida humana, con independencia de la edad, del sexo, de la profesión, de la fortuna o del cargo, vale más que todos los tesoros, no seremos capaces de controlar y de disminuir la fuerza aniquiladora que, a veces, está encubierta por los más bellos y apasionantes ideales. 

 

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domingo, 7 de mayo de 2017

58 - El odio

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero 

Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio; las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica que reestablezca el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan mortífero, homicida y suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos todos en los pliegues de nuestras entrañas.

Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e intenso, que genera ideas vinculadas a generar daño, a destruir su objeto, a aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo. Como ha explicado Castilla del Pino, el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela; odiamos todo objeto que consideramos una amenaza de nuestra integridad y lo odiamos para salvaguardarnos de ella ante nosotros mismos.

Pero, en mi opinión, es posible que no tengamos tan claro que, frecuentemente, nuestra visión es maniquea y simplificadora porque vertemos todo el mal sobre nuestros enemigos y consideramos que nosotros somos los buenos, los que estamos libres de culpa. En los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de los enemigos- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros debemos soportar.

Acabo de leer unas ideas que por su sencillez, claridad y actualidad, son de las que más me han llamado la atención de los libros que, en estos momentos, tengo entre manos. La trascripción textual es la siguiente: “Aunque no hubiese más que un solo alemán decente, él solo merecería ser defendido frente a esa banda de bárbaros y, gracias a él, no habría derecho a verter odio sobre un pueblo entero. Esto no significa ser indulgentes ante determinadas tendencias, hay que tomar posiciones, indignarse por algunas cosas en determinados momentos, tratar de comprender; pero ese odio indiferenciado es lo peor que hay. El una enfermedad del alma”.

 

Estas palabras recobran todo su valor cuando sabemos que fueron escritas por Etty Hillesum (1914-1943) una joven judía que, antes de morir en Auschwits, escribió sus dolorosas experiencias interiores y sus profundas convicciones de que, incluso ante el supremo sufrimiento, hemos de alabar la vida y vivirla “con la plenitud de sentido que la vida requiere”. 

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martes, 2 de mayo de 2017

Viajar y leer

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

    

Como nos muestran las estadísticas y los pronósticos que periódicamente nos ofrecen los medios de comunicación, los viajes -tan excepcionales hace escasos años- han llegado a constituir un hábito casi rutinario y, para muchos, una necesidad ineludible. En la actualidad viajamos casi todos, aunque cada uno justifique sus desplazamientos con razones diferentes: unos lo hacen empujados por un espíritu aventurero, otros para llenar el tiempo de ocio, otros impulsados por el ansia de ampliar su cultura y, otros, finalmente, forzados por motivos profesionales. Pero el resultado es que cada vez viajamos más y que, en cualquier época del año, nos surgen pretextos para organizar un "puente" no previsto, un fin de semana alargado o incluso unas minivacaciones que, inevitablemente, implican una salida de nuestro lugar de residencia. Todos los indicadores sociológicos llegan a la misma conclusión: "En los próximos años, el sector turístico va a seguir experimentando una notable expansión".

Pero, aunque a primera vista nos sorprenda la afirmación, los viajes, por muy lejos que nos lleven, siempre alcanzan su fin y su finalidad en el punto de partida: viajamos para regresar a nuestro hogar y para descubrir en él unos alicientes de los que carecen los mejores hoteles, para revalorar ese rincón de nuestra casa en el que leemos o cosemos o, incluso, el butacón desde el que, soñolientos, vemos el telediario, los partidos de fútbol o los programas del corazón; viajamos, también, para comparar nuestros lugares con otros lejanos: nuestras playas con las de la Costa del Sol o con las de las Antillas, nuestra catedral con la de Notre Dame de París o con la de San Pedro de Roma, nuestro clima con el del norte de España o con el del Centro Europa. Es cierto que los viajes abren unas vías de acercamiento a los demás y, al mismo tiempo, unos cauces de aproximación a nosotros mismos: viajar es una forma de alejarnos y de aproximarnos a nuestros lugares y, por lo tanto, una manera de salir y de entrar en nosotros mismos y de revalorar nuestras cosas.

Aunque a primera vista nos parezca una contradicción, hemos de admitir que, en la mayoría de los casos, más que para conocer, viajamos para reconocer los lugares y las gentes de los que tenemos noticias previas por las lecturas o por los comentarios de los que nos han precedido. Por eso, los viajes no deben sustituir las lecturas sino, por el contrario, alimentarse de ellas: los viajes y las lecturas son dos vías complementarias que mutuamente se intensifican y se enriquecen.

 

No perdamos de vista que el paisaje es un significante portador de unos significados que, hasta cierto punto, han sido creados por los artistas, por los pintores, por los cantantes y por los escritores. Por eso, antes, durante y después de cada viaje deberíamos leer algún libro que oriente nuestras miradas, que nos facilite la comprensión de los espacios que contemplamos, que nos descubra la belleza y el sentido de unos elementos que no son sólo escenarios, sino partes de nuestro drama humano, de esos hechos geográficos que, además de sostener y alimentar nuestros cuerpos, nutren nuestro espíritu.

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sábado, 22 de abril de 2017

57 - El misterio humano

 

 

                                      José Antonio Hernández Guerrero                   

De vez en cuando suelo recoger y contemplar detenidamente en la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura que pisamos y de la que estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que el terrón más pequeño de ese barro sea bastante más complicado que todas las fórmulas algebraicas y más complejo que todas las tesis filosóficas. ¿Te has fijado cómo las ciencias -la Química, la Física, la Fisiología- no son capaces de explicar plenamente el interior de las cosas, y cómo ni siquiera la Psicología nos da cuenta de la intimidad profunda del hombre o de la mujer? Como tú repites -querida Carmita- “todos nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna zona de misterio e, incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre algunos secretos indescifrables”.

Si la ciencia es insuficiente para descifrar todos los secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de interpretar las razones de los comportamientos humanos. Aunque es psicológicamente explicable y éticamente comprensible que realicemos un permanente esfuerzo por racionalizar nuestros comportamientos, hemos de reconocer también que, en muchos casos, ese intento nos resulta completamente inútil.

Todos tenemos experiencia de la ineficacia de los razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras decisiones y todos tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se pongan en nuestra situación. Por eso opino que pretender que los demás -los padres o los hijos, los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos entiendan racionalmente es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos comprendan y, para ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas y de los sentimientos profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por justificar nuestros comportamientos.

Algunas veces, las gentes sencillas, las que no son intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni artistas: las que carecen de los conocimientos especializados de la Psicología o de Neurología, saben ver mejor por dentro porque poseen una perspectiva más inmediata y, sobre todo, más vital. Con sus miradas directas descubren que no existen esas contradicciones que, de manera permanente, los avinagrados críticos denuncian. El empleo del recurso fácil al sarcasmo, para zaherir permanentemente de manera inmisericorde a los que no son de nuestra cuerda, revela, más que el talento literario, el talante psicológico y la dimensión moral del autor amargado.

 

Como todos sabemos, las reflexiones son, frecuentemente, "racionalizaciones", meras justificaciones de conductas -quizás- injustificables o explicaciones inútiles de palpables contradicciones. Aunque es cierto que la mente es nuestra más eficaz arma de protección -y, por eso, siempre que pensamos, tratamos de defendernos- en mi opinión, nos debería ocupar  también en indagar, comprender y explicar esas raíces profundas de nuestros comportamientos cuya coherencia es tan real como oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que es la comprensión.

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lunes, 17 de abril de 2017

56 - Aurea mediocritas

 

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

     

Tras leer detenidamente algunos comentarios que he recibido, he llegado a la conclusión de que, en el artículo anterior titulado “La mediocracia”,  no me expliqué con suficiente claridad.  Por eso me permito insistir en que mi crítica a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de la “mediocracia”- pretendió ser, justamente, una defensa de una manera sencilla y natural de vivir la vida humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros que, en estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos orientados en el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia ese mundo masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de tensiones bélicas; hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a nuestra manera meridional de entender la vida.

Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones, retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el poder. 

Yo también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada -"aurea mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido celebrada por los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar íntimo y de felicidad honda.

Aunque a veces los critiquemos, en el fondo anhelamos seguir el ejemplo de tantos paisanos nuestros que prefieren ganar menos dinero y disfrutar tranquilamente del tiempo. Probablemente sin saberlo, están imitando a Horacio cuando rehusó el cargo de secretario de Augusto para permanecer en el campo y defender allí su tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en provecho del cultivo de sus letras y de su filosofía, para dedicarse a sus poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”), a esos versos que sirvieron de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y a Fray Luis de León en su “Oda a la vida retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.

 

¿Qué nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que quien valora el goce de la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute de la serenidad (epicúrea y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya bebido directamente en la fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer una relectura de los vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del bienestar físico y mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos reduciría el riesgo de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de colesterol.

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sábado, 8 de abril de 2017

La mediocracia

 

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

  

Confieso que la palabra no es mía. Creo que la leí hace ya más de dos años en el periódico francés L'Express en un reportaje sobre la nueva sociedad francesa titulado “El triunfo de la mediocracia”. Se refería, como podrán suponer, a esa amplia masa de adictos televidentes que, pasivamente, alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla.

Pero hemos de tener claro que esta “mediocracia” no está integrada sólo por ciudadanos de una determinada edad, de escaso nivel cultural o pertenecientes a un sector social o económico, sino que su malla se extiende por todos los ámbitos de la vida de nuestras ciudades y por todos los barrios de nuestros pueblos. Se caracteriza por padecer una pereza intelectual y por carecer del sentido crítico. Es esa comunidad que se reúne pasiva y plácidamente ante el televisor para, por ejemplo, “consentir” -reírse o llorar- con las efímeras sensaciones y con los cambiantes sentimientos de los “actores” de Acacias 38, del Gran Hermano o de aquella Isla de los famosos.

¿Para qué complicarnos la vida -dicen algunos- escuchando los problemas internacionales de la guerra, los azotes del hambre, los golpes del terrorismo, las agresiones a la ecología, o informándonos sobre literatura, sobre arte, sobre historia o sobre los trastornos étnicos? La mediocracia, producto de la mediocridad cultural, se contenta con ese caldo tibio, ni caliente ni frío, y se complace con el movimiento suave de las olas de la banalidad.

 

Si muchos televidentes tienen bastante con la desbordante oferta futbolística, otros se conforman con las repetidas historias de amor o de desamor, y con el frívolo cotilleo de las infidelidades conyugales. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes nada ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo ni interesante.

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lunes, 3 de abril de 2017

54 - La Guerra

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

En los partidos de fútbol el árbitro es quien dictamina cuándo una acción es falta y, por lo tanto, cuándo es digna de sanción: aplica el reglamento y decide si la jugada ha sido fuera de juego, córner o penalty. En las agresiones conyugales es el juez quien valora los daños y quien determina los castigos: la separación, una multa o, incluso, la cárcel del culpable.

¿Cree usted que es razonable que en las guerras, sin embargo, sea una de las partes -la más poderosa- la que decida si es justa o no, y la que justifique cuándo han de empezar los ataques, durante cuánto tiempo han de continuar y cuándo han de finalizar? ¿Cree usted que es lógico que la justificación moral de la guerra parta de quienes la organizan, la instigan, la desatan o la sostienen? Los representantes del poder del Estado siempre han justificado sus contiendas, independientemente de que tuvieran políticamente razón o no a hacerlo: tienen el poder, la fuerza y, sobre todo, poseen los medios de propagación para tratar de convencernos de su justicia, de su bondad y de su necesidad.

Los políticos de diferentes signos, ayudados por los omnipotentes medios de comunicación tratan de persuadirnos de que las guerras son necesarias e inevitables, al menos, como un mal menor. Apelan al realismo, al utilitarismo e, incluso, al pacifismo. 

Soñar con un mundo sin guerras –afirman ellos- es un idealismo ingenuo y una utopía inalcanzable. Otros tratan de convencernos de que las guerras desarrollan la tecnología que mantiene y aumenta nuestro bienestar: la mayoría de los adelantos modernos -repiten- tiene su origen en los esfuerzos realizados por los científicos para lograr que los aparatos de guerra sean más eficaces, más aniquiladores, más mortíferos y más exterminadores. Nos animan para que demos las gracias a las guerras que han desarrollado la tecnología, la informática y la telemática. Nuestros electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos móviles -dicen- tienen mucho que agradecer a las guerras. La fe en la prosperidad de la tecnología punta no suelen tener en cuenta la producción de tanta basura que sustituye las cosas buenas para aumentar los niveles de saturación -más que de satisfacción- sólo de una parte de la población y para incrementar y extender la miseria en otra parte más amplia. 

Otra de las razones más repetidas es la necesidad de mantener la paz haciendo la guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de “intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la guerra, el mito de Armagedón -la batalla final entre los poderes del bien y del mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar contra uno mismo y pelear contra los nuestros para eliminar el ansia de dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa tarea de sembrar el respeto mutuo.

 

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lunes, 27 de marzo de 2017

El tiempo de las mujeres

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque la historia de la humanidad y la experiencia personal de muchos de nosotros parecen confirmar lo contrario, en mi opinión -como ya adelanté hace varias semanas-, el tiempo es un factor más importante que el espacio para el logro de nuestro bienestar humano. La cantidad, la calidad y el ritmo del tiempo determinan, en gran medida, el nivel de felicidad posible y el grado de satisfacción personal. Pero, ¿cómo -me pregunta Juan- podemos ganar tiempo? Opino que la mejor manera de gastar el tiempo es comprando tiempo.

 

El Estado, las empresas y los clientes adquieren nuestro tiempo a cambio de dinero con el que la mayoría compramos independencia, espacios y objetos; pero no siempre ni todos advertimos que el mayor bien que podemos adquirir es el tiempo -el tiempo libre para dedicarlo a nosotros mismos o para donarlo a los demás, para pensar, para conversar, para escribir, para descansar, para disfrutar o para soñar-. El tiempo libre vale más que, por ejemplo, un campito en Chiclana, un nuevo automóvil o un televisor panorámico.

 

Es cierto que las estadísticas nos dicen que las mujeres están ocupando progresivamente mayores espacios públicos -laborales, políticos, culturales, artísticos y sindicales-, pero también es verdad que, en la mayoría de los casos, por el hecho de que, además, se encargan de las labores domésticas, del cuidado en exclusiva de los niños y de la atención a los enfermos y a los ancianos, el tiempo -su tiempo- se está reduciendo de forma peligrosa.

 

La solución de este problema grave radica en el nuevo reparto de las tareas y en la redistribución de las funciones domésticas. Mientras que los hombres no adquiramos plena conciencia de que el cuidado y el mantenimiento de los espacios domésticos y de las tareas familiares han de ser repartidos, el solo hecho de la irrupción femenina en el mercado laboral -aunque abra una vía de integración social y de liberación personal, aunque suponga un avance cualitativo- no garantiza por sí solo la igualdad real con los hombres. No hay dudas de que, para favorecer un mayor equilibrio entre las ocupaciones de los hombres y de las mujeres, se tendrá que avanzar considerablemente en la regulación de los horarios de trabajo e, incluso, en la redefinición de la productividad, pero, posiblemente, el escollo más difícil de sortear es el de la mentalidad de la mayoría de los hombres y, también, el del pensamiento de muchas mujeres sobre sus respectivos y tradicionales papeles en la familia y en la sociedad. Es necesario que, ante el actual panorama de “parejas biactivas”, se produzca un efectivo reparto de tareas y una nueva conciliación de deberes entre cada uno de los miembros de la unidad familiar.

 

Como afirma María Dolores Ramos Palomo, Catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga: “una persona que no es dueña de su tiempo, difícilmente puede ser dueña de su vida”. Me permito recomendarles el libro titulado “El tiempo de las mujeres”, cuya autora, Dominique Méda, dirige en la actualidad el gabinete de investigación del Ministerio de Trabajo francés. La editorial Narcea ha publicado una cuidada traducción.  

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martes, 21 de marzo de 2017

Las palabras vacías

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Incluso en nuestras conversaciones cotidianas podemos comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran cocteleras transparentes, cada interlocutor, al pronunciarlas o al escucharlas, las llenan y las vacían permanentemente de diversos significados personales. El valor de las palabras depende, en gran medida, de la huella afectiva que le produce al que la emplea, al que la pronuncia o a que la escucha. Nuestras múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que concurren en nuestras vidas determinan que los objetos, los sucesos y las palabras se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las palabras las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman.

Las palabras poseen un fondo permanente, que es el que figura en los diccionarios, pero, además, se llenan de esos otros significados emocionales que son mucho más importantes y más poderosos. Son valores que los enriquecen o los empobrecen y los convierten en eficaces instrumentos de la construcción y de la destrucción del cada ser humano y de cada sociedad.

¿Qué sentidos tienen, por ejemplo, las  palabras “mar”, “río”, “montaña”, “valle”, “hombre”, “mujer”, “niño”, “anciano”, “amor” u “odio”? ¿No es cierto que las palabras, poseen unos sentidos diferentes que les damos los hablantes y los oyentes cuando establecemos la comunicación, cuando, integrándolas en la cadena de un discurso, las usamos como vehículos para transmitir nuestras ideas, nuestras sensaciones o nuestros sentimientos, como vínculos para unirnos, como látigos para agredir o como pistolas para matar? La palabra “mar” no significa lo mismo pronunciada por un pescador de Barbate, por un pasajero de un trasatlántico de lujo, por un cordobés que veranea en Conil de la Frontera o por un emigrante que atraviesa en patera el Estrecho de Gibraltar.

Los vocablos, efectivamente, no están completamente llenos hasta que los pronunciamos y los escuchamos. Es entonces cuando las palabras adquieren sustancia humana, calor vital y vibración emocional, de la misma manera que las cuerdas de una guitarra sólo expresan sensaciones, sólo transmiten sentimientos, cuando unos dedos maestros las acarician.

 

Pero también es verdad que algunas palabras pueden estar vacías, son las que carecen de contenido humano: no nos hieren, no nos envenenan ni nos matan, pero nos aburren, nos hastían y pueden hartarnos, enojarnos e irritarnos. Son canales de meras flatulencias que, quizás, desahogan a los que las emiten, pero nos aburren a quienes las escuchamos. Las palabras, para que sean humanas, han de estar vivas, han de latir y tener temperatura. Hablamos y escribimos con experiencias y con imágenes, más que con gramáticas y con diccionarios por muy importantes que éstos sean.

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domingo, 12 de marzo de 2017

El tiempo ajeno

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

¿Se han fijado ustedes –queridos amigos- la facilidad con la que, cuando un ciudadano cualquiera accede a un puesto de poder, por muy insignificante que sea, se siente capacitado para disponer del tiempo de los demás? Si,  por ejemplo, un director, un delegado o un concejal pretenden entrevistarse con usted para pedirle una colaboración, es posible que lo cite en su despacho a la una de la tarde y es probable, incluso, que él no comparezca o que lo haga media hora más tarde. Si usted, simplemente, le muestra su extrañeza, la “autoridad” se sorprenderá de que no comprenda que él tiene otros muchos asuntos más importantes que resolver. Este comportamiento constituye, a mi juicio, un serio desconocimiento del valor del tiempo de los otros, una grave irresponsabilidad y, sobre todo, una permanente fuente de tropiezos y de desencuentros. Algunos despistados aún no se han dado cuenta de que, si, tradicionalmente, el objeto de las luchas eran los espacios, en la actualidad, la mayoría de los conflictos familiares, sociales y políticos tiene su origen en el empleo del tiempo, el capital más importantes de la vida humana.

Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.

 

Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales. Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que, por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad, hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.

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lunes, 6 de marzo de 2017

Tradiciones

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores, constituyan valores supremos o principios inamovibles.

El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones económicas. Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han perdido los velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las sotanas de los curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina, el quinqué en el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan el aceite de ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar. Algunos de estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como reliquias nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron mejores para la mayoría de los humanos.    

 Pero, además, también sabemos que una serie de usos tradicionales como, por ejemplo, la clitoridectomía -la ablación o extirpación del clítoris- y otros usos destinados a eliminar, a reducir y a controlar la sexualidad de la mujer, son inmorales, inhumanos y, por lo tanto, “dignos” de ser eliminados. Esta práctica, a pesar de que constituye un hábito que se remonta a la más arcaica antigüedad y aunque se practica en más de veinte países africanos, a pesar de ser una tradición atávica, es una superstición que, mezclada con prejuicios culturales y con convicciones religiosas, debe ser considerada como brutal agresión a los derechos humanos.

 

Para defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser humano o para explicar esta mutilación corporal que tan graves consecuencias físicas y psicológicas arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de que es un rito que se practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la prueba sociológica de que en el mundo son  más de 120 millones las mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos sociológicos y los hábitos culturales no constituyen razones válidas para aceptar comportamientos inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas y los usos tradicionales no siempre son valiosos sino que, a veces, son, simplemente, viejos, perniciosos y despreciables.

 

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martes, 28 de febrero de 2017

49 - CIRUGÍA ESTÉTICA

 

 

 

La cara no es el “espejo del alma”: es… el alma

 

    José Antonio Hernández Guerrero 

 

Aunque es cierto que, en la actualidad, el negocio dedicado a los cuidados corporales está obteniendo en España un notable auge, no podemos olvidar que el afán por mejorar el aspecto físico para gustar a los demás y, sobre todo, para gustarse a sí mismo, es un hecho permanente desde el comienzo de la civilización humana.

La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los productos que se empleaban para matar a los piojos.

En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso del tiempo: cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, geles reafirmantes de pechos, cremas para eliminar arrugas, tónicos faciales, pomadas para endurecer los glúteos, ungüentos para fortalecer los músculos y potingues para evitar la piel naranja.

Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y, también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les eliminen la papada, les supriman los michelines, les estiren los pómulos, les disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.

Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento equilibrado y una profunda paz interior.

 

La belleza humana es una imagen visible que nace en el fondo de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos profundos  que orientan toda la vida. Por eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?

 

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domingo, 19 de febrero de 2017

Despedirse

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

   

Por lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una destreza extraña y un proceder poco común. Y es que, en contra de lo que se suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un portazo”, más que un gesto de cobardía puede ser una prueba de valor.

La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de los casos, lucidez, libertad de espíritu, valentía y, a veces paradójicamente, ser fiel a los compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requieren muchas dosis de atrevimiento para romper con todo, para huir de las esclavitudes y para escapar al vacío. Por eso nos sorprenden gratamente las decisiones de los hombres y de las mujeres que dejan cargos importantes de la vida política, social, económica o religiosa tras hacer una serena reflexión.

La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión la hora del comienzo de sus actividades, pero no calculan el momento de la terminación. Algunos psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital que se manifiesta en timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a quedarse solo o, incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre a los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas pesadas?  A mí me asustan, sobre todo, los que dan razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.

 

Estoy convencido de que, para renovar la vida de los grupos humanos, todavía más necesario que reinventar nuevas fórmulas o establecer principios diferentes es preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es verdad que la experiencia es un capital que hemos de saber rentabilizar, también es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y manos diferentes. Los gobernantes se cansan o, lo que es peor, se acostumbran a mandar, pero los súbditos se saturan y se empachan cuando durante mucho tiempo están viendo las mismas caras.  Hemos de reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que sí que para decir que no; para empezar que para terminar, para aceptar los cargos que para presentar la dimisión. José Carlos se pone más trascendente y afirma que, en nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir. Probablemente tendremos que hacer como Lola cuando ponía la escoba bocarriba detrás de la puerta para así conseguir que María se despidiera en sus largas visitas.   

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jueves, 16 de febrero de 2017

Apertura del año centenario de la fundación del Rebaño de María

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   José Antonio Hernández Guerrero

En mi opinión, una de las instituciones más gaditanas, más evangélicas y más actuales es el Rebaño de María, ese grupo de mujeres buenas que, precisamente por la sencillez de sus planteamientos religiosos, encaran la vida mezclando, con habilidad, unas elevadas dosis de sensibilidad, de cordialidad, de sentido común y, sobre todo, poniendo mucho corazón. Ellas están convencidas de que la tarea fundamental de sus vidas personales es la vida de los demás, sobre todo, las vidas de los que peor lo pasan. La fe para ellas no es una lista de preguntas y de respuestas que hemos de recitar de memoria, ni la vida religiosa una tarea profesional, sino una dimensión que atraviesa todas sus vidas, que ensancha sus espacios y que alarga sus tiempos.

No es extraño, por lo tanto, que en sus clases o en las reuniones con las antiguas alumnas y con los padres de familia, sin necesidad de acudir a consejos ñoños, a sermones edulcorados, a pláticas empalagosas, a mojigaterías ni a moralinas, insistan tanto en la necesidad de una formación equilibrada que cultive el pensamiento racional, el comportamiento moral, la solidaridad y la “razón cordial”, ese principio tan bien explicado por el Papa Francisco según el cual "la compasión es el motor que proporciona fundamento y sentido a la justicia”. Ellas no olvidan que el amor es la justificación más razonable y más cristiana de la vida humana. Por eso, además de conocimientos, proporcionan consuelo y esperanza, sentido y cariño, esos bienes gratuitos que nacen en las fibras más íntimas del corazón.

Con sus actitudes y con sus comportamientos nos demuestran que muchos de los problemas de las familias se solucionan estando muy atentas a la vida práctica de sus hijos, atendiendo a sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus mismas preocupaciones. Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es aplicando las pautas elementales del Evangelio.  

 

El pasado día 19 de noviembre celebraron la apertura del año centenario de su fundación en Cádiz por María de la Encarnación Carrasco Tenorio, una mujer que, soñadora, sencilla, extrovertida, despierta y atenta, encaró la vida con la paciencia, con la ilusión, con la ingenuidad y con la valentía de las personas enamoradas de Jesús de Nazaret. En su aventura la acompañó Francisco de Asís Medina Muñoz, un sacerdote carente de los humos de la vanidad y vacío de la fiebre de las ambiciones. Felicidades, hermanas.

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domingo, 12 de febrero de 2017

Sufrimiento




 

      José Antonio Hernández Guerrero   

Estoy sorprendido por las interesantes preguntas y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al hilo de las ideas vertidas en el artículo sobre la existencia del bienestar. Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos, de la misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea e inútil- de defender con argumentos una convicción basada, como ya indiqué, en mi experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido de manera análoga.  

Aprovecho, sin embargo, la oportunidad para aclarar algunas confusiones  que en varios comentarios sobre los obstáculos del bienestar se repiten en las cartas que he recibido. Hemos de reconocer que las enfermedades, los dolores y los sufrimientos -aunque sean realidades humanas estrechamente relacionadas- nos son manifestaciones idénticas.  

Las enfermedades son afecciones comunes a todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres animados –no las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que algún mecanismo corporal está estropeado.

 

Los sufrimientos, en el sentido estricto, son propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas que nos distinguen de los demás vivientes y nos afligen a los seres humanos; son las resonancias negativas, los ecos profundos –racionales e irracionales- de los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques morales: los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma.  El sufrimiento es una operación de la mente que interpreta el dolor y mide sus dimensiones; es una reacción de la conciencia a los estímulos desagradables; es una respuesta humana en la que interviene de manera directa la inteligencia, la imaginación y, sobre todo, la emotividad. Pero el sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y directas para penetrar en el fondo secreto de las realidades humanas, una clave segura para conocer el sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor, con entusiasmo y con hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el dolor que es la nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que completa y humaniza turbadoramente la visión de las cosas.

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domingo, 5 de febrero de 2017

El bienestar




 

      José Antonio Hernández Guerrero

 

Como tú me pides- querido amigo- te responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿Existe el bienestar? Te contesto: sí.

Te aseguro que, en esta ocasión, no he pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas probadas. Mi respuesta -inmediata, ingenua e irreflexiva- sólo se apoya en la experiencia personal: en la mía, en la tuya, en la nuestra. Traigo a la memoria algunos de esos momentos intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado y, también, recuerdo ese estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que hemos alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tú has podido comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces minutos de nuestra corta existencia.

Tú -igual que yo- has gozado de esas chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes, que nos habían producido una simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave caricia, una sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata, un intenso silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o, simplemente, la luz matizada de cualquier atardecer; tú -igual que yo- te has deleitado con esas partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces de sazonar todas las fibras de nuestra existencia humana; tú -igual que yo- has saboreado los aromas sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra visión de la vida.

Pero, también, tú tienes constancia probada de la posibilidad -de la urgente necesidad- de alcanzar el nivel aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú -igual que yo, limitación e historia- tienes que aceptar los estrechos límites de tus espacios, superar las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces enemigos de tu identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la indolencia o de la apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y sufrir.

 

El bienestar es una meta suprema y un objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que yo- abrigas la profunda convicción de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud.



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domingo, 29 de enero de 2017

El trabajo de la mujer




 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Es cierto que tenemos que seguir luchando para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible -realmente y en todas partes- su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el ejercicio eficaz de los demás derechos humanos pero, si pretendemos que la construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, es necesario que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo secreto de nuestras “inconsciencias”.  

Las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia y de su funcionamiento.

En la amplia bibliografía que se ha producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan en esos niveles de las representaciones, de los significados,  de los sentidos y de los símbolos.  

 

Uno de ellos es el que publicó la Editorial Narcea titulado Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido del trabajo de las mujeres, en el que cinco miembros de la Comunidad filosófica Diotima de la Universidad de Verona analizan, de manera convergente, los cambios de significados que ha producido el acceso de las mujeres al mundo laboral y al ámbito de los estudios. Constatan cómo, por ejemplo, a partir de esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales-, la concepción de la política y, también, la interpretación del hecho religioso. Nos recuerdan, por ejemplo, cómo, mientras la fascinación en imitar a Dios era algo típicamente masculino, cómo la concepción tradicional de la paternidad, de la actividad artística (creación) y de la política se orientaba hacia la meta de llegar a ser y a hacer como Dios, en el pensamiento femenino, por el contrario, prevalecía la relación amorosa o la relación unitiva con Dios. Opino que es el momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego en la política y en la religión.

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domingo, 22 de enero de 2017

Esperanza




 

     José Antonio Hernández Guerrero       

Todos conocemos a personas que se caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.

Cuando comentamos con ellos cualquier suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido museo de penalidades, un infierno de padecimientos y  un antro de vergonzosas perversidades.

En mi opinión, hemos de defendernos de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y nos amarguen la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos,  hemos de buscar la fórmula eficaz para evitar que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, en el balance permanente de la crítica y, sobre todo, de la autocrítica, hemos de evaluar los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos, por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano, en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo de los errores, podemos  alentar esperanzas y elaborar proyectos de progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que pertenecemos.

Reconociendo el declive que el individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta "ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Si pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas –“hojas tenues, inciertas y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las rehilvane  y que proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a nuestros  temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.   

                 

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El papa Francisco y el reto de la celebración del 750 aniversario de la fundación de la Diócesis de Cádiz

 

    José Antonio Hernández Guerrero

La celebración del 750 aniversario de la restauración de la diócesis de Asido y de su traslado a Cádiz nos ofrece la oportunidad y la obligación de recuperar, de interpretar, de adaptar y de difundir un legado valioso y fértil que, en gran medida, es desconocido. Las conmemoraciones, como es sabido, nos proporcionan la ocasión de rescatar trozos de las experiencias vividas mediante el recuerdo, mediante la estimulante recuperación de tiempos pasados y de adelantar el porvenir recurriendo a la imaginación, a los sueños, a las expectativas y a las esperanzas. Es cierto que la cultura del olvido nos borra el sentido de nosotros mismos y el significado de nuestras acciones; destruye los fundamentos de nuestra historia y erosiona los cimientos de nuestra propia biografía, pero también es verdad que es imposible vivir el presente plenamente si no divisamos, aunque sea de una manera borrosa e imprecisa, el futuro, el significado de los episodios que están por venir.

 

No podemos permitir que el miedo al futuro nos amargue el presente porque la cultura es memoria, es proyecto pero, también, revolución permanente. Quizás podría servirnos de pauta el ejemplo de Francisco quien, con sus gestos sorprendentes, con sus actitudes amables y con sus palabras claras, nos enseña, más que a llamar la atención sobre sí mismo, a marcar las líneas maestras de una nueva cultura eclesial y a explicar las sendas por las que han de discurrir los cambios de hábitos de los creyentes cristianos. Con sus sencillas recomendaciones, formuladas con expresiones tan coloquiales como “salir a la calle”, “armar lío”, “no dejarse excluir” o “cuidar los extremos de la vida”, nos apremia a todos los miembros de la Iglesia para que nos “convirtamos” al Evangelio. De manera directa y explícita nos estimula a todos para que cambiemos las costumbres eclesiásticas, y para que copiemos el estilo evangélico partiendo del supuesto de que la crisis actual de fe obedece, más que a la fidelidad a los dogmas teológicos, a la incoherencia de nuestros comportamientos. Sus claros mensajes verbales y sus sencillos gestos constituyen unos convincentes signos de su nuevo estilo pastoral que alcanza su sentido si los ponemos en relación con las palabras y con los gestos de Jesús de Nazaret. El Papa ha querido dar de sí la imagen que corresponde al modelo de sacerdote como “buen pastor”, como servidor que no sólo va al encuentro de su “grey” sino que se mezcla con las gentes hasta llegar a irradiar, más que el “olor de santidad” o la “fragancia de incienso”, el “tufo, natural y saludable, de las ovejas”. Éste es, según Francisco, el aroma que ha de desprender el que, en vez de estar encerrado en los lujosos y artísticos apartamentos, habita en los espacios, a veces sombríos, de los hospitales, de las residencias de ancianos o de los colegios de niños pequeños.

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domingo, 15 de enero de 2017

Los discretos




 

                                                   

En nuestra opinión, la prueba más contundente y la expresión más clara de la sabiduría humana es la difícil virtud de la discreción –no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en la capacidad de administrar las ideas, de gobernar las emociones y, más concretamente, en la habilidad para distribuir oportunamente las palabras y los silencios. Es discreto, no el taciturno, sino el que dice todo y sólo lo que debe decir en una situación determinada; es el que interviene cuándo y cómo lo exige el guión.

La discreción es, por lo tanto, una destreza que pertenece a la economía en el sentido más amplio de esta palabra, es una habilidad que, además de prudencia, cautela,  sensatez, reserva y cordura, exige un elevado dominio de los resortes emotivos para intervenir en el momento justo, un tino preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso seguro para calcular la medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin desperdiciar las energías.

La indiscreción, por el contrario, puede ser la señal de torpeza, de ignorancia o de desequilibrio, y pone de manifiesto la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto, para intervenir de manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que, a veces, puede ser grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que el chófer  que conduce un automóvil que carece de frenos y de espejo retrovisor.

La indiscreción se manifiesta por tres síntomas que constituyen serias amenazas que ponen en peligro la integridad personal y la armonía social. El primero es la locuacidad o verborrea: esa diarrea o incontinencia verbal y esa falta de control y de moderación para expresar todo lo que se piensa o se siente sin tener en cuenta las consecuencias de sus palabras ni la sensibilidad de los que las escuchan. Los lenguaraces cuentan todo lo que saben y, a veces, lo que no saben, y se defienden diciendo que son francos, claros, valientes, sinceros y espontáneos.

El segundo es la carencia de intimidad y la falta de pudor para hablar de sí mismos. Fíjense cómo, cuando tratan de cualquier tema, sólo se refieren a ellos. Son exageradamente subjetivos: el fútbol o los toros, la política o la religión, el flamenco o la música clásica, constituyen meros pretextos para relatar sus hazañas. Y el tercero es el tono de amarga queja con el que hablan o escriben. Sus críticas son tristes lamentaciones, agrias murmuraciones, exasperados gemidos o huraños sollozos.

 

Recordemos cómo el jesuita aragonés Baltasar Gracián (1601-1658), considerado como  la encarnación del intelectual puro, en su tratado moral publicado en 1645, en el que nos propone el paradigma de la perfección humanista y humana, describe al “discreto” como el hombre ideal, como el artista de la vida, como el genio que, dotado de nativa nobleza, de ingenio y de equilibrio de virtudes intelectuales y prácticas, es seguro de sí y dueño de sus propias acciones; conoce sus cualidades y, sobre todos, sus límites.

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viernes, 13 de enero de 2017

Unidad y pluralidad

La conmemoración del 750 aniversario de la creación de la Diócesis de Cádiz: una oportunidad para que vivamos la unidad en la pluralidad

                                                      José Antonio Hernández Guerrero

En mi opinión, el conocimiento de los episodios más relevantes de la historia de la Diócesis de Cádiz y el recuerdo de los comportamientos de sus personajes más acreditados podría -debería- ser una estimulante invitación para que recuperemos nuestras señas de identidad y una alentadora llamada para que actualicemos sus mensajes más característicos. Si repasamos con atención el dilatado y diverso itinerario recorrido durante estos 750 años, es posible que –como afirma el Obispo- experimentemos un intenso deseo de renovación eclesial y que nos decidamos a abrir unos cauces nuevos de comunicación y a establecer unos fuertes vínculos de conexión fraterna. La contemplación de la diversidad de modelos de obispos, de sacerdotes, de religiosos y de fieles que, a lo largo de las diferentes y convergentes veredas, han encarnado los mensajes evangélicos en esta Diócesis debería constituir unas explícitas invitaciones para que, aceptando la variedad de opciones y de “carismas”, vivamos la unidad en la pluralidad.

La elaboración de proyectos ilusionantes dependerá, en gran medida, del acierto con el que descubramos que esos ejemplos nos proporcionan unas respuestas válidas para los problemas actuales, pero siempre que emprendamos un proceso de acercamiento mutuo, de diálogo fluido, de conversación sincera y de comunicación abierta, tras aceptar que, en los trabajos de evangelización, nadie sobra sino que es necesario que todos trabajemos intensamente ampliando nuestra capacidad para crear la cultura del encuentro, de la convivencia y de la colaboración.

 

El recuerdo de tiempos pasados nos hace renacer sólo cuando genera unos propósitos transformadores, cuando nos sirve para elaborar  proyectos de una vida personal más plena y para contribuir en la formación de una sociedad más armoniosa. De esta manera seremos capaces de interpretar correctamente los acontecimientos actuales, de proporcionar seguridad en nuestros vacilantes pasos y de descubrir el significado de las  experiencias nuevas. En mi opinión, la celebración de esta efeméride nos debería servir para leer -con atención, con libertad y con coherencia- el Evangelio huyendo tanto de la blandura condescendiente como de la intolerante rigidez, y para practicar, con una fidelidad original, el amor, ese impulsor central de la vida personal y esa fuente nutricia de la supervivencia colectiva. En estrecha relación de comunión afectiva y efectiva con las personas de la Iglesia real y oficial, evitando las evasiones y los narcisismos encubiertos y sin caer en la tentación de formar grupúsculos cerrados en vez de miembros de una Iglesia de Jesucristo abierta, plural y unida. De esta manera podremos repasar y repensar nuestra existencia examinando las sustancias nutritivas, prestando atención al camino recorrido y contemplándolo con alegría, con esperanza y con gratitud. Es posible que así nos animemos mutuamente para desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más adaptada a las condiciones de los tiempos nuevos.  

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lunes, 9 de enero de 2017

Cumplir años




 

      José Antonio Hernández Guerrero  

En contra de lo que piensan algunos mortales, me atrevo a opinar que el tiempo por sí solo, desgraciadamente, no resuelve los problemas, no cura las enfermedades, no proporciona conocimientos, no desarrolla las facultades, no confiere sabiduría, no otorga dignidad  ni siquiera madura a las personas. Un objeto que no está adornado de otros valores que el tiempo de existencia o un ser humano que sólo posee mucha edad son, simplemente, viejos.

Pero también es cierto que la ciencia y la historia nos han habituado a medir la importancia de los objetos y a calibrar el valor de los acontecimientos por su dimensión temporal: el cosmos se describe por la distancia que separa a las estrellas de nosotros, el átomo por sus inaprehensibles oscilaciones, los acontecimientos sociales por su antigüedad y la vida humana por su edad. La existencia y la vida están configuradas, efectivamente, por el tiempo, pero no son sólo ni principalmente tiempo

El tiempo, la antigüedad y la edad, sin embargo, son simples continentes: frágiles vasijas de diferentes dimensiones y de distintas formas que han de ser colmadas con experiencias vitales; cofres decorados destinados a albergar tesoros; cauces abiertos por los que han de discurrir las corrientes de energías; hilos conductores de la savia vital; pero todos ellos pueden encerrar también inútil basura o inservibles desperdicios e, incluso, pueden estar simplemente vacíos.

 

Para que el tiempo sea vida, ha de poseer sentido y hemos de reconocer que lo único que de verdad proporciona sentido humano es el amor; la mera suma de años o la simple acumulación de bienes no aumenta la estatura humana, de igual manera que la simple ingestión de alimentos no asimilados no hace crecer ni fortalece el cuerpo. Sólo la comunicación y la entrega a alguien ensancha, ahonda y eleva la vida humana. Cualquier vino no se hace más rico con el tiempo.                   

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martes, 1 de mayo de 2018

SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite: "Joaquín y Antonio, dos conciudadanos sin obituari...

SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite: "Joaquín y Antonio, dos conciudadanos sin obituari...: >> Todos los articulos de J.A. Hernández en buceite.com     - Si es cierto que los fallecimientos de estas dos personas sin hoga...

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domingo, 15 de abril de 2018

El humor incontrolado perjudica al destinatario, al tema e, incluso, al que lo utiliza.

 

Nota previa: Por razones estrictamente personales suspendo mis colaboraciones hasta nuevo aviso. Cordialmente, José Antonio

 

 

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Según afirman algunos psicólogos sociales, en cada grupo constituido por, al menos, cuatro personas, suele haber un miembro que encarna el papel de “gracioso”. Es el que a todo le saca punta; es el que ironiza, ridiculiza y, en expresión más vulgar, “se cachondea” de todo lo humano y lo divino. Se siente en la obligación de hacernos reír para aliviarnos del peso de los asuntos serios, para disminuir nuestras preocupaciones y nuestros temores, pero, a veces, sólo actúa impulsado por la necesidad de llamar la atención o de disimular sus problemas familiares o sus fracasos profesionales. El procedimiento que suelen usar es el de cambiar de significado a las palabras, descontextualizar los episodios y, sobre todo, exagerar los comportamientos.

 

Aunque es cierto que el humor constituye un recurso que se ha empleado de forma interrumpida en los diferentes lenguajes artísticos y, de manera más intensa, en la literatura, no sólo con la intención de divertir, sino también con el fin de educar, también es verdad que, si no se emplea de manera controlada, puede hacer un daño notable al destinatario, al objeto e, incluso, al sujeto que la utiliza.

 

El humor es uno de esos condimentos que, si no lo administramos con cuidado y se nos va la mano, estropea cualquier menú elaborado con delicados manjares. Recuerden que la palabra “sátira” se deriva del latín satura, ‘mezcla’ o ‘plato colmado’, y se relaciona con el adverbio satis, también latino, que significa ‘bastante’. Por eso todos los autores clásicos siguiendo a Horacio aconsejan la mesura, la prudencia e, incluso, la sobriedad en el uso de las “gracias”, de la misma manera que en el empleo de la sal, de la pimienta y del vinagre. Él era un satírico sereno, que prefería comentar "con una sonrisa", sobre todo, los excesos sexuales y las conductas groseras. En contraste con su amable burla encontramos el humor cáustico de su contemporáneo Juvenal, quien, a través de 16 sátiras en verso, fustiga los vicios de la sociedad urbana de Roma y los opone a la tranquilidad y a la honradez de la vida campesina.

El abuso de este eficaz procedimiento psicológico que cumple la función de aligerar el peso de las ocupaciones cotidianas, aliviar la intensidad de las presiones psicológicas y relajar la tensión de los conflictos sociales hace que llegue a ser una desagradable tortura: el lenitivo, el analgésico o el euforizante se convierten en perniciosa y desagradable droga.

 

Si no usamos el humor de manera controlada, corremos el peligro de banalizar las cuestiones importantes, desdramatizar los episodios dramáticos y desacralizar hechos sagrados. Su abuso, por lo tanto, tiene unas consecuencias negativas porque disuelve, destruye y, a veces, aniquila. Es una herramienta de precisión que hemos de manejar con habilidad y con tacto porque, de lo contrario, se convierte en arma mortífera; es una medicina que, si no la dosificamos, nos envenena.

 

Por eso hemos de librarnos de los graciosos, porque, con sus bromas permanentes e inoportunas, desgracian empresas nobles logradas tras denodados esfuerzos, ridiculizan gestos dignos que enaltecen a los seres humanos, trivializar principios morales en los que se apoyan el crecimiento humano, el progreso social, la convivencia pacífica y, en resumen, el bienestar personal y colectivo. Reírse, por ejemplo, de los que, por tomar en serio la vida, entregan su tiempo a mejorar las condiciones de la existencia de los que sufren es una aberración, pero mucho más perverso es, sin duda, hacer chistes fáciles a costa de los seres humanos que padecen deformaciones corporales o trastornos psicológicos. ¿No es verdad que el humor, a veces, es una manera burda o sutil de hacer daño a las personas más indefensas?

 

 

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sábado, 7 de abril de 2018

Los buenos y, sobre todo, los que ejercemos el oficio de la bondad también somos peligrosos

 

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Lo malo de los buenos es cuando se lo creen ellos mismos e intentan, por todos los medios, persuadirnos a los demás de que lo son: cuando, para demostrarlo, se suben por su cuenta en un altar y, en vez de pasear, procesionan por nuestra calles meciéndose a un lado y a otro, como si -hieráticos, solemnes y ceremoniosos- fueran encaramados en un paso de nuestra Semana Santa. Convencidos de su indiscutible bondad, sienten la ineludible responsabilidad de servirnos de modelos de identidad, y contraen la honrosa obligación de dictarnos lecciones de moral y de buenas costumbres. Y es que, efectivamente, algunos conciudadanos ejercen estas tareas como si fueran los “buenos profesionales” o los “santos oficiales” y, por lo tanto, contraen la apremiante obligación de dedicar su tiempo a explicarnos con sus palabras y con sus obras la bondad de sus eminentes bondades.

 

Como es natural, todos sus consejos están impulsados por el noble afán de hacernos el bien, de ayudarnos a alcanzar la felicidad y, en la medida de sus posibilidades, a lograr un mundo mejor en el que no campeen por su respeto la maldad, la mentira, la codicia, el orgullo, la envidia, la lujuria ni todas los demás vicios del alma y del cuerpo. No crean, ni mucho menos que estos “buenos profesionales” sólo surgen en las tierras benditas de los conventos religiosos sino que, también proliferan en las arenas de los partidos aconfesionales e, incluso, en las rocas escarpadas en las que se libran las luchas sociales, económicas y políticas. Pero, en mi opinión, el terreno más propicio para que broten estos prototipos egregios de la bondad es el de los medios de comunicación; es aquí donde, en la actualidad, mejor resuenan las voces y los gestos de quienes, creyéndonos perfectos, lanzamos nuestros dardos contra aquellos que, situados a nuestra derecha o a nuestra izquierda, arriba o abajo, nos son capaces de aceptar nuestros principios ni nuestras normas de conducta.

 

También es verdad que esta misión tan delicada, a algunos les resulta dura ya que sufren intensamente al comprobar cómo muchos -desaprensivos, insensibles o, quizás, perversos- no valoran sus excelentes comportamientos ni secundan sus atinados consejos. Por eso tropiezan con serias dificultades para ser, además de buenos, amables, comprensivos y tolerantes; por eso, por muchos esfuerzos que hacen para adoptar expresiones beatíficas, no siempre son capaces de disimular la acritud del vinagre con el que condimentan los sustanciosos platos que nos proponen para que los probemos.

 

Es posible que, si de vez en cuando, nos descubrieran con naturalidad algunas de sus grietas por las que pudiéramos percibir algunos de sus fallos humanos, ellos se sentirían más relajados y nosotros también menos distanciados. No podemos olvidar que, si la perfección y la excelencia nos producen admiración, las imperfecciones -si son asumidas con humildad- nos inspiran respeto, comprensión y, a veces, cariño. Recordemos que, cuando afirmamos coloquialmente que un personaje es “muy humano”, estamos valorando positivamente los inevitables defectos y las reiteradas caídas de quienes constituyen nuestros espejos. Humano es, por ejemplo, quien, de vez en cuando, se equivoca en los cálculos, quien ante los peligros siente miedo, quien se cansa de trabajar y de correr, quien llora en las desgracias o quien se queja del calor en el verano o del frío en el invierno. Cuando la bondad se convierte en perfección puede perder muchos de sus atractivos y resultarnos molesta. En vez de alimentarnos, puede indigestarnos.

 

 

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domingo, 1 de abril de 2018

Hay que ver lo atrevidos que somos los torpes y los ignorantes

 

José Antonio Hernández Guerrero

 

Si es arriesgado dejar el poder en manos de los que carecen de conciencia, más peligroso resulta confiárselo a los inconscientes, a los ignorantes y a los torpes. Todos comprendemos el daño que puede causar un gobernante inmoral, un “poderoso” que carece de principios y de criterios éticos, un “mandamás” que, en la práctica, ignora la diferencia que existe entre la bondad y la maldad y, que en consecuencia, desprecia los valores y no experimenta preocupación alguna a la hora de orientar su vida. El inmoral, el sinvergüenza o el desvergonzado son unos “caraduras” que, con la mayor tranquilidad del mundo, se saltan las barreras y desbordan los cauces; son unos “frescales” que, en sus comportamientos, prescinden de los criterios éticos, no tienen en cuenta la leyes morales, actúan en contra de los dictados de las normas que prescriben hacer el bien y evitar el mal. Pero, si son listos, procuran disimular sus atropellos o, al menos, justificarlos.

 

El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu; conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que, alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven. Los torpes y los ignorantes no saben quiénes son ellos ni quiénes son los demás con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados, en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.

 

Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, es ambicioso y se empeña en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos políticos y, no digamos, cuando logra encaramarse en un puesto de mando porque, entonces, se olvida de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventa nobles antepasados y se identifica hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quien está tratando?, suele preguntar si alguien le indica que guarde su turno o que cumpla con las normas elementales de ciudadanía.

 

 

 Pero corren aún mayor peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos, en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada. Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone, porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.

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sábado, 24 de marzo de 2018

Hemos de encauzar a los poderosos para evitar sus desbordamientos

 

                                                             José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque, dicho de una manera tan clara, nos puede resultar un juicio exagerado y sorprendente, lo cierto es que la ciencia, el arte, la economía e, incluso, la política, si las abandonamos a sus propias leyes, pueden resultar unas fuerzas destructoras: pueden ser homicidas y suicidas. Con esta afirmación tan tajante no sólo reconozco el hecho histórico tan repetido y tan lamentable de la existencia de científicos, de artistas, de economistas y de políticos que han utilizado sus respectivos poderes para destruir y para hacer daño, sino que, además, advierto que, por exigencias de su propia naturaleza, las fuerzas científicas, artísticas, económicas y políticas -todas fuerzas brutas- tienden a crecer y, en consecuencia, a destruir, a aprovecharse avariciosamente de los seres más débiles que encuentran a su paso. Ésta es la ley natural, la ley de la selva, la ley del más fuerte. La historia inhumana de la humanidad está plagada -como todos sabemos- de científicos crueles, de artistas perversos, de economistas ambiciosos y de políticos criminales.

 

En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.

 

El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar famas, romper familias, destruir pueblos.

 

Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo, a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado pruebas irrefutables de sensibilidad moral.

 

 

En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando, además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal. 

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domingo, 18 de marzo de 2018

 

 

 

 

El rencor como arma política

José Antonio Hernández Guerrero

Entre los problemas más graves que la sociedad española tiene planteados en la actualidad destaca, a mi juicio, la creciente extensión y la progresiva intensidad que está alcanzando el rencor, un virus letal que, alimentado por los discursos crispados de los responsables políticos y amplificado por la megafonía de los medios de comunicación, infesta el clima de convivencia ciudadana. Lo peor de esta grave epidemia social es la rapidez con la que se propaga y, sobre todo, las nefastas consecuencias que arrastra en los diferentes ámbitos de la vida individual y colectiva de muchos de nuestros conciudadanos.

 

Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada, que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente, han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren a sus adversarios.

Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como sinónimo de “violencia”.

No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que, de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.

 

¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad, la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario? ¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan, injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen los políticos?

 

 

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domingo, 31 de diciembre de 2017

Fallece Juan Piña Batista, párroco de El Rosario y profesor de la UCA

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     José Antonio Hernández Guerrero

Confieso que me resulta difícil precisar el rasgo más caracterizador del perfil humano, profesional y sacerdotal de Juan Piña Batista, un hombre plenamente consciente del momento histórico, de la situación eclesial y del contexto sociológico en los que ha desarrollado sus diferentes trabajos pastorales y profesionales. Ha sido un creyente que ha vivido su fe de manera coherente, un profesor universitario que ha desarrollado eficientemente las tareas docentes, investigadoras y de gestión en la Universidad de Cádiz, y un sacerdote esperanzado que ha ejercido con ilusión su ministerio en diversos organismos diocesanos y en varias parroquias. Cursó los Estudios Eclesiásticos en el Centro interdiocesano de Sevilla, Catequesis en la Universidad Salesiana de Roma y alcanzó el grado de Doctor en Psicología en la Universidad de Cádiz. Fue Párroco  en San Juan de Dios de Ceuta, del Santo Cristo, en San Fernando, de Santo Tomás y El Rosario en Cádiz, Director del Secretariado de Misiones y del de Ecumenismo, Vicario Episcopal de la zona de la Bahía, miembro del Consejo del Presbiterio y profesor de Religión del Colegio del Amor de Dios y de la Facultad de Ciencias de la Educación donde también ejerció como Vicedecano. Siempre atento a las necesidades de los alumnos y de los feligreses, orientó sus múltiples tareas siguiendo las pautas fundamentales del Evangelio y los dictados de su propia conciencia.

Durante los últimos meses, mediante su serena manera de sobrellevar la enfermedad, nos ha mostrado el grado de su densidad humana y la altura de su talla espiritual. Tras mirar a los ojos de la enfermedad y de reconocerla como la mensajera de la muerte, decidió convivir con ella sin culparla del mensaje que le traía. Siguió su vida enredado en las terapias prescritas pero, también, sabiendo burlar el cerco, trabajando en las tareas pastorales y profesionales a las que se había comprometido. Durante todo su rico y variado itinerario vital nos ha mostrado su notable capacidad para encajar las adversidades, su paciencia, su entereza, su constancia y su firmeza en sus profundas convicciones evangélicas. Ejerció su trabajo con serena disposición y, en ningún momento, desmereció de su espíritu crítico.

Su vida y su muerte nos ofrecen una visión esperanzadora para los hombres y para las mujeres que aquí se han esforzado por la noble, por la difícil y por la imprescindible tarea de la enseñanza. Su entera existencia nos ha proporcionado esa otra visión positiva de un más allá que empieza aquí, en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, en el amor fraterno, en la esperanza compartida. El profesor Juan Piña constituye la demostración visible de que el ejercicio de la enseñanza -compatible con las labores sacerdotales- es una tarea que, además de favorecer el cultivo de las ciencias, de las letras y de las artes, ayuda de manera eficiente a “vivir la vida” en el más amplio e intenso sentido de esta expresión. Su trayectoria docente e investigadora, orientada por su lúcida inteligencia, por su fina sensibilidad y por su seriedad profesional, le ha servido como papel pautado sobre el que ha plasmado los rasgos que adornan a los profesores creyentes que, además de profesionales, son seres humanos y humanistas.

 

 Cumplió con sus múltiples obligaciones con la naturalidad que le era congénita y, en las diferentes situaciones, se  entregó con intensidad a los fieles y a sus alumnos. Apoyado en convicciones profundas, la calidad y la claridad de sus conceptos, el rigor de sus modelos científicos, éticos y religiosos, y la transparencia de su lenguaje, fueron permanentes invitaciones para que uniéramos el trabajo y la vida, para que buscáramos sin desmayo la verdad posible y para que optáramos con decisión por los valores trascendentes. Con su madre, hermanos y hermanas, somos muchos los que nos sentimos apenados. Que descanse en paz.

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miércoles, 27 de diciembre de 2017

Sortear la vejez y vivir la ancianidad

 

 

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva oportunidad para que re-novemos nuestro propósitos de cambiar, mejorar, crecer y vivir nuestras vidas de una más nueva.

 

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miércoles, 13 de diciembre de 2017

Felicidades

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La Navidad cristiana, mezcla de realismo y de idealismo, de cosas sencillas y de episodios hermosos, nos transmite unas nuevas ganas de ser más buenos y unos sinceros deseos de amistad, de respeto y de generosidad. La sencillez de lo cotidiano, simbolizada de esta manera tan bella, nos descubre, con una singular fuerza comunicativa, las justas dimensiones de la vida. Para calar en la profundidad de estos sentidos, hemos de estar atentos y recordar –“revivir”- aquellas vivencias hondas que nos ayudan –ahora que seguimos siendo pequeños- a acompañarnos, a respetarnos, a comprendernos y a acogernos, esas experiencias que nos proporcionan alegría y nos enseñan a “sentir los sentimientos”, a saber qué es el frío, a palpar qué son los miedos, a soltar nuevos suspiros, a darnos aliento y a querernos.Felicidades, un beso. José Antonio

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domingo, 18 de junio de 2017

64 - Silencio saludable

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Con el fin de contribuir en el logro de ese “saludable silencio” que, en reiteradas ocasiones he propuesto, y con la intención de colaborar para mitigar esos ruidos atronadores que tanto nos espantan y esas permanentes cantinelas que tanto nos aburren, he decidido suprimir estos artículos semanales hasta, quizás, el comienzo del nuevo curso.

He llegado a la conclusión de que este silencio nos puede servir -aún más que las benévolas palabras- para serenar nuestros ánimos, para tranquilizar nuestras conciencias, para infundirnos esperanzas, para controlar los temores y, en resumen, para estimular las ganas de vivir apaciblemente. Estoy convencido de que este apagón tendrá unos saludables efectos, al menos, simbólicos. Será una terapia que nos limpiará el corazón de humores y nos purificará la sangre de esos virus contagiosos que envenenan la convivencia social y que, a veces, agrian el bienestar familiar. Servirá, al menos, para que seamos conscientes de que la saturación de palabras hirientes, petulantes o vanas, nos agobia, nos irrita y nos empacha hasta, a veces, hacernos vomitar.

 

Es posible que este tiempo de silencio nos sirva para ahorrar energías, para leer con mayor tranquilidad otros artículos más profundos, interesantes y divertidos, para escuchar plácidamente música o para releer con fruición algunos de esos libros que, en nuestra juventud, nos distraían. Ya verán cómo nos resuenan de otra manera y, quizás, hasta nos hacen soñar. Podemos emplearlo también en conversar con nuestra pareja, con nuestros hijos y con nuestros amigos, pero, probablemente, el mejor resultado de este tiempo de silencio será un lavado de la contaminación acústica que favorezca la reflexión, el descanso o, simplemente, que nos ayude a mantener la mente en blanco para disminuir el estrés y para ahorrar esas energías que necesitamos para otras tareas más importantes y más gratificantes.  

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lunes, 12 de junio de 2017

El cuerpo

 

 

 

                   José Antonio Hernández Guerrero

   

A lo largo de la historia de nuestra civilización occidental, el cuerpo y el alma se han considerado, alternativamente, como amigos inseparables y como enemigos irreconciliables. Recordemos que los filósofos presocráticos afirmaban que el alma estaba alojada en el cuerpo como en un destierro, encerrada como en una prisión o enterrada como en un sepulcro. Es cierto también que, en la tradición cristiana, junto a la tesis apoyada en las palabras del apóstol Pablo, que venera el cuerpo  como templo del Espíritu Santo, ha existido una corriente ascética que ha despreciado y maltratado el cuerpo, considerándolo como ocasión de pecados y como fuente de vicios.

En la actualidad, tras las reflexiones desarrolladas por los pensadores que han intentado superar la dualidad entre la mente y el cuerpo, ya apuntada por los griegos, se acepta comúnmente que el cuerpo no es sólo la envoltura de la persona humana, sino un elemento constitutivo de su personalidad; no sólo el sustento biológico, sino también un factor determinante del perfil psicológico y un cauce inevitable para la integración social: el cuerpo hace posible y, en cierta medida, determina el pensamiento, el lenguaje y los sentimientos. Podemos concluir afirmando, incluso, que el cultivo del cuerpo es la senda indispensable para la educación del espíritu. El bienestar humano -tanto el personal como el colectivo- parte necesariamente de la buena forma del cuerpo y del equilibrio de la mente. Si el cansancio, la fiebre o el dolor repercuten en el estado de ánimo, el ansia, el estrés y las preocupaciones, influyen negativamente sobre el funcionamiento de los órganos corporales. Pero es que, además, el cuerpo expresa, de manera directa, lo que la persona piensa, siente, desea, teme, ama y odia.

Ya resulta un lugar común afirmar que el cuerpo constituye la mejor definición de nuestra personalidad. Declara, de manera directa, no sólo nuestro estado físico sino también nuestra salud mental: nuestro equilibrio psicológico, nuestras ansiedades, nuestras aspiraciones y nuestras frustraciones. Es el termómetro más fiel de nuestro bienestar. Consideramos, por lo tanto, que es un error grave adiestrar el cuerpo para que, paradójicamente, sirva como escudo que nos proteja de la posible comunicación e, incluso, como blindaje que nos defienda de nuestros fantasmas interiores. Las raíces profundas de este bloqueo, localizadas en una educación errónea durante la niñez de algunas personas, han desarrollado un sistema automático de desconexión tan potente que, cuando sienten alguna sensación agradable, automáticamente cierran las ventanas de los sentidos y se colocan un corsé para protegerse y para no sentir. Recordemos que Sartre decía, por el contrario, que la caricia "no es un simple roce de epidermis sino, en el mejor de los sentidos, una creación compartida...", al acariciar comunicamos nuestros sentimientos e intentamos sentir lo que siente el otro.

 

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Etiquetas: José Antonio Hernández

domingo, 4 de junio de 2017

Mujer y deseo

 

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

Los deseos son los estímulos que mejor definen el perfil psicológico, el comportamiento sociológico y la  trayectoria biográfica de los seres humanos; todavía más que las ideas e, incluso, más que los hechos, los deseos constituyen los códigos secretos que, si acertamos a descifrarlos, nos proporcionan las claves para interpretar el sentido de cada vida humana: nos explican el fondo de nuestras acciones y nos descubren el fundamento de nuestras omisiones. Sus análisis, por lo tanto, nos abren unas sendas directas por las que podemos llegar a comprender la identidad personal y la idiosincrasia colectiva, ya que, de manera más o menos consciente, influyen decisivamente en las percepciones, en la formación del pensamiento, en la adopción de las actitudes y en la elección de las conductas.

Copiando palabras de Manuel Gregorio González, me permito afirmar que las “voces profanas” recogidas en el libro Mujer y deseo, nos proporcionan una nueva y audaz lectura -sugestiva por su originalidad- de textos clásicos, y una exégesis matizada -sorprendente por su obviedad- de relatos “religiosos”: nos aclaran las raíces ocultas de los comportamientos “femeninos”, desde una perspectiva insólita hasta ahora, y nos muestran los gérmenes de unas desigualdades aceptadas tradicionalmente como herencias biológicas o como reliquias antropológicas.

Esta novedosa obra nos aporta unas reflexiones sutiles que ahondan en el fondo íntimo de nuestra conciencia personal -la de los hombres y la de las mujeres- y en las galerías subterráneas por las que discurren las corrientes poderosas de unos mitos que, repetidos hasta la saciedad, han alimentado el pensamiento religioso, los criterios éticos, las pautas sociales y las opciones políticas durante milenios; son las brújulas que han orientado la mentalidad y las líneas maestras que marcan el desarrollo de las relaciones humanas. 

Con habilidad, valentía y rigor, las autoras y los autores de estos trabajos han descendido al pozo de los sentimientos ocultos, reprimidos o camuflados durante siglos, para denunciar los prejuicios atávicos que, de hecho, han silenciado y castigado los deseos femeninos como si se tratara de crímenes nefandos.  

 

Estoy releyendo el libro Mujer y deseo, aquella obra editada por la Universidad -que recoge los trabajos debatidos en el Congreso Internacional desarrollado en Cádiz, en abril de 2003, que fue coordinado por María José de la Pascua, María del Rosario García-Doncel y Gloria Espigado. Es un análisis que, desde perspectivas interdisciplinares, esboza la relación mujer-deseo y nos proporciona una información crítica sobre los fundamentos de las raíces de dicha mentalidad represora de los deseos femeninos. En mi opinión, estos estudios nos pueden servir para trazar las pautas que han de orientar unas relaciones más igualitarias, justas y razonables, y que, posiblemente, posibilitarán una convivencia más confortable, alejada de sentimentalismos trasnochados.

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Etiquetas: José Antonio Hernández

domingo, 28 de mayo de 2017

El mosqueo y el cabreo

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

     

Una de las consecuencias negativas que, a veces, se derivan de los ascensos a cargos relevantes es el aumento exagerado de la propia estima y, por lo tanto, la multiplicación incontrolada de las “vivencias de autorreferencia”. La manifestación más clara de este hecho es la hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante las críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención que los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria, echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.

El que se sabe demasiado importante corre el riesgo de estar en un estado de permanente “mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los ascensos en las categorías profesionales, en los niveles económicos, en las escalas sociales, en las dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos producen, en muchos casos, el aumento de la irritación y del mal humor como consecuencia de la desilusión que genera la insuficiente consideración con la que son tratados y el escaso reconocimiento que sus figuras despiertan. Algunos, incluso, se sienten permanentemente vejados porque -afirman- “la gente no se da cuenta a quién está tratando”.

Todos conocemos a personas que eran desgraciadas porque no ascendían pero, desde que lograron subirse encima de un estrado o situarse detrás de una “baranda prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una concejalía, una canonjía, un episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía en la junta de la comunidad de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su naturaleza se ha transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus hijos, sus hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten teniendo en cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son más frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber aprobado las oposiciones.  

 

No debería sorprendernos demasiado que sean tantos los personajes que, según las crónicas periodísticas de estos días, se han sentido ninguneados, marginados y vejados por el trato insuficiente que les han dispensado los medios de comunicación.

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lunes, 22 de mayo de 2017

La Pasión y las pasiones

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Como nos enseñó Aristóteles, los dramas sangrientos poseen una intensa fuerza catártica y cumplen, además, unas importantes funciones éticas y estéticas. Recordemos cómo nos explicó que la utilidad de la tragedia estriba en la fuerza con la que los espectadores, al ver proyectadas en los actores nuestros sufrimientos y nuestras pasiones, experimentamos un efecto purificador. Mediante la contemplación y a través de la participación anímica en las escenas, sometemos nuestro espíritu a profundas conmociones que, paradójicamente,  sirven para serenarnos. Cuando salimos del patio de butaca, tras haber participado en el duro castigo que han infligido a unos seres semejantes, experimentamos pena y dolor, lloramos y nos desahogamos, y, finalmente, nos quedamos más tranquilos y más limpios: nos sentimos mejores seres humanos.    

Recuerdo, por ejemplo, “La Pasión de Cristo”, aquella película dramática estadounidense de 2004, dirigida por Mel Gibson y protagonizada por Jim Caviezel como Jesús de Nazaret, Maia Morgenstern como la Virgen María y Monica Bellucci como María Magdalena. En ella se recrea la Pasión de Jesús de acuerdo, en líneas generales, con los Evangelios canónicos.

La película fue rodada íntegramente en Italia: exteriores en las ciudades de Matera y Craco (en la sureña región de Basilicata), y los interiores en los estudios de Cinecittà (en Roma). Esta Pasión, que se rodó en latín, en hebreo y en arameo con subtítulos, además del éxito económico, excitó algunas pasiones, despertó ciertas conciencias éticas y hasta provocó algunas conversiones religiosas. Según las informaciones publicadas, muchos cristianos y no cristianos pasaron por taquilla para no perderse el estreno en España.

Algunos afirmaron que, por su realismo, humaniza la figura de Jesús de Nazareth; otros confesaron que era una impresionante y conmovedora meditación sobre la pasión de Cristo, y no faltaron quienes dijeron que les hizo pensar en el sentido trascendente de esta vida. El intérprete de la figura de Jesús, Jim Caviezel, confesó: “Ahora entiendo el sufrimiento mucho mejor que antes; los dolores de Jesús me ayudan a dar sentido a mis dolores y a tratar de aliviar los ajenos”.

 

Otros comentaristas, por el contrario, han mostraron su rechazo al oportunismo de un “intransigente cristiano integrista que no dudó de bañar de sangre las pantallas para alimentar los bajos instintos del personal con el nada místico propósito de ganar una fortuna”. En mi opinión, esta “Pasión de Cristo” es sólo una película que ha de ser visionada con la misma distancia y con idéntica actitud crítica con las que contemplamos las demás obras teatrales o cinematográficas.

 

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lunes, 15 de mayo de 2017

60.- Matar y morir

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero  

 

La muerte es el hecho que mejor nos descubre la relatividad de otros valores, a veces, proclamados como absolutos. Ni los bienes económicos, culturales o estéticos, ni las instituciones religiosas, sociales o políticas, valen una vida humana: ni la patria, ni la bandera, ni la lengua pueden defenderse matando ni muriendo. En mi opinión, este principio que, quizás a algunos le suene a doctrina, constituye el mínimo denominador común de todas las personas de buena voluntad y de todos los grupos democráticos.

En los momentos de dolor generados por los frecuente y brutales atentados terroristas deberíamos guardar un profundo silencio para reflexionar sobre las consecuencias mortíferas que se siguen de la sacralización de un pedazo de tierra o de una serie de convicciones. Como afirmé en el artículo de la semana pasada, es cierto que tenemos el derecho y necesidad de gritar con fuerza para desahogar la rabia, para mostrar la indignación y para expresar nuestra solidaridad a los que están sufriendo la agresión, pero nuestras voces serán estériles si no logran que los criminales descubran su maldad, si no conseguimos que los fanáticos duden de sus certezas, que los sectarios debiliten sus adhesiones o que, al menos, todos rebajemos nuestra agresividad.        

Para lograr estos objetivos, más que sesudas reflexiones, bastaría con que fuéramos capaces de acercarnos, uno por uno, por ejemplo, al viudo de aquella mujer a la que una mochila, estratégicamente colocada debajo de su asiento, le arrancó su vida y la del hijo que llevaba en sus entrañas. Ahora mismo, contemplo en la pantalla del televisor a ese grupo de vecinos que llora por la muerte de una joven de veintitantos años apuñalada por su “pareja sentimental”.

Corremos el riesgo de que el volumen de este sangriento bosque, de este río de crímenes, nos nuble la vista y nos impida acercarnos a cada uno de los árboles, que han sido arrancados de cuajo dejando desolados para siempre a los familiares y a los amigos. Pongamos, por favor, nombres, caras, sentimientos, ilusiones, temores y proyectos a cada uno de esos números y, después, sigamos hablando y discutiendo de política, de economía, de filosofía o de arte.   

 

En mi opinión, en la mayoría de los casos, la adjetivación -como política, religiosa o cultural- de los asesinatos, en vez de atenuar su gravedad, la aumenta: más que amor o identificación con una idea, con una tierra o con una bandera, son consecuencias de un odio irreprimible a los otros. Mientras que no descubramos que una sola vida humana, con independencia de la edad, del sexo, de la profesión, de la fortuna o del cargo, vale más que todos los tesoros, no seremos capaces de controlar y de disminuir la fuerza aniquiladora que, a veces, está encubierta por los más bellos y apasionantes ideales. 

 

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domingo, 7 de mayo de 2017

58 - El odio

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero 

Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio; las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica que reestablezca el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan mortífero, homicida y suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos todos en los pliegues de nuestras entrañas.

Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e intenso, que genera ideas vinculadas a generar daño, a destruir su objeto, a aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo. Como ha explicado Castilla del Pino, el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela; odiamos todo objeto que consideramos una amenaza de nuestra integridad y lo odiamos para salvaguardarnos de ella ante nosotros mismos.

Pero, en mi opinión, es posible que no tengamos tan claro que, frecuentemente, nuestra visión es maniquea y simplificadora porque vertemos todo el mal sobre nuestros enemigos y consideramos que nosotros somos los buenos, los que estamos libres de culpa. En los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de los enemigos- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros debemos soportar.

Acabo de leer unas ideas que por su sencillez, claridad y actualidad, son de las que más me han llamado la atención de los libros que, en estos momentos, tengo entre manos. La trascripción textual es la siguiente: “Aunque no hubiese más que un solo alemán decente, él solo merecería ser defendido frente a esa banda de bárbaros y, gracias a él, no habría derecho a verter odio sobre un pueblo entero. Esto no significa ser indulgentes ante determinadas tendencias, hay que tomar posiciones, indignarse por algunas cosas en determinados momentos, tratar de comprender; pero ese odio indiferenciado es lo peor que hay. El una enfermedad del alma”.

 

Estas palabras recobran todo su valor cuando sabemos que fueron escritas por Etty Hillesum (1914-1943) una joven judía que, antes de morir en Auschwits, escribió sus dolorosas experiencias interiores y sus profundas convicciones de que, incluso ante el supremo sufrimiento, hemos de alabar la vida y vivirla “con la plenitud de sentido que la vida requiere”. 

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martes, 2 de mayo de 2017

Viajar y leer

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

    

Como nos muestran las estadísticas y los pronósticos que periódicamente nos ofrecen los medios de comunicación, los viajes -tan excepcionales hace escasos años- han llegado a constituir un hábito casi rutinario y, para muchos, una necesidad ineludible. En la actualidad viajamos casi todos, aunque cada uno justifique sus desplazamientos con razones diferentes: unos lo hacen empujados por un espíritu aventurero, otros para llenar el tiempo de ocio, otros impulsados por el ansia de ampliar su cultura y, otros, finalmente, forzados por motivos profesionales. Pero el resultado es que cada vez viajamos más y que, en cualquier época del año, nos surgen pretextos para organizar un "puente" no previsto, un fin de semana alargado o incluso unas minivacaciones que, inevitablemente, implican una salida de nuestro lugar de residencia. Todos los indicadores sociológicos llegan a la misma conclusión: "En los próximos años, el sector turístico va a seguir experimentando una notable expansión".

Pero, aunque a primera vista nos sorprenda la afirmación, los viajes, por muy lejos que nos lleven, siempre alcanzan su fin y su finalidad en el punto de partida: viajamos para regresar a nuestro hogar y para descubrir en él unos alicientes de los que carecen los mejores hoteles, para revalorar ese rincón de nuestra casa en el que leemos o cosemos o, incluso, el butacón desde el que, soñolientos, vemos el telediario, los partidos de fútbol o los programas del corazón; viajamos, también, para comparar nuestros lugares con otros lejanos: nuestras playas con las de la Costa del Sol o con las de las Antillas, nuestra catedral con la de Notre Dame de París o con la de San Pedro de Roma, nuestro clima con el del norte de España o con el del Centro Europa. Es cierto que los viajes abren unas vías de acercamiento a los demás y, al mismo tiempo, unos cauces de aproximación a nosotros mismos: viajar es una forma de alejarnos y de aproximarnos a nuestros lugares y, por lo tanto, una manera de salir y de entrar en nosotros mismos y de revalorar nuestras cosas.

Aunque a primera vista nos parezca una contradicción, hemos de admitir que, en la mayoría de los casos, más que para conocer, viajamos para reconocer los lugares y las gentes de los que tenemos noticias previas por las lecturas o por los comentarios de los que nos han precedido. Por eso, los viajes no deben sustituir las lecturas sino, por el contrario, alimentarse de ellas: los viajes y las lecturas son dos vías complementarias que mutuamente se intensifican y se enriquecen.

 

No perdamos de vista que el paisaje es un significante portador de unos significados que, hasta cierto punto, han sido creados por los artistas, por los pintores, por los cantantes y por los escritores. Por eso, antes, durante y después de cada viaje deberíamos leer algún libro que oriente nuestras miradas, que nos facilite la comprensión de los espacios que contemplamos, que nos descubra la belleza y el sentido de unos elementos que no son sólo escenarios, sino partes de nuestro drama humano, de esos hechos geográficos que, además de sostener y alimentar nuestros cuerpos, nutren nuestro espíritu.

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sábado, 22 de abril de 2017

57 - El misterio humano

 

 

                                      José Antonio Hernández Guerrero                   

De vez en cuando suelo recoger y contemplar detenidamente en la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura que pisamos y de la que estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que el terrón más pequeño de ese barro sea bastante más complicado que todas las fórmulas algebraicas y más complejo que todas las tesis filosóficas. ¿Te has fijado cómo las ciencias -la Química, la Física, la Fisiología- no son capaces de explicar plenamente el interior de las cosas, y cómo ni siquiera la Psicología nos da cuenta de la intimidad profunda del hombre o de la mujer? Como tú repites -querida Carmita- “todos nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna zona de misterio e, incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre algunos secretos indescifrables”.

Si la ciencia es insuficiente para descifrar todos los secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de interpretar las razones de los comportamientos humanos. Aunque es psicológicamente explicable y éticamente comprensible que realicemos un permanente esfuerzo por racionalizar nuestros comportamientos, hemos de reconocer también que, en muchos casos, ese intento nos resulta completamente inútil.

Todos tenemos experiencia de la ineficacia de los razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras decisiones y todos tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se pongan en nuestra situación. Por eso opino que pretender que los demás -los padres o los hijos, los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos entiendan racionalmente es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos comprendan y, para ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas y de los sentimientos profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por justificar nuestros comportamientos.

Algunas veces, las gentes sencillas, las que no son intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni artistas: las que carecen de los conocimientos especializados de la Psicología o de Neurología, saben ver mejor por dentro porque poseen una perspectiva más inmediata y, sobre todo, más vital. Con sus miradas directas descubren que no existen esas contradicciones que, de manera permanente, los avinagrados críticos denuncian. El empleo del recurso fácil al sarcasmo, para zaherir permanentemente de manera inmisericorde a los que no son de nuestra cuerda, revela, más que el talento literario, el talante psicológico y la dimensión moral del autor amargado.

 

Como todos sabemos, las reflexiones son, frecuentemente, "racionalizaciones", meras justificaciones de conductas -quizás- injustificables o explicaciones inútiles de palpables contradicciones. Aunque es cierto que la mente es nuestra más eficaz arma de protección -y, por eso, siempre que pensamos, tratamos de defendernos- en mi opinión, nos debería ocupar  también en indagar, comprender y explicar esas raíces profundas de nuestros comportamientos cuya coherencia es tan real como oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que es la comprensión.

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lunes, 17 de abril de 2017

56 - Aurea mediocritas

 

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

     

Tras leer detenidamente algunos comentarios que he recibido, he llegado a la conclusión de que, en el artículo anterior titulado “La mediocracia”,  no me expliqué con suficiente claridad.  Por eso me permito insistir en que mi crítica a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de la “mediocracia”- pretendió ser, justamente, una defensa de una manera sencilla y natural de vivir la vida humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros que, en estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos orientados en el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia ese mundo masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de tensiones bélicas; hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a nuestra manera meridional de entender la vida.

Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones, retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el poder. 

Yo también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada -"aurea mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido celebrada por los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar íntimo y de felicidad honda.

Aunque a veces los critiquemos, en el fondo anhelamos seguir el ejemplo de tantos paisanos nuestros que prefieren ganar menos dinero y disfrutar tranquilamente del tiempo. Probablemente sin saberlo, están imitando a Horacio cuando rehusó el cargo de secretario de Augusto para permanecer en el campo y defender allí su tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en provecho del cultivo de sus letras y de su filosofía, para dedicarse a sus poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”), a esos versos que sirvieron de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y a Fray Luis de León en su “Oda a la vida retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.

 

¿Qué nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que quien valora el goce de la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute de la serenidad (epicúrea y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya bebido directamente en la fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer una relectura de los vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del bienestar físico y mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos reduciría el riesgo de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de colesterol.

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sábado, 8 de abril de 2017

La mediocracia

 

 

 

      José Antonio Hernández Guerrero

  

Confieso que la palabra no es mía. Creo que la leí hace ya más de dos años en el periódico francés L'Express en un reportaje sobre la nueva sociedad francesa titulado “El triunfo de la mediocracia”. Se refería, como podrán suponer, a esa amplia masa de adictos televidentes que, pasivamente, alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla.

Pero hemos de tener claro que esta “mediocracia” no está integrada sólo por ciudadanos de una determinada edad, de escaso nivel cultural o pertenecientes a un sector social o económico, sino que su malla se extiende por todos los ámbitos de la vida de nuestras ciudades y por todos los barrios de nuestros pueblos. Se caracteriza por padecer una pereza intelectual y por carecer del sentido crítico. Es esa comunidad que se reúne pasiva y plácidamente ante el televisor para, por ejemplo, “consentir” -reírse o llorar- con las efímeras sensaciones y con los cambiantes sentimientos de los “actores” de Acacias 38, del Gran Hermano o de aquella Isla de los famosos.

¿Para qué complicarnos la vida -dicen algunos- escuchando los problemas internacionales de la guerra, los azotes del hambre, los golpes del terrorismo, las agresiones a la ecología, o informándonos sobre literatura, sobre arte, sobre historia o sobre los trastornos étnicos? La mediocracia, producto de la mediocridad cultural, se contenta con ese caldo tibio, ni caliente ni frío, y se complace con el movimiento suave de las olas de la banalidad.

 

Si muchos televidentes tienen bastante con la desbordante oferta futbolística, otros se conforman con las repetidas historias de amor o de desamor, y con el frívolo cotilleo de las infidelidades conyugales. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes nada ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo ni interesante.

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lunes, 3 de abril de 2017

54 - La Guerra

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

En los partidos de fútbol el árbitro es quien dictamina cuándo una acción es falta y, por lo tanto, cuándo es digna de sanción: aplica el reglamento y decide si la jugada ha sido fuera de juego, córner o penalty. En las agresiones conyugales es el juez quien valora los daños y quien determina los castigos: la separación, una multa o, incluso, la cárcel del culpable.

¿Cree usted que es razonable que en las guerras, sin embargo, sea una de las partes -la más poderosa- la que decida si es justa o no, y la que justifique cuándo han de empezar los ataques, durante cuánto tiempo han de continuar y cuándo han de finalizar? ¿Cree usted que es lógico que la justificación moral de la guerra parta de quienes la organizan, la instigan, la desatan o la sostienen? Los representantes del poder del Estado siempre han justificado sus contiendas, independientemente de que tuvieran políticamente razón o no a hacerlo: tienen el poder, la fuerza y, sobre todo, poseen los medios de propagación para tratar de convencernos de su justicia, de su bondad y de su necesidad.

Los políticos de diferentes signos, ayudados por los omnipotentes medios de comunicación tratan de persuadirnos de que las guerras son necesarias e inevitables, al menos, como un mal menor. Apelan al realismo, al utilitarismo e, incluso, al pacifismo. 

Soñar con un mundo sin guerras –afirman ellos- es un idealismo ingenuo y una utopía inalcanzable. Otros tratan de convencernos de que las guerras desarrollan la tecnología que mantiene y aumenta nuestro bienestar: la mayoría de los adelantos modernos -repiten- tiene su origen en los esfuerzos realizados por los científicos para lograr que los aparatos de guerra sean más eficaces, más aniquiladores, más mortíferos y más exterminadores. Nos animan para que demos las gracias a las guerras que han desarrollado la tecnología, la informática y la telemática. Nuestros electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos móviles -dicen- tienen mucho que agradecer a las guerras. La fe en la prosperidad de la tecnología punta no suelen tener en cuenta la producción de tanta basura que sustituye las cosas buenas para aumentar los niveles de saturación -más que de satisfacción- sólo de una parte de la población y para incrementar y extender la miseria en otra parte más amplia. 

Otra de las razones más repetidas es la necesidad de mantener la paz haciendo la guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de “intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la guerra, el mito de Armagedón -la batalla final entre los poderes del bien y del mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar contra uno mismo y pelear contra los nuestros para eliminar el ansia de dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa tarea de sembrar el respeto mutuo.

 

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lunes, 27 de marzo de 2017

El tiempo de las mujeres

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque la historia de la humanidad y la experiencia personal de muchos de nosotros parecen confirmar lo contrario, en mi opinión -como ya adelanté hace varias semanas-, el tiempo es un factor más importante que el espacio para el logro de nuestro bienestar humano. La cantidad, la calidad y el ritmo del tiempo determinan, en gran medida, el nivel de felicidad posible y el grado de satisfacción personal. Pero, ¿cómo -me pregunta Juan- podemos ganar tiempo? Opino que la mejor manera de gastar el tiempo es comprando tiempo.

 

El Estado, las empresas y los clientes adquieren nuestro tiempo a cambio de dinero con el que la mayoría compramos independencia, espacios y objetos; pero no siempre ni todos advertimos que el mayor bien que podemos adquirir es el tiempo -el tiempo libre para dedicarlo a nosotros mismos o para donarlo a los demás, para pensar, para conversar, para escribir, para descansar, para disfrutar o para soñar-. El tiempo libre vale más que, por ejemplo, un campito en Chiclana, un nuevo automóvil o un televisor panorámico.

 

Es cierto que las estadísticas nos dicen que las mujeres están ocupando progresivamente mayores espacios públicos -laborales, políticos, culturales, artísticos y sindicales-, pero también es verdad que, en la mayoría de los casos, por el hecho de que, además, se encargan de las labores domésticas, del cuidado en exclusiva de los niños y de la atención a los enfermos y a los ancianos, el tiempo -su tiempo- se está reduciendo de forma peligrosa.

 

La solución de este problema grave radica en el nuevo reparto de las tareas y en la redistribución de las funciones domésticas. Mientras que los hombres no adquiramos plena conciencia de que el cuidado y el mantenimiento de los espacios domésticos y de las tareas familiares han de ser repartidos, el solo hecho de la irrupción femenina en el mercado laboral -aunque abra una vía de integración social y de liberación personal, aunque suponga un avance cualitativo- no garantiza por sí solo la igualdad real con los hombres. No hay dudas de que, para favorecer un mayor equilibrio entre las ocupaciones de los hombres y de las mujeres, se tendrá que avanzar considerablemente en la regulación de los horarios de trabajo e, incluso, en la redefinición de la productividad, pero, posiblemente, el escollo más difícil de sortear es el de la mentalidad de la mayoría de los hombres y, también, el del pensamiento de muchas mujeres sobre sus respectivos y tradicionales papeles en la familia y en la sociedad. Es necesario que, ante el actual panorama de “parejas biactivas”, se produzca un efectivo reparto de tareas y una nueva conciliación de deberes entre cada uno de los miembros de la unidad familiar.

 

Como afirma María Dolores Ramos Palomo, Catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga: “una persona que no es dueña de su tiempo, difícilmente puede ser dueña de su vida”. Me permito recomendarles el libro titulado “El tiempo de las mujeres”, cuya autora, Dominique Méda, dirige en la actualidad el gabinete de investigación del Ministerio de Trabajo francés. La editorial Narcea ha publicado una cuidada traducción.  

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Etiquetas: José Antonio Hernández

martes, 21 de marzo de 2017

Las palabras vacías

 

 

 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Incluso en nuestras conversaciones cotidianas podemos comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran cocteleras transparentes, cada interlocutor, al pronunciarlas o al escucharlas, las llenan y las vacían permanentemente de diversos significados personales. El valor de las palabras depende, en gran medida, de la huella afectiva que le produce al que la emplea, al que la pronuncia o a que la escucha. Nuestras múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que concurren en nuestras vidas determinan que los objetos, los sucesos y las palabras se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las palabras las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman.

Las palabras poseen un fondo permanente, que es el que figura en los diccionarios, pero, además, se llenan de esos otros significados emocionales que son mucho más importantes y más poderosos. Son valores que los enriquecen o los empobrecen y los convierten en eficaces instrumentos de la construcción y de la destrucción del cada ser humano y de cada sociedad.

¿Qué sentidos tienen, por ejemplo, las  palabras “mar”, “río”, “montaña”, “valle”, “hombre”, “mujer”, “niño”, “anciano”, “amor” u “odio”? ¿No es cierto que las palabras, poseen unos sentidos diferentes que les damos los hablantes y los oyentes cuando establecemos la comunicación, cuando, integrándolas en la cadena de un discurso, las usamos como vehículos para transmitir nuestras ideas, nuestras sensaciones o nuestros sentimientos, como vínculos para unirnos, como látigos para agredir o como pistolas para matar? La palabra “mar” no significa lo mismo pronunciada por un pescador de Barbate, por un pasajero de un trasatlántico de lujo, por un cordobés que veranea en Conil de la Frontera o por un emigrante que atraviesa en patera el Estrecho de Gibraltar.

Los vocablos, efectivamente, no están completamente llenos hasta que los pronunciamos y los escuchamos. Es entonces cuando las palabras adquieren sustancia humana, calor vital y vibración emocional, de la misma manera que las cuerdas de una guitarra sólo expresan sensaciones, sólo transmiten sentimientos, cuando unos dedos maestros las acarician.

 

Pero también es verdad que algunas palabras pueden estar vacías, son las que carecen de contenido humano: no nos hieren, no nos envenenan ni nos matan, pero nos aburren, nos hastían y pueden hartarnos, enojarnos e irritarnos. Son canales de meras flatulencias que, quizás, desahogan a los que las emiten, pero nos aburren a quienes las escuchamos. Las palabras, para que sean humanas, han de estar vivas, han de latir y tener temperatura. Hablamos y escribimos con experiencias y con imágenes, más que con gramáticas y con diccionarios por muy importantes que éstos sean.

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Etiquetas: José Antonio Hernández

domingo, 12 de marzo de 2017

El tiempo ajeno

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

¿Se han fijado ustedes –queridos amigos- la facilidad con la que, cuando un ciudadano cualquiera accede a un puesto de poder, por muy insignificante que sea, se siente capacitado para disponer del tiempo de los demás? Si,  por ejemplo, un director, un delegado o un concejal pretenden entrevistarse con usted para pedirle una colaboración, es posible que lo cite en su despacho a la una de la tarde y es probable, incluso, que él no comparezca o que lo haga media hora más tarde. Si usted, simplemente, le muestra su extrañeza, la “autoridad” se sorprenderá de que no comprenda que él tiene otros muchos asuntos más importantes que resolver. Este comportamiento constituye, a mi juicio, un serio desconocimiento del valor del tiempo de los otros, una grave irresponsabilidad y, sobre todo, una permanente fuente de tropiezos y de desencuentros. Algunos despistados aún no se han dado cuenta de que, si, tradicionalmente, el objeto de las luchas eran los espacios, en la actualidad, la mayoría de los conflictos familiares, sociales y políticos tiene su origen en el empleo del tiempo, el capital más importantes de la vida humana.

Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.

 

Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales. Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que, por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad, hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.

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lunes, 6 de marzo de 2017

Tradiciones

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

 

Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores, constituyan valores supremos o principios inamovibles.

El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones económicas. Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han perdido los velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las sotanas de los curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina, el quinqué en el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan el aceite de ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar. Algunos de estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como reliquias nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron mejores para la mayoría de los humanos.    

 Pero, además, también sabemos que una serie de usos tradicionales como, por ejemplo, la clitoridectomía -la ablación o extirpación del clítoris- y otros usos destinados a eliminar, a reducir y a controlar la sexualidad de la mujer, son inmorales, inhumanos y, por lo tanto, “dignos” de ser eliminados. Esta práctica, a pesar de que constituye un hábito que se remonta a la más arcaica antigüedad y aunque se practica en más de veinte países africanos, a pesar de ser una tradición atávica, es una superstición que, mezclada con prejuicios culturales y con convicciones religiosas, debe ser considerada como brutal agresión a los derechos humanos.

 

Para defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser humano o para explicar esta mutilación corporal que tan graves consecuencias físicas y psicológicas arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de que es un rito que se practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la prueba sociológica de que en el mundo son  más de 120 millones las mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos sociológicos y los hábitos culturales no constituyen razones válidas para aceptar comportamientos inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas y los usos tradicionales no siempre son valiosos sino que, a veces, son, simplemente, viejos, perniciosos y despreciables.

 

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martes, 28 de febrero de 2017

49 - CIRUGÍA ESTÉTICA

 

 

 

La cara no es el “espejo del alma”: es… el alma

 

    José Antonio Hernández Guerrero 

 

Aunque es cierto que, en la actualidad, el negocio dedicado a los cuidados corporales está obteniendo en España un notable auge, no podemos olvidar que el afán por mejorar el aspecto físico para gustar a los demás y, sobre todo, para gustarse a sí mismo, es un hecho permanente desde el comienzo de la civilización humana.

La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los productos que se empleaban para matar a los piojos.

En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso del tiempo: cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, geles reafirmantes de pechos, cremas para eliminar arrugas, tónicos faciales, pomadas para endurecer los glúteos, ungüentos para fortalecer los músculos y potingues para evitar la piel naranja.

Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y, también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les eliminen la papada, les supriman los michelines, les estiren los pómulos, les disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.

Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento equilibrado y una profunda paz interior.

 

La belleza humana es una imagen visible que nace en el fondo de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos profundos  que orientan toda la vida. Por eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?

 

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domingo, 19 de febrero de 2017

Despedirse

 

 

 

    José Antonio Hernández Guerrero

   

Por lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una destreza extraña y un proceder poco común. Y es que, en contra de lo que se suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un portazo”, más que un gesto de cobardía puede ser una prueba de valor.

La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de los casos, lucidez, libertad de espíritu, valentía y, a veces paradójicamente, ser fiel a los compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requieren muchas dosis de atrevimiento para romper con todo, para huir de las esclavitudes y para escapar al vacío. Por eso nos sorprenden gratamente las decisiones de los hombres y de las mujeres que dejan cargos importantes de la vida política, social, económica o religiosa tras hacer una serena reflexión.

La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión la hora del comienzo de sus actividades, pero no calculan el momento de la terminación. Algunos psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital que se manifiesta en timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a quedarse solo o, incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre a los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas pesadas?  A mí me asustan, sobre todo, los que dan razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.

 

Estoy convencido de que, para renovar la vida de los grupos humanos, todavía más necesario que reinventar nuevas fórmulas o establecer principios diferentes es preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es verdad que la experiencia es un capital que hemos de saber rentabilizar, también es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y manos diferentes. Los gobernantes se cansan o, lo que es peor, se acostumbran a mandar, pero los súbditos se saturan y se empachan cuando durante mucho tiempo están viendo las mismas caras.  Hemos de reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que sí que para decir que no; para empezar que para terminar, para aceptar los cargos que para presentar la dimisión. José Carlos se pone más trascendente y afirma que, en nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir. Probablemente tendremos que hacer como Lola cuando ponía la escoba bocarriba detrás de la puerta para así conseguir que María se despidiera en sus largas visitas.   

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jueves, 16 de febrero de 2017

Apertura del año centenario de la fundación del Rebaño de María

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   José Antonio Hernández Guerrero

En mi opinión, una de las instituciones más gaditanas, más evangélicas y más actuales es el Rebaño de María, ese grupo de mujeres buenas que, precisamente por la sencillez de sus planteamientos religiosos, encaran la vida mezclando, con habilidad, unas elevadas dosis de sensibilidad, de cordialidad, de sentido común y, sobre todo, poniendo mucho corazón. Ellas están convencidas de que la tarea fundamental de sus vidas personales es la vida de los demás, sobre todo, las vidas de los que peor lo pasan. La fe para ellas no es una lista de preguntas y de respuestas que hemos de recitar de memoria, ni la vida religiosa una tarea profesional, sino una dimensión que atraviesa todas sus vidas, que ensancha sus espacios y que alarga sus tiempos.

No es extraño, por lo tanto, que en sus clases o en las reuniones con las antiguas alumnas y con los padres de familia, sin necesidad de acudir a consejos ñoños, a sermones edulcorados, a pláticas empalagosas, a mojigaterías ni a moralinas, insistan tanto en la necesidad de una formación equilibrada que cultive el pensamiento racional, el comportamiento moral, la solidaridad y la “razón cordial”, ese principio tan bien explicado por el Papa Francisco según el cual "la compasión es el motor que proporciona fundamento y sentido a la justicia”. Ellas no olvidan que el amor es la justificación más razonable y más cristiana de la vida humana. Por eso, además de conocimientos, proporcionan consuelo y esperanza, sentido y cariño, esos bienes gratuitos que nacen en las fibras más íntimas del corazón.

Con sus actitudes y con sus comportamientos nos demuestran que muchos de los problemas de las familias se solucionan estando muy atentas a la vida práctica de sus hijos, atendiendo a sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus mismas preocupaciones. Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es aplicando las pautas elementales del Evangelio.  

 

El pasado día 19 de noviembre celebraron la apertura del año centenario de su fundación en Cádiz por María de la Encarnación Carrasco Tenorio, una mujer que, soñadora, sencilla, extrovertida, despierta y atenta, encaró la vida con la paciencia, con la ilusión, con la ingenuidad y con la valentía de las personas enamoradas de Jesús de Nazaret. En su aventura la acompañó Francisco de Asís Medina Muñoz, un sacerdote carente de los humos de la vanidad y vacío de la fiebre de las ambiciones. Felicidades, hermanas.

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domingo, 12 de febrero de 2017

Sufrimiento




 

      José Antonio Hernández Guerrero   

Estoy sorprendido por las interesantes preguntas y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al hilo de las ideas vertidas en el artículo sobre la existencia del bienestar. Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos, de la misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea e inútil- de defender con argumentos una convicción basada, como ya indiqué, en mi experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido de manera análoga.  

Aprovecho, sin embargo, la oportunidad para aclarar algunas confusiones  que en varios comentarios sobre los obstáculos del bienestar se repiten en las cartas que he recibido. Hemos de reconocer que las enfermedades, los dolores y los sufrimientos -aunque sean realidades humanas estrechamente relacionadas- nos son manifestaciones idénticas.  

Las enfermedades son afecciones comunes a todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres animados –no las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que algún mecanismo corporal está estropeado.

 

Los sufrimientos, en el sentido estricto, son propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas que nos distinguen de los demás vivientes y nos afligen a los seres humanos; son las resonancias negativas, los ecos profundos –racionales e irracionales- de los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques morales: los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma.  El sufrimiento es una operación de la mente que interpreta el dolor y mide sus dimensiones; es una reacción de la conciencia a los estímulos desagradables; es una respuesta humana en la que interviene de manera directa la inteligencia, la imaginación y, sobre todo, la emotividad. Pero el sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y directas para penetrar en el fondo secreto de las realidades humanas, una clave segura para conocer el sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor, con entusiasmo y con hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el dolor que es la nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que completa y humaniza turbadoramente la visión de las cosas.

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domingo, 5 de febrero de 2017

El bienestar




 

      José Antonio Hernández Guerrero

 

Como tú me pides- querido amigo- te responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿Existe el bienestar? Te contesto: sí.

Te aseguro que, en esta ocasión, no he pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas probadas. Mi respuesta -inmediata, ingenua e irreflexiva- sólo se apoya en la experiencia personal: en la mía, en la tuya, en la nuestra. Traigo a la memoria algunos de esos momentos intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado y, también, recuerdo ese estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que hemos alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tú has podido comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces minutos de nuestra corta existencia.

Tú -igual que yo- has gozado de esas chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes, que nos habían producido una simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave caricia, una sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata, un intenso silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o, simplemente, la luz matizada de cualquier atardecer; tú -igual que yo- te has deleitado con esas partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces de sazonar todas las fibras de nuestra existencia humana; tú -igual que yo- has saboreado los aromas sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra visión de la vida.

Pero, también, tú tienes constancia probada de la posibilidad -de la urgente necesidad- de alcanzar el nivel aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú -igual que yo, limitación e historia- tienes que aceptar los estrechos límites de tus espacios, superar las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces enemigos de tu identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la indolencia o de la apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y sufrir.

 

El bienestar es una meta suprema y un objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que yo- abrigas la profunda convicción de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud.



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domingo, 29 de enero de 2017

El trabajo de la mujer




 

     José Antonio Hernández Guerrero

 

Es cierto que tenemos que seguir luchando para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible -realmente y en todas partes- su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el ejercicio eficaz de los demás derechos humanos pero, si pretendemos que la construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, es necesario que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo secreto de nuestras “inconsciencias”.  

Las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia y de su funcionamiento.

En la amplia bibliografía que se ha producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan en esos niveles de las representaciones, de los significados,  de los sentidos y de los símbolos.  

 

Uno de ellos es el que publicó la Editorial Narcea titulado Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido del trabajo de las mujeres, en el que cinco miembros de la Comunidad filosófica Diotima de la Universidad de Verona analizan, de manera convergente, los cambios de significados que ha producido el acceso de las mujeres al mundo laboral y al ámbito de los estudios. Constatan cómo, por ejemplo, a partir de esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales-, la concepción de la política y, también, la interpretación del hecho religioso. Nos recuerdan, por ejemplo, cómo, mientras la fascinación en imitar a Dios era algo típicamente masculino, cómo la concepción tradicional de la paternidad, de la actividad artística (creación) y de la política se orientaba hacia la meta de llegar a ser y a hacer como Dios, en el pensamiento femenino, por el contrario, prevalecía la relación amorosa o la relación unitiva con Dios. Opino que es el momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego en la política y en la religión.

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domingo, 22 de enero de 2017

Esperanza




 

     José Antonio Hernández Guerrero       

Todos conocemos a personas que se caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.

Cuando comentamos con ellos cualquier suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido museo de penalidades, un infierno de padecimientos y  un antro de vergonzosas perversidades.

En mi opinión, hemos de defendernos de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y nos amarguen la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos,  hemos de buscar la fórmula eficaz para evitar que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, en el balance permanente de la crítica y, sobre todo, de la autocrítica, hemos de evaluar los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos, por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano, en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo de los errores, podemos  alentar esperanzas y elaborar proyectos de progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que pertenecemos.

Reconociendo el declive que el individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta "ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Si pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas –“hojas tenues, inciertas y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las rehilvane  y que proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a nuestros  temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.   

                 

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El papa Francisco y el reto de la celebración del 750 aniversario de la fundación de la Diócesis de Cádiz

 

    José Antonio Hernández Guerrero

La celebración del 750 aniversario de la restauración de la diócesis de Asido y de su traslado a Cádiz nos ofrece la oportunidad y la obligación de recuperar, de interpretar, de adaptar y de difundir un legado valioso y fértil que, en gran medida, es desconocido. Las conmemoraciones, como es sabido, nos proporcionan la ocasión de rescatar trozos de las experiencias vividas mediante el recuerdo, mediante la estimulante recuperación de tiempos pasados y de adelantar el porvenir recurriendo a la imaginación, a los sueños, a las expectativas y a las esperanzas. Es cierto que la cultura del olvido nos borra el sentido de nosotros mismos y el significado de nuestras acciones; destruye los fundamentos de nuestra historia y erosiona los cimientos de nuestra propia biografía, pero también es verdad que es imposible vivir el presente plenamente si no divisamos, aunque sea de una manera borrosa e imprecisa, el futuro, el significado de los episodios que están por venir.

 

No podemos permitir que el miedo al futuro nos amargue el presente porque la cultura es memoria, es proyecto pero, también, revolución permanente. Quizás podría servirnos de pauta el ejemplo de Francisco quien, con sus gestos sorprendentes, con sus actitudes amables y con sus palabras claras, nos enseña, más que a llamar la atención sobre sí mismo, a marcar las líneas maestras de una nueva cultura eclesial y a explicar las sendas por las que han de discurrir los cambios de hábitos de los creyentes cristianos. Con sus sencillas recomendaciones, formuladas con expresiones tan coloquiales como “salir a la calle”, “armar lío”, “no dejarse excluir” o “cuidar los extremos de la vida”, nos apremia a todos los miembros de la Iglesia para que nos “convirtamos” al Evangelio. De manera directa y explícita nos estimula a todos para que cambiemos las costumbres eclesiásticas, y para que copiemos el estilo evangélico partiendo del supuesto de que la crisis actual de fe obedece, más que a la fidelidad a los dogmas teológicos, a la incoherencia de nuestros comportamientos. Sus claros mensajes verbales y sus sencillos gestos constituyen unos convincentes signos de su nuevo estilo pastoral que alcanza su sentido si los ponemos en relación con las palabras y con los gestos de Jesús de Nazaret. El Papa ha querido dar de sí la imagen que corresponde al modelo de sacerdote como “buen pastor”, como servidor que no sólo va al encuentro de su “grey” sino que se mezcla con las gentes hasta llegar a irradiar, más que el “olor de santidad” o la “fragancia de incienso”, el “tufo, natural y saludable, de las ovejas”. Éste es, según Francisco, el aroma que ha de desprender el que, en vez de estar encerrado en los lujosos y artísticos apartamentos, habita en los espacios, a veces sombríos, de los hospitales, de las residencias de ancianos o de los colegios de niños pequeños.

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domingo, 15 de enero de 2017

Los discretos




 

                                                   

En nuestra opinión, la prueba más contundente y la expresión más clara de la sabiduría humana es la difícil virtud de la discreción –no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en la capacidad de administrar las ideas, de gobernar las emociones y, más concretamente, en la habilidad para distribuir oportunamente las palabras y los silencios. Es discreto, no el taciturno, sino el que dice todo y sólo lo que debe decir en una situación determinada; es el que interviene cuándo y cómo lo exige el guión.

La discreción es, por lo tanto, una destreza que pertenece a la economía en el sentido más amplio de esta palabra, es una habilidad que, además de prudencia, cautela,  sensatez, reserva y cordura, exige un elevado dominio de los resortes emotivos para intervenir en el momento justo, un tino preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso seguro para calcular la medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin desperdiciar las energías.

La indiscreción, por el contrario, puede ser la señal de torpeza, de ignorancia o de desequilibrio, y pone de manifiesto la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto, para intervenir de manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que, a veces, puede ser grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que el chófer  que conduce un automóvil que carece de frenos y de espejo retrovisor.

La indiscreción se manifiesta por tres síntomas que constituyen serias amenazas que ponen en peligro la integridad personal y la armonía social. El primero es la locuacidad o verborrea: esa diarrea o incontinencia verbal y esa falta de control y de moderación para expresar todo lo que se piensa o se siente sin tener en cuenta las consecuencias de sus palabras ni la sensibilidad de los que las escuchan. Los lenguaraces cuentan todo lo que saben y, a veces, lo que no saben, y se defienden diciendo que son francos, claros, valientes, sinceros y espontáneos.

El segundo es la carencia de intimidad y la falta de pudor para hablar de sí mismos. Fíjense cómo, cuando tratan de cualquier tema, sólo se refieren a ellos. Son exageradamente subjetivos: el fútbol o los toros, la política o la religión, el flamenco o la música clásica, constituyen meros pretextos para relatar sus hazañas. Y el tercero es el tono de amarga queja con el que hablan o escriben. Sus críticas son tristes lamentaciones, agrias murmuraciones, exasperados gemidos o huraños sollozos.

 

Recordemos cómo el jesuita aragonés Baltasar Gracián (1601-1658), considerado como  la encarnación del intelectual puro, en su tratado moral publicado en 1645, en el que nos propone el paradigma de la perfección humanista y humana, describe al “discreto” como el hombre ideal, como el artista de la vida, como el genio que, dotado de nativa nobleza, de ingenio y de equilibrio de virtudes intelectuales y prácticas, es seguro de sí y dueño de sus propias acciones; conoce sus cualidades y, sobre todos, sus límites.

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viernes, 13 de enero de 2017

Unidad y pluralidad

La conmemoración del 750 aniversario de la creación de la Diócesis de Cádiz: una oportunidad para que vivamos la unidad en la pluralidad

                                                      José Antonio Hernández Guerrero

En mi opinión, el conocimiento de los episodios más relevantes de la historia de la Diócesis de Cádiz y el recuerdo de los comportamientos de sus personajes más acreditados podría -debería- ser una estimulante invitación para que recuperemos nuestras señas de identidad y una alentadora llamada para que actualicemos sus mensajes más característicos. Si repasamos con atención el dilatado y diverso itinerario recorrido durante estos 750 años, es posible que –como afirma el Obispo- experimentemos un intenso deseo de renovación eclesial y que nos decidamos a abrir unos cauces nuevos de comunicación y a establecer unos fuertes vínculos de conexión fraterna. La contemplación de la diversidad de modelos de obispos, de sacerdotes, de religiosos y de fieles que, a lo largo de las diferentes y convergentes veredas, han encarnado los mensajes evangélicos en esta Diócesis debería constituir unas explícitas invitaciones para que, aceptando la variedad de opciones y de “carismas”, vivamos la unidad en la pluralidad.

La elaboración de proyectos ilusionantes dependerá, en gran medida, del acierto con el que descubramos que esos ejemplos nos proporcionan unas respuestas válidas para los problemas actuales, pero siempre que emprendamos un proceso de acercamiento mutuo, de diálogo fluido, de conversación sincera y de comunicación abierta, tras aceptar que, en los trabajos de evangelización, nadie sobra sino que es necesario que todos trabajemos intensamente ampliando nuestra capacidad para crear la cultura del encuentro, de la convivencia y de la colaboración.

 

El recuerdo de tiempos pasados nos hace renacer sólo cuando genera unos propósitos transformadores, cuando nos sirve para elaborar  proyectos de una vida personal más plena y para contribuir en la formación de una sociedad más armoniosa. De esta manera seremos capaces de interpretar correctamente los acontecimientos actuales, de proporcionar seguridad en nuestros vacilantes pasos y de descubrir el significado de las  experiencias nuevas. En mi opinión, la celebración de esta efeméride nos debería servir para leer -con atención, con libertad y con coherencia- el Evangelio huyendo tanto de la blandura condescendiente como de la intolerante rigidez, y para practicar, con una fidelidad original, el amor, ese impulsor central de la vida personal y esa fuente nutricia de la supervivencia colectiva. En estrecha relación de comunión afectiva y efectiva con las personas de la Iglesia real y oficial, evitando las evasiones y los narcisismos encubiertos y sin caer en la tentación de formar grupúsculos cerrados en vez de miembros de una Iglesia de Jesucristo abierta, plural y unida. De esta manera podremos repasar y repensar nuestra existencia examinando las sustancias nutritivas, prestando atención al camino recorrido y contemplándolo con alegría, con esperanza y con gratitud. Es posible que así nos animemos mutuamente para desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más adaptada a las condiciones de los tiempos nuevos.  

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lunes, 9 de enero de 2017

Cumplir años




 

      José Antonio Hernández Guerrero  

En contra de lo que piensan algunos mortales, me atrevo a opinar que el tiempo por sí solo, desgraciadamente, no resuelve los problemas, no cura las enfermedades, no proporciona conocimientos, no desarrolla las facultades, no confiere sabiduría, no otorga dignidad  ni siquiera madura a las personas. Un objeto que no está adornado de otros valores que el tiempo de existencia o un ser humano que sólo posee mucha edad son, simplemente, viejos.

Pero también es cierto que la ciencia y la historia nos han habituado a medir la importancia de los objetos y a calibrar el valor de los acontecimientos por su dimensión temporal: el cosmos se describe por la distancia que separa a las estrellas de nosotros, el átomo por sus inaprehensibles oscilaciones, los acontecimientos sociales por su antigüedad y la vida humana por su edad. La existencia y la vida están configuradas, efectivamente, por el tiempo, pero no son sólo ni principalmente tiempo

El tiempo, la antigüedad y la edad, sin embargo, son simples continentes: frágiles vasijas de diferentes dimensiones y de distintas formas que han de ser colmadas con experiencias vitales; cofres decorados destinados a albergar tesoros; cauces abiertos por los que han de discurrir las corrientes de energías; hilos conductores de la savia vital; pero todos ellos pueden encerrar también inútil basura o inservibles desperdicios e, incluso, pueden estar simplemente vacíos.

 

Para que el tiempo sea vida, ha de poseer sentido y hemos de reconocer que lo único que de verdad proporciona sentido humano es el amor; la mera suma de años o la simple acumulación de bienes no aumenta la estatura humana, de igual manera que la simple ingestión de alimentos no asimilados no hace crecer ni fortalece el cuerpo. Sólo la comunicación y la entrega a alguien ensancha, ahonda y eleva la vida humana. Cualquier vino no se hace más rico con el tiempo.                   

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