JOSÉ ANT. HERNÁNDEZ 2018 Y 2017
martes, 1 de mayo de 2018
SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite:
"Joaquín y Antonio, dos conciudadanos sin obituari...
SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite:
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domingo, 15 de abril de 2018
El humor incontrolado perjudica al destinatario, al tema e,
incluso, al que lo utiliza.
Nota previa: Por razones estrictamente personales suspendo
mis colaboraciones hasta nuevo aviso. Cordialmente, José Antonio
José Antonio Hernández Guerrero
Según afirman algunos psicólogos sociales, en cada grupo
constituido por, al menos, cuatro personas, suele haber un miembro que encarna
el papel de “gracioso”. Es el que a todo le saca punta; es el que ironiza,
ridiculiza y, en expresión más vulgar, “se cachondea” de todo lo humano y lo
divino. Se siente en la obligación de hacernos reír para aliviarnos del peso de
los asuntos serios, para disminuir nuestras preocupaciones y nuestros temores,
pero, a veces, sólo actúa impulsado por la necesidad de llamar la atención o de
disimular sus problemas familiares o sus fracasos profesionales. El
procedimiento que suelen usar es el de cambiar de significado a las palabras,
descontextualizar los episodios y, sobre todo, exagerar los comportamientos.
Aunque es cierto que el humor constituye un recurso que se
ha empleado de forma interrumpida en los diferentes lenguajes artísticos y, de
manera más intensa, en la literatura, no sólo con la intención de divertir,
sino también con el fin de educar, también es verdad que, si no se emplea de
manera controlada, puede hacer un daño notable al destinatario, al objeto e,
incluso, al sujeto que la utiliza.
El humor es uno de esos condimentos que, si no lo administramos
con cuidado y se nos va la mano, estropea cualquier menú elaborado con
delicados manjares. Recuerden que la palabra “sátira” se deriva del latín
satura, ‘mezcla’ o ‘plato colmado’, y se relaciona con el adverbio satis,
también latino, que significa ‘bastante’. Por eso todos los autores clásicos
siguiendo a Horacio aconsejan la mesura, la prudencia e, incluso, la sobriedad
en el uso de las “gracias”, de la misma manera que en el empleo de la sal, de
la pimienta y del vinagre. Él era un satírico sereno, que prefería comentar
"con una sonrisa", sobre todo, los excesos sexuales y las conductas
groseras. En contraste con su amable burla encontramos el humor cáustico de su
contemporáneo Juvenal, quien, a través de 16 sátiras en verso, fustiga los
vicios de la sociedad urbana de Roma y los opone a la tranquilidad y a la
honradez de la vida campesina.
El abuso de este eficaz procedimiento psicológico que cumple
la función de aligerar el peso de las ocupaciones cotidianas, aliviar la
intensidad de las presiones psicológicas y relajar la tensión de los conflictos
sociales hace que llegue a ser una desagradable tortura: el lenitivo, el
analgésico o el euforizante se convierten en perniciosa y desagradable droga.
Si no usamos el humor de manera controlada, corremos el
peligro de banalizar las cuestiones importantes, desdramatizar los episodios
dramáticos y desacralizar hechos sagrados. Su abuso, por lo tanto, tiene unas
consecuencias negativas porque disuelve, destruye y, a veces, aniquila. Es una
herramienta de precisión que hemos de manejar con habilidad y con tacto porque,
de lo contrario, se convierte en arma mortífera; es una medicina que, si no la
dosificamos, nos envenena.
Por eso hemos de librarnos de los graciosos, porque, con sus
bromas permanentes e inoportunas, desgracian empresas nobles logradas tras
denodados esfuerzos, ridiculizan gestos dignos que enaltecen a los seres
humanos, trivializar principios morales en los que se apoyan el crecimiento
humano, el progreso social, la convivencia pacífica y, en resumen, el bienestar
personal y colectivo. Reírse, por ejemplo, de los que, por tomar en serio la
vida, entregan su tiempo a mejorar las condiciones de la existencia de los que
sufren es una aberración, pero mucho más perverso es, sin duda, hacer chistes
fáciles a costa de los seres humanos que padecen deformaciones corporales o
trastornos psicológicos. ¿No es verdad que el humor, a veces, es una manera
burda o sutil de hacer daño a las personas más indefensas?
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Etiquetas: José Antonio Hernández
sábado, 7 de abril de 2018
Los buenos y, sobre todo, los que ejercemos el oficio de la
bondad también somos peligrosos
José Antonio Hernández Guerrero
Lo malo de los buenos es cuando se lo creen ellos mismos e
intentan, por todos los medios, persuadirnos a los demás de que lo son: cuando,
para demostrarlo, se suben por su cuenta en un altar y, en vez de pasear,
procesionan por nuestra calles meciéndose a un lado y a otro, como si
-hieráticos, solemnes y ceremoniosos- fueran encaramados en un paso de nuestra
Semana Santa. Convencidos de su indiscutible bondad, sienten la ineludible
responsabilidad de servirnos de modelos de identidad, y contraen la honrosa
obligación de dictarnos lecciones de moral y de buenas costumbres. Y es que,
efectivamente, algunos conciudadanos ejercen estas tareas como si fueran los
“buenos profesionales” o los “santos oficiales” y, por lo tanto, contraen la
apremiante obligación de dedicar su tiempo a explicarnos con sus palabras y con
sus obras la bondad de sus eminentes bondades.
Como es natural, todos sus consejos están impulsados por el
noble afán de hacernos el bien, de ayudarnos a alcanzar la felicidad y, en la
medida de sus posibilidades, a lograr un mundo mejor en el que no campeen por
su respeto la maldad, la mentira, la codicia, el orgullo, la envidia, la
lujuria ni todas los demás vicios del alma y del cuerpo. No crean, ni mucho
menos que estos “buenos profesionales” sólo surgen en las tierras benditas de
los conventos religiosos sino que, también proliferan en las arenas de los
partidos aconfesionales e, incluso, en las rocas escarpadas en las que se
libran las luchas sociales, económicas y políticas. Pero, en mi opinión, el
terreno más propicio para que broten estos prototipos egregios de la bondad es
el de los medios de comunicación; es aquí donde, en la actualidad, mejor
resuenan las voces y los gestos de quienes, creyéndonos perfectos, lanzamos
nuestros dardos contra aquellos que, situados a nuestra derecha o a nuestra
izquierda, arriba o abajo, nos son capaces de aceptar nuestros principios ni
nuestras normas de conducta.
También es verdad que esta misión tan delicada, a algunos
les resulta dura ya que sufren intensamente al comprobar cómo muchos
-desaprensivos, insensibles o, quizás, perversos- no valoran sus excelentes
comportamientos ni secundan sus atinados consejos. Por eso tropiezan con serias
dificultades para ser, además de buenos, amables, comprensivos y tolerantes;
por eso, por muchos esfuerzos que hacen para adoptar expresiones beatíficas, no
siempre son capaces de disimular la acritud del vinagre con el que condimentan
los sustanciosos platos que nos proponen para que los probemos.
Es posible que, si de vez en cuando, nos descubrieran con
naturalidad algunas de sus grietas por las que pudiéramos percibir algunos de
sus fallos humanos, ellos se sentirían más relajados y nosotros también menos
distanciados. No podemos olvidar que, si la perfección y la excelencia nos
producen admiración, las imperfecciones -si son asumidas con humildad- nos
inspiran respeto, comprensión y, a veces, cariño. Recordemos que, cuando
afirmamos coloquialmente que un personaje es “muy humano”, estamos valorando
positivamente los inevitables defectos y las reiteradas caídas de quienes
constituyen nuestros espejos. Humano es, por ejemplo, quien, de vez en cuando,
se equivoca en los cálculos, quien ante los peligros siente miedo, quien se
cansa de trabajar y de correr, quien llora en las desgracias o quien se queja
del calor en el verano o del frío en el invierno. Cuando la bondad se convierte
en perfección puede perder muchos de sus atractivos y resultarnos molesta. En
vez de alimentarnos, puede indigestarnos.
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domingo, 1 de abril de 2018
Hay que ver lo atrevidos que somos los torpes y los
ignorantes
José Antonio Hernández Guerrero
Si es arriesgado dejar el poder en manos de los que carecen
de conciencia, más peligroso resulta confiárselo a los inconscientes, a los
ignorantes y a los torpes. Todos comprendemos el daño que puede causar un
gobernante inmoral, un “poderoso” que carece de principios y de criterios
éticos, un “mandamás” que, en la práctica, ignora la diferencia que existe
entre la bondad y la maldad y, que en consecuencia, desprecia los valores y no
experimenta preocupación alguna a la hora de orientar su vida. El inmoral, el
sinvergüenza o el desvergonzado son unos “caraduras” que, con la mayor
tranquilidad del mundo, se saltan las barreras y desbordan los cauces; son unos
“frescales” que, en sus comportamientos, prescinden de los criterios éticos, no
tienen en cuenta la leyes morales, actúan en contra de los dictados de las
normas que prescriben hacer el bien y evitar el mal. Pero, si son listos,
procuran disimular sus atropellos o, al menos, justificarlos.
El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o
de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu;
conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre
desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que,
alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven.
Los torpes y los ignorantes no saben quiénes son ellos ni quiénes son los demás
con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus
limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por
eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el
contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las
distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de
los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por
eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva
velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los
peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados,
en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los
mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los
problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de
los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.
Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, es
ambicioso y se empeña en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en
dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos
políticos y, no digamos, cuando logra encaramarse en un puesto de mando porque,
entonces, se olvida de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventa nobles
antepasados y se identifica hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado
cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quien
está tratando?, suele preguntar si alguien le indica que guarde su turno o que
cumpla con las normas elementales de ciudadanía.
Pero corren aún mayor
peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e
interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos
seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir
y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles
impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos,
en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una
clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada.
Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone,
porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las
peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.
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sábado, 24 de marzo de 2018
Hemos de encauzar a los poderosos para evitar sus
desbordamientos
José Antonio Hernández Guerrero
Aunque, dicho de una manera tan clara, nos puede resultar un
juicio exagerado y sorprendente, lo cierto es que la ciencia, el arte, la
economía e, incluso, la política, si las abandonamos a sus propias leyes,
pueden resultar unas fuerzas destructoras: pueden ser homicidas y suicidas. Con
esta afirmación tan tajante no sólo reconozco el hecho histórico tan repetido y
tan lamentable de la existencia de científicos, de artistas, de economistas y
de políticos que han utilizado sus respectivos poderes para destruir y para
hacer daño, sino que, además, advierto que, por exigencias de su propia
naturaleza, las fuerzas científicas, artísticas, económicas y políticas -todas
fuerzas brutas- tienden a crecer y, en consecuencia, a destruir, a aprovecharse
avariciosamente de los seres más débiles que encuentran a su paso. Ésta es la
ley natural, la ley de la selva, la ley del más fuerte. La historia inhumana de
la humanidad está plagada -como todos sabemos- de científicos crueles, de
artistas perversos, de economistas ambiciosos y de políticos criminales.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra
atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una
orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y
mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer
y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar
los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la
política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede
ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por
no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de
euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de
bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos
o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar
las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos,
más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar
famas, romper familias, destruir pueblos.
Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es
necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas
morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras
largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de
poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la
riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los
bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la
intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la
protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener
cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo,
a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado
pruebas irrefutables de sensibilidad moral.
En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con
serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia
moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando,
además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del
dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal.
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domingo, 18 de marzo de 2018
El rencor como arma política
José Antonio Hernández Guerrero
Entre los problemas más graves que la sociedad española
tiene planteados en la actualidad destaca, a mi juicio, la creciente extensión
y la progresiva intensidad que está alcanzando el rencor, un virus letal que,
alimentado por los discursos crispados de los responsables políticos y
amplificado por la megafonía de los medios de comunicación, infesta el clima de
convivencia ciudadana. Lo peor de esta grave epidemia social es la rapidez con
la que se propaga y, sobre todo, las nefastas consecuencias que arrastra en los
diferentes ámbitos de la vida individual y colectiva de muchos de nuestros
conciudadanos.
Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada,
que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su
origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas
sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal
digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la
desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente,
han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y
cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos
contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren
a sus adversarios.
Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan
agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un
plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas
derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la
primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta
orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes
signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como
sinónimo de “violencia”.
No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que,
de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta
de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes
de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o
a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos
piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques
despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes
más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones
de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no
sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las
expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.
¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha
sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a
los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad,
la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario?
¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por
la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del
rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan,
injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de
ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno
como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta
el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad
que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen
los políticos?
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domingo, 31 de diciembre de 2017
Fallece Juan Piña Batista, párroco de El Rosario y profesor
de la UCA
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José Antonio
Hernández Guerrero
Confieso que me resulta difícil precisar el rasgo más
caracterizador del perfil humano, profesional y sacerdotal de Juan Piña
Batista, un hombre plenamente consciente del momento histórico, de la situación
eclesial y del contexto sociológico en los que ha desarrollado sus diferentes
trabajos pastorales y profesionales. Ha sido un creyente que ha vivido su fe de
manera coherente, un profesor universitario que ha desarrollado eficientemente
las tareas docentes, investigadoras y de gestión en la Universidad de Cádiz, y
un sacerdote esperanzado que ha ejercido con ilusión su ministerio en diversos
organismos diocesanos y en varias parroquias. Cursó los Estudios Eclesiásticos
en el Centro interdiocesano de Sevilla, Catequesis en la Universidad Salesiana
de Roma y alcanzó el grado de Doctor en Psicología en la Universidad de Cádiz.
Fue Párroco en San Juan de Dios de
Ceuta, del Santo Cristo, en San Fernando, de Santo Tomás y El Rosario en Cádiz,
Director del Secretariado de Misiones y del de Ecumenismo, Vicario Episcopal de
la zona de la Bahía, miembro del Consejo del Presbiterio y profesor de Religión
del Colegio del Amor de Dios y de la Facultad de Ciencias de la Educación donde
también ejerció como Vicedecano. Siempre atento a las necesidades de los
alumnos y de los feligreses, orientó sus múltiples tareas siguiendo las pautas
fundamentales del Evangelio y los dictados de su propia conciencia.
Durante los últimos meses, mediante su serena manera de
sobrellevar la enfermedad, nos ha mostrado el grado de su densidad humana y la
altura de su talla espiritual. Tras mirar a los ojos de la enfermedad y de
reconocerla como la mensajera de la muerte, decidió convivir con ella sin
culparla del mensaje que le traía. Siguió su vida enredado en las terapias
prescritas pero, también, sabiendo burlar el cerco, trabajando en las tareas
pastorales y profesionales a las que se había comprometido. Durante todo su
rico y variado itinerario vital nos ha mostrado su notable capacidad para
encajar las adversidades, su paciencia, su entereza, su constancia y su firmeza
en sus profundas convicciones evangélicas. Ejerció su trabajo con serena
disposición y, en ningún momento, desmereció de su espíritu crítico.
Su vida y su muerte nos ofrecen una visión esperanzadora
para los hombres y para las mujeres que aquí se han esforzado por la noble, por
la difícil y por la imprescindible tarea de la enseñanza. Su entera existencia
nos ha proporcionado esa otra visión positiva de un más allá que empieza aquí,
en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, en
el amor fraterno, en la esperanza compartida. El profesor Juan Piña constituye
la demostración visible de que el ejercicio de la enseñanza -compatible con las
labores sacerdotales- es una tarea que, además de favorecer el cultivo de las
ciencias, de las letras y de las artes, ayuda de manera eficiente a “vivir la
vida” en el más amplio e intenso sentido de esta expresión. Su trayectoria
docente e investigadora, orientada por su lúcida inteligencia, por su fina
sensibilidad y por su seriedad profesional, le ha servido como papel pautado
sobre el que ha plasmado los rasgos que adornan a los profesores creyentes que,
además de profesionales, son seres humanos y humanistas.
Cumplió con sus
múltiples obligaciones con la naturalidad que le era congénita y, en las
diferentes situaciones, se entregó con intensidad
a los fieles y a sus alumnos. Apoyado en convicciones profundas, la calidad y
la claridad de sus conceptos, el rigor de sus modelos científicos, éticos y
religiosos, y la transparencia de su lenguaje, fueron permanentes invitaciones
para que uniéramos el trabajo y la vida, para que buscáramos sin desmayo la
verdad posible y para que optáramos con decisión por los valores trascendentes.
Con su madre, hermanos y hermanas, somos muchos los que nos sentimos apenados.
Que descanse en paz.
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miércoles, 27 de diciembre de 2017
Sortear la vejez y vivir la ancianidad
José Antonio
Hernández Guerrero
El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva
oportunidad para que re-novemos nuestro propósitos de cambiar, mejorar, crecer
y vivir nuestras vidas de una más nueva.
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miércoles, 13 de diciembre de 2017
Felicidades
Imágenes integradas 1
La Navidad cristiana, mezcla de realismo y de idealismo, de
cosas sencillas y de episodios hermosos, nos transmite unas nuevas ganas de ser
más buenos y unos sinceros deseos de amistad, de respeto y de generosidad. La
sencillez de lo cotidiano, simbolizada de esta manera tan bella, nos descubre,
con una singular fuerza comunicativa, las justas dimensiones de la vida. Para
calar en la profundidad de estos sentidos, hemos de estar atentos y recordar
–“revivir”- aquellas vivencias hondas que nos ayudan –ahora que seguimos siendo
pequeños- a acompañarnos, a respetarnos, a comprendernos y a acogernos, esas
experiencias que nos proporcionan alegría y nos enseñan a “sentir los
sentimientos”, a saber qué es el frío, a palpar qué son los miedos, a soltar
nuevos suspiros, a darnos aliento y a querernos.Felicidades, un beso. José
Antonio
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domingo, 18 de junio de 2017
64 - Silencio saludable
José Antonio
Hernández Guerrero
Con el fin de contribuir en el logro de ese “saludable
silencio” que, en reiteradas ocasiones he propuesto, y con la intención de
colaborar para mitigar esos ruidos atronadores que tanto nos espantan y esas
permanentes cantinelas que tanto nos aburren, he decidido suprimir estos
artículos semanales hasta, quizás, el comienzo del nuevo curso.
He llegado a la conclusión de que este silencio nos puede
servir -aún más que las benévolas palabras- para serenar nuestros ánimos, para
tranquilizar nuestras conciencias, para infundirnos esperanzas, para controlar
los temores y, en resumen, para estimular las ganas de vivir apaciblemente.
Estoy convencido de que este apagón tendrá unos saludables efectos, al menos,
simbólicos. Será una terapia que nos limpiará el corazón de humores y nos
purificará la sangre de esos virus contagiosos que envenenan la convivencia
social y que, a veces, agrian el bienestar familiar. Servirá, al menos, para
que seamos conscientes de que la saturación de palabras hirientes, petulantes o
vanas, nos agobia, nos irrita y nos empacha hasta, a veces, hacernos vomitar.
Es posible que este tiempo de silencio nos sirva para
ahorrar energías, para leer con mayor tranquilidad otros artículos más
profundos, interesantes y divertidos, para escuchar plácidamente música o para
releer con fruición algunos de esos libros que, en nuestra juventud, nos distraían.
Ya verán cómo nos resuenan de otra manera y, quizás, hasta nos hacen soñar.
Podemos emplearlo también en conversar con nuestra pareja, con nuestros hijos y
con nuestros amigos, pero, probablemente, el mejor resultado de este tiempo de
silencio será un lavado de la contaminación acústica que favorezca la
reflexión, el descanso o, simplemente, que nos ayude a mantener la mente en
blanco para disminuir el estrés y para ahorrar esas energías que necesitamos
para otras tareas más importantes y más gratificantes.
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lunes, 12 de junio de 2017
El cuerpo
José Antonio Hernández Guerrero
A lo largo de la historia de nuestra civilización
occidental, el cuerpo y el alma se han considerado, alternativamente, como
amigos inseparables y como enemigos irreconciliables. Recordemos que los filósofos
presocráticos afirmaban que el alma estaba alojada en el cuerpo como en un
destierro, encerrada como en una prisión o enterrada como en un sepulcro. Es
cierto también que, en la tradición cristiana, junto a la tesis apoyada en las
palabras del apóstol Pablo, que venera el cuerpo como templo del Espíritu Santo, ha existido
una corriente ascética que ha despreciado y maltratado el cuerpo,
considerándolo como ocasión de pecados y como fuente de vicios.
En la actualidad, tras las reflexiones desarrolladas por los
pensadores que han intentado superar la dualidad entre la mente y el cuerpo, ya
apuntada por los griegos, se acepta comúnmente que el cuerpo no es sólo la
envoltura de la persona humana, sino un elemento constitutivo de su
personalidad; no sólo el sustento biológico, sino también un factor
determinante del perfil psicológico y un cauce inevitable para la integración
social: el cuerpo hace posible y, en cierta medida, determina el pensamiento,
el lenguaje y los sentimientos. Podemos concluir afirmando, incluso, que el
cultivo del cuerpo es la senda indispensable para la educación del espíritu. El
bienestar humano -tanto el personal como el colectivo- parte necesariamente de
la buena forma del cuerpo y del equilibrio de la mente. Si el cansancio, la
fiebre o el dolor repercuten en el estado de ánimo, el ansia, el estrés y las
preocupaciones, influyen negativamente sobre el funcionamiento de los órganos
corporales. Pero es que, además, el cuerpo expresa, de manera directa, lo que
la persona piensa, siente, desea, teme, ama y odia.
Ya resulta un lugar común afirmar que el cuerpo constituye
la mejor definición de nuestra personalidad. Declara, de manera directa, no
sólo nuestro estado físico sino también nuestra salud mental: nuestro
equilibrio psicológico, nuestras ansiedades, nuestras aspiraciones y nuestras
frustraciones. Es el termómetro más fiel de nuestro bienestar. Consideramos,
por lo tanto, que es un error grave adiestrar el cuerpo para que,
paradójicamente, sirva como escudo que nos proteja de la posible comunicación
e, incluso, como blindaje que nos defienda de nuestros fantasmas interiores.
Las raíces profundas de este bloqueo, localizadas en una educación errónea
durante la niñez de algunas personas, han desarrollado un sistema automático de
desconexión tan potente que, cuando sienten alguna sensación agradable,
automáticamente cierran las ventanas de los sentidos y se colocan un corsé para
protegerse y para no sentir. Recordemos que Sartre decía, por el contrario, que
la caricia "no es un simple roce de epidermis sino, en el mejor de los
sentidos, una creación compartida...", al acariciar comunicamos nuestros
sentimientos e intentamos sentir lo que siente el otro.
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domingo, 4 de junio de 2017
Mujer y deseo
José Antonio
Hernández Guerrero
Los deseos son los estímulos que mejor definen el perfil
psicológico, el comportamiento sociológico y la
trayectoria biográfica de los seres humanos; todavía más que las ideas
e, incluso, más que los hechos, los deseos constituyen los códigos secretos
que, si acertamos a descifrarlos, nos proporcionan las claves para interpretar
el sentido de cada vida humana: nos explican el fondo de nuestras acciones y
nos descubren el fundamento de nuestras omisiones. Sus análisis, por lo tanto,
nos abren unas sendas directas por las que podemos llegar a comprender la
identidad personal y la idiosincrasia colectiva, ya que, de manera más o menos
consciente, influyen decisivamente en las percepciones, en la formación del
pensamiento, en la adopción de las actitudes y en la elección de las conductas.
Copiando palabras de Manuel Gregorio González, me permito
afirmar que las “voces profanas” recogidas en el libro Mujer y deseo, nos
proporcionan una nueva y audaz lectura -sugestiva por su originalidad- de
textos clásicos, y una exégesis matizada -sorprendente por su obviedad- de
relatos “religiosos”: nos aclaran las raíces ocultas de los comportamientos
“femeninos”, desde una perspectiva insólita hasta ahora, y nos muestran los
gérmenes de unas desigualdades aceptadas tradicionalmente como herencias
biológicas o como reliquias antropológicas.
Esta novedosa obra nos aporta unas reflexiones sutiles que
ahondan en el fondo íntimo de nuestra conciencia personal -la de los hombres y
la de las mujeres- y en las galerías subterráneas por las que discurren las
corrientes poderosas de unos mitos que, repetidos hasta la saciedad, han
alimentado el pensamiento religioso, los criterios éticos, las pautas sociales
y las opciones políticas durante milenios; son las brújulas que han orientado
la mentalidad y las líneas maestras que marcan el desarrollo de las relaciones
humanas.
Con habilidad, valentía y rigor, las autoras y los autores
de estos trabajos han descendido al pozo de los sentimientos ocultos,
reprimidos o camuflados durante siglos, para denunciar los prejuicios atávicos
que, de hecho, han silenciado y castigado los deseos femeninos como si se
tratara de crímenes nefandos.
Estoy releyendo el libro Mujer y deseo, aquella obra editada
por la Universidad -que recoge los trabajos debatidos en el Congreso
Internacional desarrollado en Cádiz, en abril de 2003, que fue coordinado por
María José de la Pascua, María del Rosario García-Doncel y Gloria Espigado. Es
un análisis que, desde perspectivas interdisciplinares, esboza la relación
mujer-deseo y nos proporciona una información crítica sobre los fundamentos de
las raíces de dicha mentalidad represora de los deseos femeninos. En mi
opinión, estos estudios nos pueden servir para trazar las pautas que han de
orientar unas relaciones más igualitarias, justas y razonables, y que,
posiblemente, posibilitarán una convivencia más confortable, alejada de
sentimentalismos trasnochados.
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domingo, 28 de mayo de 2017
El mosqueo y el cabreo
José Antonio
Hernández Guerrero
Una de las consecuencias negativas que, a veces, se derivan
de los ascensos a cargos relevantes es el aumento exagerado de la propia estima
y, por lo tanto, la multiplicación incontrolada de las “vivencias de
autorreferencia”. La manifestación más clara de este hecho es la
hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante las
críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención que
los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten
exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria,
echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso
cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el
mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda
la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.
El que se sabe demasiado importante corre el riesgo de estar
en un estado de permanente “mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los
ascensos en las categorías profesionales, en los niveles económicos, en las
escalas sociales, en las dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos
producen, en muchos casos, el aumento de la irritación y del mal humor como
consecuencia de la desilusión que genera la insuficiente consideración con la
que son tratados y el escaso reconocimiento que sus figuras despiertan.
Algunos, incluso, se sienten permanentemente vejados porque -afirman- “la gente
no se da cuenta a quién está tratando”.
Todos conocemos a personas que eran desgraciadas porque no
ascendían pero, desde que lograron subirse encima de un estrado o situarse
detrás de una “baranda prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una
concejalía, una canonjía, un episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía
en la junta de la comunidad de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su
naturaleza se ha transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus
hijos, sus hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten
teniendo en cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son
más frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban
extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber
aprobado las oposiciones.
No debería sorprendernos demasiado que sean tantos los
personajes que, según las crónicas periodísticas de estos días, se han sentido
ninguneados, marginados y vejados por el trato insuficiente que les han
dispensado los medios de comunicación.
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lunes, 22 de mayo de 2017
La Pasión y las pasiones
José Antonio
Hernández Guerrero
Como nos enseñó Aristóteles, los dramas sangrientos poseen
una intensa fuerza catártica y cumplen, además, unas importantes funciones
éticas y estéticas. Recordemos cómo nos explicó que la utilidad de la tragedia
estriba en la fuerza con la que los espectadores, al ver proyectadas en los
actores nuestros sufrimientos y nuestras pasiones, experimentamos un efecto
purificador. Mediante la contemplación y a través de la participación anímica
en las escenas, sometemos nuestro espíritu a profundas conmociones que,
paradójicamente, sirven para serenarnos.
Cuando salimos del patio de butaca, tras haber participado en el duro castigo
que han infligido a unos seres semejantes, experimentamos pena y dolor,
lloramos y nos desahogamos, y, finalmente, nos quedamos más tranquilos y más
limpios: nos sentimos mejores seres humanos.
Recuerdo, por ejemplo, “La Pasión de Cristo”, aquella
película dramática estadounidense de 2004, dirigida por Mel Gibson y
protagonizada por Jim Caviezel como Jesús de Nazaret, Maia Morgenstern como la
Virgen María y Monica Bellucci como María Magdalena. En ella se recrea la
Pasión de Jesús de acuerdo, en líneas generales, con los Evangelios canónicos.
La película fue rodada íntegramente en Italia: exteriores en
las ciudades de Matera y Craco (en la sureña región de Basilicata), y los
interiores en los estudios de Cinecittà (en Roma). Esta Pasión, que se rodó en
latín, en hebreo y en arameo con subtítulos, además del éxito económico, excitó
algunas pasiones, despertó ciertas conciencias éticas y hasta provocó algunas
conversiones religiosas. Según las informaciones publicadas, muchos cristianos
y no cristianos pasaron por taquilla para no perderse el estreno en España.
Algunos afirmaron que, por su realismo, humaniza la figura
de Jesús de Nazareth; otros confesaron que era una impresionante y conmovedora
meditación sobre la pasión de Cristo, y no faltaron quienes dijeron que les
hizo pensar en el sentido trascendente de esta vida. El intérprete de la figura
de Jesús, Jim Caviezel, confesó: “Ahora entiendo el sufrimiento mucho mejor que
antes; los dolores de Jesús me ayudan a dar sentido a mis dolores y a tratar de
aliviar los ajenos”.
Otros comentaristas, por el contrario, han mostraron su
rechazo al oportunismo de un “intransigente cristiano integrista que no dudó de
bañar de sangre las pantallas para alimentar los bajos instintos del personal
con el nada místico propósito de ganar una fortuna”. En mi opinión, esta
“Pasión de Cristo” es sólo una película que ha de ser visionada con la misma
distancia y con idéntica actitud crítica con las que contemplamos las demás
obras teatrales o cinematográficas.
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lunes, 15 de mayo de 2017
60.- Matar y morir
José Antonio
Hernández Guerrero
La muerte es el hecho que mejor nos descubre la relatividad
de otros valores, a veces, proclamados como absolutos. Ni los bienes
económicos, culturales o estéticos, ni las instituciones religiosas, sociales o
políticas, valen una vida humana: ni la patria, ni la bandera, ni la lengua
pueden defenderse matando ni muriendo. En mi opinión, este principio que,
quizás a algunos le suene a doctrina, constituye el mínimo denominador común de
todas las personas de buena voluntad y de todos los grupos democráticos.
En los momentos de dolor generados por los frecuente y
brutales atentados terroristas deberíamos guardar un profundo silencio para
reflexionar sobre las consecuencias mortíferas que se siguen de la
sacralización de un pedazo de tierra o de una serie de convicciones. Como
afirmé en el artículo de la semana pasada, es cierto que tenemos el derecho y
necesidad de gritar con fuerza para desahogar la rabia, para mostrar la
indignación y para expresar nuestra solidaridad a los que están sufriendo la
agresión, pero nuestras voces serán estériles si no logran que los criminales
descubran su maldad, si no conseguimos que los fanáticos duden de sus certezas,
que los sectarios debiliten sus adhesiones o que, al menos, todos rebajemos
nuestra agresividad.
Para lograr estos objetivos, más que sesudas reflexiones,
bastaría con que fuéramos capaces de acercarnos, uno por uno, por ejemplo, al
viudo de aquella mujer a la que una mochila, estratégicamente colocada debajo
de su asiento, le arrancó su vida y la del hijo que llevaba en sus entrañas.
Ahora mismo, contemplo en la pantalla del televisor a ese grupo de vecinos que
llora por la muerte de una joven de veintitantos años apuñalada por su “pareja
sentimental”.
Corremos el riesgo de que el volumen de este sangriento
bosque, de este río de crímenes, nos nuble la vista y nos impida acercarnos a
cada uno de los árboles, que han sido arrancados de cuajo dejando desolados
para siempre a los familiares y a los amigos. Pongamos, por favor, nombres,
caras, sentimientos, ilusiones, temores y proyectos a cada uno de esos números
y, después, sigamos hablando y discutiendo de política, de economía, de
filosofía o de arte.
En mi opinión, en la mayoría de los casos, la adjetivación
-como política, religiosa o cultural- de los asesinatos, en vez de atenuar su
gravedad, la aumenta: más que amor o identificación con una idea, con una
tierra o con una bandera, son consecuencias de un odio irreprimible a los
otros. Mientras que no descubramos que una sola vida humana, con independencia
de la edad, del sexo, de la profesión, de la fortuna o del cargo, vale más que
todos los tesoros, no seremos capaces de controlar y de disminuir la fuerza
aniquiladora que, a veces, está encubierta por los más bellos y apasionantes
ideales.
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domingo, 7 de mayo de 2017
58 - El odio
José Antonio
Hernández Guerrero
Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o
protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos
provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio;
las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica que reestablezca
el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez
de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan
mortífero, homicida y suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos
todos en los pliegues de nuestras entrañas.
Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera
y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un
sentimiento permanente e intenso, que genera ideas vinculadas a generar daño, a
destruir su objeto, a aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la realidad y hasta
del recuerdo. Como ha explicado Castilla del Pino, el odio es una relación
virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea
destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la
destrucción que se anhela; odiamos todo objeto que consideramos una amenaza de
nuestra integridad y lo odiamos para salvaguardarnos de ella ante nosotros
mismos.
Pero, en mi opinión, es posible que no tengamos tan claro
que, frecuentemente, nuestra visión es maniquea y simplificadora porque
vertemos todo el mal sobre nuestros enemigos y consideramos que nosotros somos
los buenos, los que estamos libres de culpa. En los deportes, en la política y
en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los
diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos
y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y
del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones.
Poner todo el mal en un platillo -el de los enemigos- es librarse inútilmente
de un peso que cada uno de nosotros debemos soportar.
Acabo de leer unas ideas que por su sencillez, claridad y
actualidad, son de las que más me han llamado la atención de los libros que, en
estos momentos, tengo entre manos. La trascripción textual es la siguiente:
“Aunque no hubiese más que un solo alemán decente, él solo merecería ser
defendido frente a esa banda de bárbaros y, gracias a él, no habría derecho a
verter odio sobre un pueblo entero. Esto no significa ser indulgentes ante
determinadas tendencias, hay que tomar posiciones, indignarse por algunas cosas
en determinados momentos, tratar de comprender; pero ese odio indiferenciado es
lo peor que hay. El una enfermedad del alma”.
Estas palabras recobran todo su valor cuando sabemos que
fueron escritas por Etty Hillesum (1914-1943) una joven judía que, antes de
morir en Auschwits, escribió sus dolorosas experiencias interiores y sus
profundas convicciones de que, incluso ante el supremo sufrimiento, hemos de
alabar la vida y vivirla “con la plenitud de sentido que la vida
requiere”.
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martes, 2 de mayo de 2017
Viajar y leer
José Antonio
Hernández Guerrero
Como nos muestran las estadísticas y los pronósticos que
periódicamente nos ofrecen los medios de comunicación, los viajes -tan excepcionales
hace escasos años- han llegado a constituir un hábito casi rutinario y, para
muchos, una necesidad ineludible. En la actualidad viajamos casi todos, aunque
cada uno justifique sus desplazamientos con razones diferentes: unos lo hacen
empujados por un espíritu aventurero, otros para llenar el tiempo de ocio,
otros impulsados por el ansia de ampliar su cultura y, otros, finalmente,
forzados por motivos profesionales. Pero el resultado es que cada vez viajamos
más y que, en cualquier época del año, nos surgen pretextos para organizar un
"puente" no previsto, un fin de semana alargado o incluso unas
minivacaciones que, inevitablemente, implican una salida de nuestro lugar de
residencia. Todos los indicadores sociológicos llegan a la misma conclusión:
"En los próximos años, el sector turístico va a seguir experimentando una
notable expansión".
Pero, aunque a primera vista nos sorprenda la afirmación,
los viajes, por muy lejos que nos lleven, siempre alcanzan su fin y su
finalidad en el punto de partida: viajamos para regresar a nuestro hogar y para
descubrir en él unos alicientes de los que carecen los mejores hoteles, para
revalorar ese rincón de nuestra casa en el que leemos o cosemos o, incluso, el
butacón desde el que, soñolientos, vemos el telediario, los partidos de fútbol
o los programas del corazón; viajamos, también, para comparar nuestros lugares
con otros lejanos: nuestras playas con las de la Costa del Sol o con las de las
Antillas, nuestra catedral con la de Notre Dame de París o con la de San Pedro
de Roma, nuestro clima con el del norte de España o con el del Centro Europa.
Es cierto que los viajes abren unas vías de acercamiento a los demás y, al
mismo tiempo, unos cauces de aproximación a nosotros mismos: viajar es una
forma de alejarnos y de aproximarnos a nuestros lugares y, por lo tanto, una
manera de salir y de entrar en nosotros mismos y de revalorar nuestras cosas.
Aunque a primera vista nos parezca una contradicción, hemos
de admitir que, en la mayoría de los casos, más que para conocer, viajamos para
reconocer los lugares y las gentes de los que tenemos noticias previas por las
lecturas o por los comentarios de los que nos han precedido. Por eso, los
viajes no deben sustituir las lecturas sino, por el contrario, alimentarse de ellas:
los viajes y las lecturas son dos vías complementarias que mutuamente se
intensifican y se enriquecen.
No perdamos de vista que el paisaje es un significante
portador de unos significados que, hasta cierto punto, han sido creados por los
artistas, por los pintores, por los cantantes y por los escritores. Por eso,
antes, durante y después de cada viaje deberíamos leer algún libro que oriente
nuestras miradas, que nos facilite la comprensión de los espacios que
contemplamos, que nos descubra la belleza y el sentido de unos elementos que no
son sólo escenarios, sino partes de nuestro drama humano, de esos hechos
geográficos que, además de sostener y alimentar nuestros cuerpos, nutren
nuestro espíritu.
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sábado, 22 de abril de 2017
57 - El misterio humano
José
Antonio Hernández Guerrero
De vez en cuando suelo recoger y contemplar detenidamente en
la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura que pisamos y de la que
estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que el terrón más pequeño de
ese barro sea bastante más complicado que todas las fórmulas algebraicas y más
complejo que todas las tesis filosóficas. ¿Te has fijado cómo las ciencias -la
Química, la Física, la Fisiología- no son capaces de explicar plenamente el
interior de las cosas, y cómo ni siquiera la Psicología nos da cuenta de la
intimidad profunda del hombre o de la mujer? Como tú repites -querida Carmita-
“todos nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna zona de misterio e,
incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre algunos secretos
indescifrables”.
Si la ciencia es insuficiente para descifrar todos los
secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de interpretar las razones de
los comportamientos humanos. Aunque es psicológicamente explicable y éticamente
comprensible que realicemos un permanente esfuerzo por racionalizar nuestros
comportamientos, hemos de reconocer también que, en muchos casos, ese intento
nos resulta completamente inútil.
Todos tenemos experiencia de la ineficacia de los
razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras decisiones y todos
tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se pongan en nuestra
situación. Por eso opino que pretender que los demás -los padres o los hijos,
los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos entiendan racionalmente
es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos
comprendan y, para ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que
apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas y de los sentimientos
profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por
justificar nuestros comportamientos.
Algunas veces, las gentes sencillas, las que no son
intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni artistas: las que carecen de
los conocimientos especializados de la Psicología o de Neurología, saben ver
mejor por dentro porque poseen una perspectiva más inmediata y, sobre todo, más
vital. Con sus miradas directas descubren que no existen esas contradicciones
que, de manera permanente, los avinagrados críticos denuncian. El empleo del
recurso fácil al sarcasmo, para zaherir permanentemente de manera inmisericorde
a los que no son de nuestra cuerda, revela, más que el talento literario, el
talante psicológico y la dimensión moral del autor amargado.
Como todos sabemos, las reflexiones son, frecuentemente,
"racionalizaciones", meras justificaciones de conductas -quizás-
injustificables o explicaciones inútiles de palpables contradicciones. Aunque
es cierto que la mente es nuestra más eficaz arma de protección -y, por eso,
siempre que pensamos, tratamos de defendernos- en mi opinión, nos debería
ocupar también en indagar, comprender y
explicar esas raíces profundas de nuestros comportamientos cuya coherencia es
tan real como oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que
es la comprensión.
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lunes, 17 de abril de 2017
56 - Aurea mediocritas
José Antonio
Hernández Guerrero
Tras leer detenidamente algunos comentarios que he recibido,
he llegado a la conclusión de que, en el artículo anterior titulado “La
mediocracia”, no me expliqué con
suficiente claridad. Por eso me permito
insistir en que mi crítica a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de
la “mediocracia”- pretendió ser, justamente, una defensa de una manera sencilla
y natural de vivir la vida humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos
televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento
con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña
pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros que, en
estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos orientados en
el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia ese mundo
masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de tensiones bélicas;
hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a nuestra manera
meridional de entender la vida.
Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que
no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos
menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni
desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los
conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida
sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones,
retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el
poder.
Yo también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada
-"aurea mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido
celebrada por los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar
íntimo y de felicidad honda.
Aunque a veces los critiquemos, en el fondo anhelamos seguir
el ejemplo de tantos paisanos nuestros que prefieren ganar menos dinero y
disfrutar tranquilamente del tiempo. Probablemente sin saberlo, están imitando
a Horacio cuando rehusó el cargo de secretario de Augusto para permanecer en el
campo y defender allí su tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en
provecho del cultivo de sus letras y de su filosofía, para dedicarse a sus
poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”), a esos versos que sirvieron
de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y a Fray Luis de León en su
“Oda a la vida retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida
/ la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde
han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.
¿Qué nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que
quien valora el goce de la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute
de la serenidad (epicúrea y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya
bebido directamente en la fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer
una relectura de los vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del
bienestar físico y mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos
reduciría el riesgo de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de
colesterol.
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sábado, 8 de abril de 2017
La mediocracia
José Antonio
Hernández Guerrero
Confieso que la palabra no es mía. Creo que la leí hace ya más
de dos años en el periódico francés L'Express en un reportaje sobre la nueva
sociedad francesa titulado “El triunfo de la mediocracia”. Se refería, como
podrán suponer, a esa amplia masa de adictos televidentes que, pasivamente,
alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos
más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla.
Pero hemos de tener claro que esta “mediocracia” no está
integrada sólo por ciudadanos de una determinada edad, de escaso nivel cultural
o pertenecientes a un sector social o económico, sino que su malla se extiende
por todos los ámbitos de la vida de nuestras ciudades y por todos los barrios
de nuestros pueblos. Se caracteriza por padecer una pereza intelectual y por
carecer del sentido crítico. Es esa comunidad que se reúne pasiva y
plácidamente ante el televisor para, por ejemplo, “consentir” -reírse o llorar-
con las efímeras sensaciones y con los cambiantes sentimientos de los “actores”
de Acacias 38, del Gran Hermano o de aquella Isla de los famosos.
¿Para qué complicarnos la vida -dicen algunos- escuchando
los problemas internacionales de la guerra, los azotes del hambre, los golpes
del terrorismo, las agresiones a la ecología, o informándonos sobre literatura,
sobre arte, sobre historia o sobre los trastornos étnicos? La mediocracia,
producto de la mediocridad cultural, se contenta con ese caldo tibio, ni
caliente ni frío, y se complace con el movimiento suave de las olas de la
banalidad.
Si muchos televidentes tienen bastante con la desbordante
oferta futbolística, otros se conforman con las repetidas historias de amor o
de desamor, y con el frívolo cotilleo de las infidelidades conyugales. Su
defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su
máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes nada ocurre que no
sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los
hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los
hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin
concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo ni
interesante.
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lunes, 3 de abril de 2017
54 - La Guerra
José Antonio
Hernández Guerrero
En los partidos de fútbol el árbitro es quien dictamina
cuándo una acción es falta y, por lo tanto, cuándo es digna de sanción: aplica
el reglamento y decide si la jugada ha sido fuera de juego, córner o penalty.
En las agresiones conyugales es el juez quien valora los daños y quien
determina los castigos: la separación, una multa o, incluso, la cárcel del
culpable.
¿Cree usted que es razonable que en las guerras, sin
embargo, sea una de las partes -la más poderosa- la que decida si es justa o
no, y la que justifique cuándo han de empezar los ataques, durante cuánto
tiempo han de continuar y cuándo han de finalizar? ¿Cree usted que es lógico
que la justificación moral de la guerra parta de quienes la organizan, la
instigan, la desatan o la sostienen? Los representantes del poder del Estado
siempre han justificado sus contiendas, independientemente de que tuvieran
políticamente razón o no a hacerlo: tienen el poder, la fuerza y, sobre todo,
poseen los medios de propagación para tratar de convencernos de su justicia, de
su bondad y de su necesidad.
Los políticos de diferentes signos, ayudados por los
omnipotentes medios de comunicación tratan de persuadirnos de que las guerras
son necesarias e inevitables, al menos, como un mal menor. Apelan al realismo,
al utilitarismo e, incluso, al pacifismo.
Soñar con un mundo sin guerras –afirman ellos- es un
idealismo ingenuo y una utopía inalcanzable. Otros tratan de convencernos de
que las guerras desarrollan la tecnología que mantiene y aumenta nuestro
bienestar: la mayoría de los adelantos modernos -repiten- tiene su origen en
los esfuerzos realizados por los científicos para lograr que los aparatos de
guerra sean más eficaces, más aniquiladores, más mortíferos y más
exterminadores. Nos animan para que demos las gracias a las guerras que han
desarrollado la tecnología, la informática y la telemática. Nuestros
electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos móviles -dicen- tienen
mucho que agradecer a las guerras. La fe en la prosperidad de la tecnología
punta no suelen tener en cuenta la producción de tanta basura que sustituye las
cosas buenas para aumentar los niveles de saturación -más que de satisfacción-
sólo de una parte de la población y para incrementar y extender la miseria en
otra parte más amplia.
Otra de las razones más repetidas es la necesidad de
mantener la paz haciendo la guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de
“intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la
guerra, el mito de Armagedón -la batalla final entre los poderes del bien y del
mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin
embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir
las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar
contra uno mismo y pelear contra los nuestros para eliminar el ansia de
dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de
grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa
tarea de sembrar el respeto mutuo.
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lunes, 27 de marzo de 2017
El tiempo de las mujeres
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque la historia de la humanidad y la experiencia personal
de muchos de nosotros parecen confirmar lo contrario, en mi opinión -como ya
adelanté hace varias semanas-, el tiempo es un factor más importante que el
espacio para el logro de nuestro bienestar humano. La cantidad, la calidad y el
ritmo del tiempo determinan, en gran medida, el nivel de felicidad posible y el
grado de satisfacción personal. Pero, ¿cómo -me pregunta Juan- podemos ganar
tiempo? Opino que la mejor manera de gastar el tiempo es comprando tiempo.
El Estado, las empresas y los clientes adquieren nuestro
tiempo a cambio de dinero con el que la mayoría compramos independencia,
espacios y objetos; pero no siempre ni todos advertimos que el mayor bien que
podemos adquirir es el tiempo -el tiempo libre para dedicarlo a nosotros mismos
o para donarlo a los demás, para pensar, para conversar, para escribir, para
descansar, para disfrutar o para soñar-. El tiempo libre vale más que, por
ejemplo, un campito en Chiclana, un nuevo automóvil o un televisor panorámico.
Es cierto que las estadísticas nos dicen que las mujeres
están ocupando progresivamente mayores espacios públicos -laborales, políticos,
culturales, artísticos y sindicales-, pero también es verdad que, en la mayoría
de los casos, por el hecho de que, además, se encargan de las labores
domésticas, del cuidado en exclusiva de los niños y de la atención a los
enfermos y a los ancianos, el tiempo -su tiempo- se está reduciendo de forma
peligrosa.
La solución de este problema grave radica en el nuevo
reparto de las tareas y en la redistribución de las funciones domésticas.
Mientras que los hombres no adquiramos plena conciencia de que el cuidado y el
mantenimiento de los espacios domésticos y de las tareas familiares han de ser
repartidos, el solo hecho de la irrupción femenina en el mercado laboral
-aunque abra una vía de integración social y de liberación personal, aunque
suponga un avance cualitativo- no garantiza por sí solo la igualdad real con
los hombres. No hay dudas de que, para favorecer un mayor equilibrio entre las
ocupaciones de los hombres y de las mujeres, se tendrá que avanzar
considerablemente en la regulación de los horarios de trabajo e, incluso, en la
redefinición de la productividad, pero, posiblemente, el escollo más difícil de
sortear es el de la mentalidad de la mayoría de los hombres y, también, el del
pensamiento de muchas mujeres sobre sus respectivos y tradicionales papeles en
la familia y en la sociedad. Es necesario que, ante el actual panorama de
“parejas biactivas”, se produzca un efectivo reparto de tareas y una nueva
conciliación de deberes entre cada uno de los miembros de la unidad familiar.
Como afirma María Dolores Ramos Palomo, Catedrática de
Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga: “una persona que no es
dueña de su tiempo, difícilmente puede ser dueña de su vida”. Me permito
recomendarles el libro titulado “El tiempo de las mujeres”, cuya autora,
Dominique Méda, dirige en la actualidad el gabinete de investigación del
Ministerio de Trabajo francés. La editorial Narcea ha publicado una cuidada
traducción.
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martes, 21 de marzo de 2017
Las palabras vacías
José Antonio
Hernández Guerrero
Incluso en nuestras conversaciones cotidianas podemos
comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran
cocteleras transparentes, cada interlocutor, al pronunciarlas o al escucharlas,
las llenan y las vacían permanentemente de diversos significados personales. El
valor de las palabras depende, en gran medida, de la huella afectiva que le
produce al que la emplea, al que la pronuncia o a que la escucha. Nuestras
múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que
concurren en nuestras vidas determinan que los objetos, los sucesos y las
palabras se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias
sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de
nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las
palabras las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman.
Las palabras poseen un fondo permanente, que es el que
figura en los diccionarios, pero, además, se llenan de esos otros significados
emocionales que son mucho más importantes y más poderosos. Son valores que los
enriquecen o los empobrecen y los convierten en eficaces instrumentos de la
construcción y de la destrucción del cada ser humano y de cada sociedad.
¿Qué sentidos tienen, por ejemplo, las palabras “mar”, “río”, “montaña”, “valle”,
“hombre”, “mujer”, “niño”, “anciano”, “amor” u “odio”? ¿No es cierto que las
palabras, poseen unos sentidos diferentes que les damos los hablantes y los
oyentes cuando establecemos la comunicación, cuando, integrándolas en la cadena
de un discurso, las usamos como vehículos para transmitir nuestras ideas,
nuestras sensaciones o nuestros sentimientos, como vínculos para unirnos, como
látigos para agredir o como pistolas para matar? La palabra “mar” no significa
lo mismo pronunciada por un pescador de Barbate, por un pasajero de un
trasatlántico de lujo, por un cordobés que veranea en Conil de la Frontera o
por un emigrante que atraviesa en patera el Estrecho de Gibraltar.
Los vocablos, efectivamente, no están completamente llenos
hasta que los pronunciamos y los escuchamos. Es entonces cuando las palabras
adquieren sustancia humana, calor vital y vibración emocional, de la misma
manera que las cuerdas de una guitarra sólo expresan sensaciones, sólo
transmiten sentimientos, cuando unos dedos maestros las acarician.
Pero también es verdad que algunas palabras pueden estar
vacías, son las que carecen de contenido humano: no nos hieren, no nos
envenenan ni nos matan, pero nos aburren, nos hastían y pueden hartarnos,
enojarnos e irritarnos. Son canales de meras flatulencias que, quizás,
desahogan a los que las emiten, pero nos aburren a quienes las escuchamos. Las
palabras, para que sean humanas, han de estar vivas, han de latir y tener
temperatura. Hablamos y escribimos con experiencias y con imágenes, más que con
gramáticas y con diccionarios por muy importantes que éstos sean.
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domingo, 12 de marzo de 2017
El tiempo ajeno
José Antonio
Hernández Guerrero
¿Se han fijado ustedes –queridos amigos- la facilidad con la
que, cuando un ciudadano cualquiera accede a un puesto de poder, por muy
insignificante que sea, se siente capacitado para disponer del tiempo de los
demás? Si, por ejemplo, un director, un
delegado o un concejal pretenden entrevistarse con usted para pedirle una
colaboración, es posible que lo cite en su despacho a la una de la tarde y es
probable, incluso, que él no comparezca o que lo haga media hora más tarde. Si
usted, simplemente, le muestra su extrañeza, la “autoridad” se sorprenderá de
que no comprenda que él tiene otros muchos asuntos más importantes que
resolver. Este comportamiento constituye, a mi juicio, un serio desconocimiento
del valor del tiempo de los otros, una grave irresponsabilidad y, sobre todo,
una permanente fuente de tropiezos y de desencuentros. Algunos despistados aún
no se han dado cuenta de que, si, tradicionalmente, el objeto de las luchas
eran los espacios, en la actualidad, la mayoría de los conflictos familiares,
sociales y políticos tiene su origen en el empleo del tiempo, el capital más
importantes de la vida humana.
Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir
varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los
de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos
afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con
los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en
consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos
ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la
colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo
de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.
Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer
servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera
que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos
respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la
mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian
nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras
vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se
hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales.
Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que,
por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es
convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una
temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad,
hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría
profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la
paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás
es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de
aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.
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lunes, 6 de marzo de 2017
Tradiciones
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados
valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la
posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos
claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre
podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado
nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas
creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores,
constituyan valores supremos o principios inamovibles.
El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de
Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola
que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de
que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos
como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido
cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones
económicas. Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han
perdido los velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las
sotanas de los curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina,
el quinqué en el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan
el aceite de ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar.
Algunos de estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como
reliquias nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron
mejores para la mayoría de los humanos.
Pero, además, también
sabemos que una serie de usos tradicionales como, por ejemplo, la
clitoridectomía -la ablación o extirpación del clítoris- y otros usos
destinados a eliminar, a reducir y a controlar la sexualidad de la mujer, son
inmorales, inhumanos y, por lo tanto, “dignos” de ser eliminados. Esta
práctica, a pesar de que constituye un hábito que se remonta a la más arcaica
antigüedad y aunque se practica en más de veinte países africanos, a pesar de
ser una tradición atávica, es una superstición que, mezclada con prejuicios
culturales y con convicciones religiosas, debe ser considerada como brutal
agresión a los derechos humanos.
Para defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser
humano o para explicar esta mutilación corporal que tan graves consecuencias
físicas y psicológicas arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de
que es un rito que se practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la
prueba sociológica de que en el mundo son
más de 120 millones las mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos
sociológicos y los hábitos culturales no constituyen razones válidas para
aceptar comportamientos inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas
y los usos tradicionales no siempre son valiosos sino que, a veces, son,
simplemente, viejos, perniciosos y despreciables.
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martes, 28 de febrero de 2017
49 - CIRUGÍA ESTÉTICA
La cara no es el “espejo del alma”: es… el alma
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque es cierto que, en la actualidad, el negocio dedicado
a los cuidados corporales está obteniendo en España un notable auge, no podemos
olvidar que el afán por mejorar el aspecto físico para gustar a los demás y,
sobre todo, para gustarse a sí mismo, es un hecho permanente desde el comienzo
de la civilización humana.
La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en
todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar
sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la
reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con
cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del
siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los
productos que se empleaban para matar a los piojos.
En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos
cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso
del tiempo: cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, geles
reafirmantes de pechos, cremas para eliminar arrugas, tónicos faciales, pomadas
para endurecer los glúteos, ungüentos para fortalecer los músculos y potingues
para evitar la piel naranja.
Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y,
también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una
especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función
de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número
de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden
a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les
eliminen la papada, les supriman los michelines, les estiren los pómulos, les
disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.
Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación
que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una
sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de
conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un
espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento
equilibrado y una profunda paz interior.
La belleza humana es una imagen visible que nace en el fondo
de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de
significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía
entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del
equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos
profundos que orientan toda la vida. Por
eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el
resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una
expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo
esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 19 de febrero de 2017
Despedirse
José Antonio
Hernández Guerrero
Por lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una
destreza extraña y un proceder poco común. Y es que, en contra de lo que se
suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un
portazo”, más que un gesto de cobardía puede ser una prueba de valor.
La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de los casos,
lucidez, libertad de espíritu, valentía y, a veces paradójicamente, ser fiel a
los compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requieren
muchas dosis de atrevimiento para romper con todo, para huir de las
esclavitudes y para escapar al vacío. Por eso nos sorprenden gratamente las
decisiones de los hombres y de las mujeres que dejan cargos importantes de la
vida política, social, económica o religiosa tras hacer una serena reflexión.
La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión
la hora del comienzo de sus actividades, pero no calculan el momento de la
terminación. Algunos psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital
que se manifiesta en timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a
quedarse solo o, incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre
a los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas
pesadas? A mí me asustan, sobre todo,
los que dan razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos
aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la
fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a
la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.
Estoy convencido de que, para renovar la vida de los grupos
humanos, todavía más necesario que reinventar nuevas fórmulas o establecer
principios diferentes es preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es
verdad que la experiencia es un capital que hemos de saber rentabilizar,
también es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y
manos diferentes. Los gobernantes se cansan o, lo que es peor, se acostumbran a
mandar, pero los súbditos se saturan y se empachan cuando durante mucho tiempo
están viendo las mismas caras. Hemos de
reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que sí que para
decir que no; para empezar que para terminar, para aceptar los cargos que para
presentar la dimisión. José Carlos se pone más trascendente y afirma que, en
nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir. Probablemente
tendremos que hacer como Lola cuando ponía la escoba bocarriba detrás de la
puerta para así conseguir que María se despidiera en sus largas visitas.
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jueves, 16 de febrero de 2017
Apertura del año centenario de la
fundación del Rebaño de María
José Antonio Hernández Guerrero
En mi opinión, una de las instituciones
más gaditanas, más evangélicas y más actuales es el Rebaño de María, ese grupo
de mujeres buenas que, precisamente por la sencillez de sus planteamientos
religiosos, encaran la vida mezclando, con habilidad, unas elevadas dosis de
sensibilidad, de cordialidad, de sentido común y, sobre todo, poniendo mucho
corazón. Ellas están convencidas de que la tarea fundamental de sus vidas
personales es la vida de los demás, sobre todo, las vidas de los que peor lo
pasan. La fe para ellas no es una lista de preguntas y de respuestas que hemos
de recitar de memoria, ni la vida religiosa una tarea profesional, sino una
dimensión que atraviesa todas sus vidas, que ensancha sus espacios y que alarga
sus tiempos.
No es extraño, por lo tanto, que en sus
clases o en las reuniones con las antiguas alumnas y con los padres de familia,
sin necesidad de acudir a consejos ñoños, a sermones edulcorados, a pláticas
empalagosas, a mojigaterías ni a moralinas, insistan tanto en la necesidad de una
formación equilibrada que cultive el pensamiento racional, el comportamiento
moral, la solidaridad y la “razón cordial”, ese principio tan bien explicado
por el Papa Francisco según el cual "la compasión es el motor que
proporciona fundamento y sentido a la justicia”. Ellas no olvidan que el amor
es la justificación más razonable y más cristiana de la vida humana. Por eso,
además de conocimientos, proporcionan consuelo y esperanza, sentido y cariño,
esos bienes gratuitos que nacen en las fibras más íntimas del corazón.
Con sus actitudes y con sus
comportamientos nos demuestran que muchos de los problemas de las familias se
solucionan estando muy atentas a la vida práctica de sus hijos, atendiendo a
sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus
mismas preocupaciones. Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más
íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la
vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es
aplicando las pautas elementales del Evangelio.
El pasado día 19 de noviembre celebraron
la apertura del año centenario de su fundación en Cádiz por María de la
Encarnación Carrasco Tenorio, una mujer que, soñadora, sencilla, extrovertida,
despierta y atenta, encaró la vida con la paciencia, con la ilusión, con la
ingenuidad y con la valentía de las personas enamoradas de Jesús de Nazaret. En
su aventura la acompañó Francisco de Asís Medina Muñoz, un sacerdote carente de
los humos de la vanidad y vacío de la fiebre de las ambiciones. Felicidades,
hermanas.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 12 de febrero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Estoy sorprendido por las interesantes
preguntas y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al
hilo de las ideas vertidas en el artículo sobre la existencia del bienestar.
Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos,
de la misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son
diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea
e inútil- de defender con argumentos una convicción basada, como ya indiqué, en
mi experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido
de manera análoga.
Aprovecho, sin embargo, la oportunidad
para aclarar algunas confusiones que en varios comentarios sobre los
obstáculos del bienestar se repiten en las cartas que he recibido. Hemos de
reconocer que las enfermedades, los dolores y los sufrimientos -aunque sean
realidades humanas estrechamente relacionadas- nos son manifestaciones
idénticas.
Las enfermedades son afecciones comunes a
todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son
unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias
que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora
de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos
encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia
supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres animados –no
las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las
piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para
comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que
algún mecanismo corporal está estropeado.
Los sufrimientos, en el sentido estricto,
son propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas
que nos distinguen de los demás vivientes y nos afligen a los seres humanos;
son las resonancias negativas, los ecos profundos –racionales e irracionales-
de los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques
morales: los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma.
El sufrimiento es una operación de la mente que interpreta el dolor y
mide sus dimensiones; es una reacción de la conciencia a los estímulos
desagradables; es una respuesta humana en la que interviene de manera directa
la inteligencia, la imaginación y, sobre todo, la emotividad. Pero el
sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y directas para penetrar en
el fondo secreto de las realidades humanas, una clave segura para conocer el
sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor, con entusiasmo y con
hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el dolor que es la
nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que completa y
humaniza turbadoramente la visión de las cosas.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 5 de febrero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Como tú me pides- querido amigo- te
responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿Existe el bienestar? Te contesto:
sí.
Te aseguro que, en esta ocasión, no he
pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas probadas. Mi respuesta
-inmediata, ingenua e irreflexiva- sólo se apoya en la experiencia personal: en
la mía, en la tuya, en la nuestra. Traigo a la memoria algunos de esos momentos
intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado y, también, recuerdo ese
estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que hemos
alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tú has podido
comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios
inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces
minutos de nuestra corta existencia.
Tú -igual que yo- has gozado de esas
chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes, que nos habían producido una
simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave caricia, una
sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata, un intenso
silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o, simplemente, la luz
matizada de cualquier atardecer; tú -igual que yo- te has deleitado con esas
partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces de sazonar todas las
fibras de nuestra existencia humana; tú -igual que yo- has saboreado los aromas
sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra visión de la
vida.
Pero, también, tú tienes constancia
probada de la posibilidad -de la urgente necesidad- de alcanzar el nivel
aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú -igual que yo, limitación
e historia- tienes que aceptar los estrechos límites de tus espacios, superar
las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces enemigos de tu
identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la indolencia o de la
apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y sufrir.
El bienestar es una meta suprema y un
objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y
alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un
mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un
universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que yo- abrigas la profunda convicción
de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por
el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera,
por la decadencia de la senectud.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 29 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Es cierto que tenemos que seguir luchando
para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas
condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible -realmente y
en todas partes- su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el
ejercicio eficaz de los demás derechos humanos pero, si pretendemos que la
construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, es necesario
que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo
secreto de nuestras “inconsciencias”.
Las diferencias sociales, laborales,
económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las
mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de
nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que
determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la
adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los
comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro
de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia
y de su funcionamiento.
En la amplia bibliografía que se ha
producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros
que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se
manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan
en esos niveles de las representaciones, de los significados, de los
sentidos y de los símbolos.
Uno de ellos es el que publicó la
Editorial Narcea titulado Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido
del trabajo de las mujeres, en el que cinco miembros de la Comunidad
filosófica Diotima de la Universidad de Verona analizan, de manera convergente,
los cambios de significados que ha producido el acceso de las mujeres al mundo
laboral y al ámbito de los estudios. Constatan cómo, por ejemplo, a partir de
esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio
laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el
valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente
a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales-, la concepción de la
política y, también, la interpretación del hecho religioso. Nos recuerdan, por
ejemplo, cómo, mientras la fascinación en imitar a Dios era algo típicamente
masculino, cómo la concepción tradicional de la paternidad, de la actividad
artística (creación) y de la política se orientaba hacia la meta de llegar a
ser y a hacer como Dios, en el pensamiento femenino, por el contrario,
prevalecía la relación amorosa o la relación unitiva con Dios. Opino que es el
momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la
pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración
de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego
en la política y en la religión.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 22 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Todos conocemos a personas que se
caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por
destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del
futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo
pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más
horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e
irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.
Cuando comentamos con ellos cualquier
suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las
calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las
perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para
ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido
museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de
vergonzosas perversidades.
En mi opinión, hemos de defendernos de
estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y nos amarguen la
existencia. Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar la fórmula
eficaz para evitar que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda
nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos
de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a
interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje.
Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para
aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la
miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que
late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, en
el balance permanente de la crítica y, sobre todo, de la autocrítica, hemos de
evaluar los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos,
por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano,
en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo
de los errores, podemos alentar esperanzas y elaborar proyectos de
progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que
pertenecemos.
Reconociendo el declive que el
individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta
"ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo
de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar
el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así
mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Si
pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas –“hojas tenues,
inciertas y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del
tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las rehilvane
y que proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a
nuestros temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
El papa Francisco y el reto de la
celebración del 750 aniversario de la fundación de la Diócesis de Cádiz
José Antonio Hernández Guerrero
La celebración del 750 aniversario de la
restauración de la diócesis de Asido y de su traslado a Cádiz nos ofrece la
oportunidad y la obligación de recuperar, de interpretar, de adaptar y de
difundir un legado valioso y fértil que, en gran medida, es desconocido. Las
conmemoraciones, como es sabido, nos proporcionan la ocasión de rescatar trozos
de las experiencias vividas mediante el recuerdo, mediante la estimulante
recuperación de tiempos pasados y de adelantar el porvenir recurriendo a la
imaginación, a los sueños, a las expectativas y a las esperanzas. Es cierto que
la cultura del olvido nos borra el sentido de nosotros mismos y el significado
de nuestras acciones; destruye los fundamentos de nuestra historia y erosiona
los cimientos de nuestra propia biografía, pero también es verdad que es
imposible vivir el presente plenamente si no divisamos, aunque sea de una
manera borrosa e imprecisa, el futuro, el significado de los episodios que
están por venir.
No podemos permitir que el miedo al futuro
nos amargue el presente porque la cultura es memoria, es proyecto pero,
también, revolución permanente. Quizás podría servirnos de pauta el ejemplo de
Francisco quien, con sus gestos sorprendentes, con sus actitudes amables y con
sus palabras claras, nos enseña, más que a llamar la atención sobre sí mismo, a
marcar las líneas maestras de una nueva cultura eclesial y a explicar las
sendas por las que han de discurrir los cambios de hábitos de los creyentes
cristianos. Con sus sencillas recomendaciones, formuladas con expresiones tan
coloquiales como “salir a la calle”, “armar lío”, “no dejarse excluir” o
“cuidar los extremos de la vida”, nos apremia a todos los miembros de la
Iglesia para que nos “convirtamos” al Evangelio. De manera directa y explícita
nos estimula a todos para que cambiemos las costumbres eclesiásticas, y para
que copiemos el estilo evangélico partiendo del supuesto de que la crisis
actual de fe obedece, más que a la fidelidad a los dogmas teológicos, a la
incoherencia de nuestros comportamientos. Sus claros mensajes verbales y sus
sencillos gestos constituyen unos convincentes signos de su nuevo estilo
pastoral que alcanza su sentido si los ponemos en relación con las palabras y
con los gestos de Jesús de Nazaret. El Papa ha querido dar de sí la imagen que
corresponde al modelo de sacerdote como “buen pastor”, como servidor que no
sólo va al encuentro de su “grey” sino que se mezcla con las gentes hasta
llegar a irradiar, más que el “olor de santidad” o la “fragancia de incienso”,
el “tufo, natural y saludable, de las ovejas”. Éste es, según Francisco, el
aroma que ha de desprender el que, en vez de estar encerrado en los lujosos y
artísticos apartamentos, habita en los espacios, a veces sombríos, de los
hospitales, de las residencias de ancianos o de los colegios de niños pequeños.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 15 de enero de 2017
En nuestra opinión, la prueba más
contundente y la expresión más clara de la sabiduría humana es la difícil
virtud de la discreción –no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en
la capacidad de administrar las ideas, de gobernar las emociones y, más
concretamente, en la habilidad para distribuir oportunamente las palabras y los
silencios. Es discreto, no el taciturno, sino el que dice todo y sólo lo que
debe decir en una situación determinada; es el que interviene cuándo y cómo lo
exige el guión.
La discreción es, por lo tanto, una
destreza que pertenece a la economía en el sentido más amplio de esta palabra,
es una habilidad que, además de prudencia, cautela, sensatez, reserva y
cordura, exige un elevado dominio de los resortes emotivos para intervenir en
el momento justo, un tino preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso
seguro para calcular la medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin
desperdiciar las energías.
La indiscreción, por el contrario, puede
ser la señal de torpeza, de ignorancia o de desequilibrio, y pone de manifiesto
la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto, para intervenir de
manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que, a veces, puede ser
grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que el chófer que
conduce un automóvil que carece de frenos y de espejo retrovisor.
La indiscreción se manifiesta por tres
síntomas que constituyen serias amenazas que ponen en peligro la integridad
personal y la armonía social. El primero es la locuacidad o verborrea: esa
diarrea o incontinencia verbal y esa falta de control y de moderación para
expresar todo lo que se piensa o se siente sin tener en cuenta las
consecuencias de sus palabras ni la sensibilidad de los que las escuchan. Los
lenguaraces cuentan todo lo que saben y, a veces, lo que no saben, y se
defienden diciendo que son francos, claros, valientes, sinceros y espontáneos.
El segundo es la carencia de intimidad y
la falta de pudor para hablar de sí mismos. Fíjense cómo, cuando tratan de
cualquier tema, sólo se refieren a ellos. Son exageradamente subjetivos: el
fútbol o los toros, la política o la religión, el flamenco o la música clásica,
constituyen meros pretextos para relatar sus hazañas. Y el tercero es el tono
de amarga queja con el que hablan o escriben. Sus críticas son tristes
lamentaciones, agrias murmuraciones, exasperados gemidos o huraños sollozos.
Recordemos cómo el jesuita aragonés
Baltasar Gracián (1601-1658), considerado como la encarnación del
intelectual puro, en su tratado moral publicado en 1645, en el que nos propone
el paradigma de la perfección humanista y humana, describe al “discreto” como
el hombre ideal, como el artista de la vida, como el genio que, dotado de
nativa nobleza, de ingenio y de equilibrio de virtudes intelectuales y
prácticas, es seguro de sí y dueño de sus propias acciones; conoce sus
cualidades y, sobre todos, sus límites.
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viernes, 13 de enero de 2017
La conmemoración del 750 aniversario de la creación de la Diócesis de
Cádiz: una oportunidad para que vivamos la unidad en la pluralidad
José
Antonio Hernández Guerrero
En mi opinión, el conocimiento de los
episodios más relevantes de la historia de la Diócesis de Cádiz y el recuerdo
de los comportamientos de sus personajes más acreditados podría -debería- ser
una estimulante invitación para que recuperemos nuestras señas de identidad y
una alentadora llamada para que actualicemos sus mensajes más característicos.
Si repasamos con atención el dilatado y diverso itinerario recorrido durante
estos 750 años, es posible que –como afirma el Obispo- experimentemos un
intenso deseo de renovación eclesial y que nos decidamos a abrir unos cauces
nuevos de comunicación y a establecer unos fuertes vínculos de conexión
fraterna. La contemplación de la diversidad de modelos de obispos, de
sacerdotes, de religiosos y de fieles que, a lo largo de las diferentes y
convergentes veredas, han encarnado los mensajes evangélicos en esta Diócesis
debería constituir unas explícitas invitaciones para que, aceptando la variedad
de opciones y de “carismas”, vivamos la unidad en la pluralidad.
La elaboración de proyectos ilusionantes
dependerá, en gran medida, del acierto con el que descubramos que esos ejemplos
nos proporcionan unas respuestas válidas para los problemas actuales, pero
siempre que emprendamos un proceso de acercamiento mutuo, de diálogo fluido, de
conversación sincera y de comunicación abierta, tras aceptar que, en los
trabajos de evangelización, nadie sobra sino que es necesario que todos
trabajemos intensamente ampliando nuestra capacidad para crear la cultura del
encuentro, de la convivencia y de la colaboración.
El recuerdo de tiempos pasados nos hace
renacer sólo cuando genera unos propósitos transformadores, cuando nos sirve
para elaborar proyectos de una vida personal más plena y para contribuir
en la formación de una sociedad más armoniosa. De esta manera seremos capaces
de interpretar correctamente los acontecimientos actuales, de proporcionar
seguridad en nuestros vacilantes pasos y de descubrir el significado de las
experiencias nuevas. En mi opinión, la celebración de esta efeméride nos
debería servir para leer -con atención, con libertad y con coherencia- el
Evangelio huyendo tanto de la blandura condescendiente como de la intolerante
rigidez, y para practicar, con una fidelidad original, el amor, ese impulsor
central de la vida personal y esa fuente nutricia de la supervivencia
colectiva. En estrecha relación de comunión afectiva y efectiva con las
personas de la Iglesia real y oficial, evitando las evasiones y los narcisismos
encubiertos y sin caer en la tentación de formar grupúsculos cerrados en vez de
miembros de una Iglesia de Jesucristo abierta, plural y unida. De esta manera
podremos repasar y repensar nuestra existencia examinando las sustancias
nutritivas, prestando atención al camino recorrido y contemplándolo con
alegría, con esperanza y con gratitud. Es posible que así nos animemos
mutuamente para desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más
adaptada a las condiciones de los tiempos nuevos.
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las 11:18 No hay comentarios: Enlaces a esta entrada
Etiquetas: José Antonio Hernández
lunes, 9 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
En contra de lo que piensan algunos
mortales, me atrevo a opinar que el tiempo por sí solo, desgraciadamente, no
resuelve los problemas, no cura las enfermedades, no proporciona conocimientos,
no desarrolla las facultades, no confiere sabiduría, no otorga dignidad
ni siquiera madura a las personas. Un objeto que no está adornado de
otros valores que el tiempo de existencia o un ser humano que sólo posee mucha
edad son, simplemente, viejos.
Pero también es cierto que la ciencia y la
historia nos han habituado a medir la importancia de los objetos y a calibrar
el valor de los acontecimientos por su dimensión temporal: el cosmos se
describe por la distancia que separa a las estrellas de nosotros, el átomo por
sus inaprehensibles oscilaciones, los acontecimientos sociales por su
antigüedad y la vida humana por su edad. La existencia y la vida están
configuradas, efectivamente, por el tiempo, pero no son sólo ni principalmente
tiempo
El tiempo, la antigüedad y la edad, sin
embargo, son simples continentes: frágiles vasijas de diferentes dimensiones y
de distintas formas que han de ser colmadas con experiencias vitales; cofres
decorados destinados a albergar tesoros; cauces abiertos por los que han de
discurrir las corrientes de energías; hilos conductores de la savia vital; pero
todos ellos pueden encerrar también inútil basura o inservibles desperdicios e,
incluso, pueden estar simplemente vacíos.
Para que el tiempo sea vida, ha de poseer
sentido y hemos de reconocer que lo único que de verdad proporciona sentido
humano es el amor; la mera suma de años o la simple acumulación de bienes no
aumenta la estatura humana, de igual manera que la simple ingestión de
alimentos no asimilados no hace crecer ni fortalece el cuerpo. Sólo la
comunicación y la entrega a alguien ensancha, ahonda y eleva la vida humana.
Cualquier vino no se hace más rico con el tiempo.
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las 9:04 2 comentarios: Enlaces a esta entrada
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martes, 1 de mayo de 2018
SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite:
"Joaquín y Antonio, dos conciudadanos sin obituari...
SPB noticias. Noticias de San Pablo de Buceite:
"Joaquín y Antonio, dos conciudadanos sin obituari...: >> Todos los
articulos de J.A. Hernández en buceite.com
- Si es cierto que los fallecimientos de estas dos personas sin hoga...
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domingo, 15 de abril de 2018
El humor incontrolado perjudica al destinatario, al tema e,
incluso, al que lo utiliza.
Nota previa: Por razones estrictamente personales suspendo
mis colaboraciones hasta nuevo aviso. Cordialmente, José Antonio
José Antonio Hernández Guerrero
Según afirman algunos psicólogos sociales, en cada grupo
constituido por, al menos, cuatro personas, suele haber un miembro que encarna
el papel de “gracioso”. Es el que a todo le saca punta; es el que ironiza,
ridiculiza y, en expresión más vulgar, “se cachondea” de todo lo humano y lo
divino. Se siente en la obligación de hacernos reír para aliviarnos del peso de
los asuntos serios, para disminuir nuestras preocupaciones y nuestros temores,
pero, a veces, sólo actúa impulsado por la necesidad de llamar la atención o de
disimular sus problemas familiares o sus fracasos profesionales. El
procedimiento que suelen usar es el de cambiar de significado a las palabras,
descontextualizar los episodios y, sobre todo, exagerar los comportamientos.
Aunque es cierto que el humor constituye un recurso que se
ha empleado de forma interrumpida en los diferentes lenguajes artísticos y, de
manera más intensa, en la literatura, no sólo con la intención de divertir,
sino también con el fin de educar, también es verdad que, si no se emplea de
manera controlada, puede hacer un daño notable al destinatario, al objeto e,
incluso, al sujeto que la utiliza.
El humor es uno de esos condimentos que, si no lo administramos
con cuidado y se nos va la mano, estropea cualquier menú elaborado con
delicados manjares. Recuerden que la palabra “sátira” se deriva del latín
satura, ‘mezcla’ o ‘plato colmado’, y se relaciona con el adverbio satis,
también latino, que significa ‘bastante’. Por eso todos los autores clásicos
siguiendo a Horacio aconsejan la mesura, la prudencia e, incluso, la sobriedad
en el uso de las “gracias”, de la misma manera que en el empleo de la sal, de
la pimienta y del vinagre. Él era un satírico sereno, que prefería comentar
"con una sonrisa", sobre todo, los excesos sexuales y las conductas
groseras. En contraste con su amable burla encontramos el humor cáustico de su
contemporáneo Juvenal, quien, a través de 16 sátiras en verso, fustiga los
vicios de la sociedad urbana de Roma y los opone a la tranquilidad y a la
honradez de la vida campesina.
El abuso de este eficaz procedimiento psicológico que cumple
la función de aligerar el peso de las ocupaciones cotidianas, aliviar la
intensidad de las presiones psicológicas y relajar la tensión de los conflictos
sociales hace que llegue a ser una desagradable tortura: el lenitivo, el
analgésico o el euforizante se convierten en perniciosa y desagradable droga.
Si no usamos el humor de manera controlada, corremos el
peligro de banalizar las cuestiones importantes, desdramatizar los episodios
dramáticos y desacralizar hechos sagrados. Su abuso, por lo tanto, tiene unas
consecuencias negativas porque disuelve, destruye y, a veces, aniquila. Es una
herramienta de precisión que hemos de manejar con habilidad y con tacto porque,
de lo contrario, se convierte en arma mortífera; es una medicina que, si no la
dosificamos, nos envenena.
Por eso hemos de librarnos de los graciosos, porque, con sus
bromas permanentes e inoportunas, desgracian empresas nobles logradas tras
denodados esfuerzos, ridiculizan gestos dignos que enaltecen a los seres
humanos, trivializar principios morales en los que se apoyan el crecimiento
humano, el progreso social, la convivencia pacífica y, en resumen, el bienestar
personal y colectivo. Reírse, por ejemplo, de los que, por tomar en serio la
vida, entregan su tiempo a mejorar las condiciones de la existencia de los que
sufren es una aberración, pero mucho más perverso es, sin duda, hacer chistes
fáciles a costa de los seres humanos que padecen deformaciones corporales o
trastornos psicológicos. ¿No es verdad que el humor, a veces, es una manera
burda o sutil de hacer daño a las personas más indefensas?
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sábado, 7 de abril de 2018
Los buenos y, sobre todo, los que ejercemos el oficio de la
bondad también somos peligrosos
José Antonio Hernández Guerrero
Lo malo de los buenos es cuando se lo creen ellos mismos e
intentan, por todos los medios, persuadirnos a los demás de que lo son: cuando,
para demostrarlo, se suben por su cuenta en un altar y, en vez de pasear,
procesionan por nuestra calles meciéndose a un lado y a otro, como si
-hieráticos, solemnes y ceremoniosos- fueran encaramados en un paso de nuestra
Semana Santa. Convencidos de su indiscutible bondad, sienten la ineludible
responsabilidad de servirnos de modelos de identidad, y contraen la honrosa
obligación de dictarnos lecciones de moral y de buenas costumbres. Y es que,
efectivamente, algunos conciudadanos ejercen estas tareas como si fueran los
“buenos profesionales” o los “santos oficiales” y, por lo tanto, contraen la
apremiante obligación de dedicar su tiempo a explicarnos con sus palabras y con
sus obras la bondad de sus eminentes bondades.
Como es natural, todos sus consejos están impulsados por el
noble afán de hacernos el bien, de ayudarnos a alcanzar la felicidad y, en la
medida de sus posibilidades, a lograr un mundo mejor en el que no campeen por
su respeto la maldad, la mentira, la codicia, el orgullo, la envidia, la
lujuria ni todas los demás vicios del alma y del cuerpo. No crean, ni mucho
menos que estos “buenos profesionales” sólo surgen en las tierras benditas de
los conventos religiosos sino que, también proliferan en las arenas de los
partidos aconfesionales e, incluso, en las rocas escarpadas en las que se
libran las luchas sociales, económicas y políticas. Pero, en mi opinión, el
terreno más propicio para que broten estos prototipos egregios de la bondad es
el de los medios de comunicación; es aquí donde, en la actualidad, mejor
resuenan las voces y los gestos de quienes, creyéndonos perfectos, lanzamos
nuestros dardos contra aquellos que, situados a nuestra derecha o a nuestra
izquierda, arriba o abajo, nos son capaces de aceptar nuestros principios ni
nuestras normas de conducta.
También es verdad que esta misión tan delicada, a algunos
les resulta dura ya que sufren intensamente al comprobar cómo muchos
-desaprensivos, insensibles o, quizás, perversos- no valoran sus excelentes
comportamientos ni secundan sus atinados consejos. Por eso tropiezan con serias
dificultades para ser, además de buenos, amables, comprensivos y tolerantes;
por eso, por muchos esfuerzos que hacen para adoptar expresiones beatíficas, no
siempre son capaces de disimular la acritud del vinagre con el que condimentan
los sustanciosos platos que nos proponen para que los probemos.
Es posible que, si de vez en cuando, nos descubrieran con
naturalidad algunas de sus grietas por las que pudiéramos percibir algunos de
sus fallos humanos, ellos se sentirían más relajados y nosotros también menos
distanciados. No podemos olvidar que, si la perfección y la excelencia nos
producen admiración, las imperfecciones -si son asumidas con humildad- nos
inspiran respeto, comprensión y, a veces, cariño. Recordemos que, cuando
afirmamos coloquialmente que un personaje es “muy humano”, estamos valorando
positivamente los inevitables defectos y las reiteradas caídas de quienes
constituyen nuestros espejos. Humano es, por ejemplo, quien, de vez en cuando,
se equivoca en los cálculos, quien ante los peligros siente miedo, quien se
cansa de trabajar y de correr, quien llora en las desgracias o quien se queja
del calor en el verano o del frío en el invierno. Cuando la bondad se convierte
en perfección puede perder muchos de sus atractivos y resultarnos molesta. En
vez de alimentarnos, puede indigestarnos.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 1 de abril de 2018
Hay que ver lo atrevidos que somos los torpes y los
ignorantes
José Antonio Hernández Guerrero
Si es arriesgado dejar el poder en manos de los que carecen
de conciencia, más peligroso resulta confiárselo a los inconscientes, a los
ignorantes y a los torpes. Todos comprendemos el daño que puede causar un
gobernante inmoral, un “poderoso” que carece de principios y de criterios
éticos, un “mandamás” que, en la práctica, ignora la diferencia que existe
entre la bondad y la maldad y, que en consecuencia, desprecia los valores y no
experimenta preocupación alguna a la hora de orientar su vida. El inmoral, el
sinvergüenza o el desvergonzado son unos “caraduras” que, con la mayor
tranquilidad del mundo, se saltan las barreras y desbordan los cauces; son unos
“frescales” que, en sus comportamientos, prescinden de los criterios éticos, no
tienen en cuenta la leyes morales, actúan en contra de los dictados de las
normas que prescriben hacer el bien y evitar el mal. Pero, si son listos,
procuran disimular sus atropellos o, al menos, justificarlos.
El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o
de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu;
conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre
desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que,
alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven.
Los torpes y los ignorantes no saben quiénes son ellos ni quiénes son los demás
con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus
limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por
eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el
contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las
distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de
los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por
eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva
velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los
peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados,
en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los
mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los
problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de
los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.
Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, es
ambicioso y se empeña en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en
dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos
políticos y, no digamos, cuando logra encaramarse en un puesto de mando porque,
entonces, se olvida de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventa nobles
antepasados y se identifica hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado
cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quien
está tratando?, suele preguntar si alguien le indica que guarde su turno o que
cumpla con las normas elementales de ciudadanía.
Pero corren aún mayor
peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e
interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos
seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir
y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles
impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos,
en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una
clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada.
Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone,
porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las
peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.
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sábado, 24 de marzo de 2018
Hemos de encauzar a los poderosos para evitar sus
desbordamientos
José Antonio Hernández Guerrero
Aunque, dicho de una manera tan clara, nos puede resultar un
juicio exagerado y sorprendente, lo cierto es que la ciencia, el arte, la
economía e, incluso, la política, si las abandonamos a sus propias leyes,
pueden resultar unas fuerzas destructoras: pueden ser homicidas y suicidas. Con
esta afirmación tan tajante no sólo reconozco el hecho histórico tan repetido y
tan lamentable de la existencia de científicos, de artistas, de economistas y
de políticos que han utilizado sus respectivos poderes para destruir y para
hacer daño, sino que, además, advierto que, por exigencias de su propia
naturaleza, las fuerzas científicas, artísticas, económicas y políticas -todas
fuerzas brutas- tienden a crecer y, en consecuencia, a destruir, a aprovecharse
avariciosamente de los seres más débiles que encuentran a su paso. Ésta es la
ley natural, la ley de la selva, la ley del más fuerte. La historia inhumana de
la humanidad está plagada -como todos sabemos- de científicos crueles, de
artistas perversos, de economistas ambiciosos y de políticos criminales.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra
atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una
orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y
mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer
y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar
los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la
política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede
ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por
no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de
euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de
bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos
o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar
las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos,
más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar
famas, romper familias, destruir pueblos.
Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es
necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas
morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras
largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de
poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la
riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los
bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la
intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la
protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener
cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo,
a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado
pruebas irrefutables de sensibilidad moral.
En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con
serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia
moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando,
además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del
dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal.
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domingo, 18 de marzo de 2018
El rencor como arma política
José Antonio Hernández Guerrero
Entre los problemas más graves que la sociedad española
tiene planteados en la actualidad destaca, a mi juicio, la creciente extensión
y la progresiva intensidad que está alcanzando el rencor, un virus letal que,
alimentado por los discursos crispados de los responsables políticos y
amplificado por la megafonía de los medios de comunicación, infesta el clima de
convivencia ciudadana. Lo peor de esta grave epidemia social es la rapidez con
la que se propaga y, sobre todo, las nefastas consecuencias que arrastra en los
diferentes ámbitos de la vida individual y colectiva de muchos de nuestros
conciudadanos.
Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada,
que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su
origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas
sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal
digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la
desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente,
han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y
cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos
contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren
a sus adversarios.
Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan
agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un
plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas
derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la
primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta
orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes
signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como
sinónimo de “violencia”.
No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que,
de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta
de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes
de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o
a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos
piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques
despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes
más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones
de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no
sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las
expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.
¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha
sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a
los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad,
la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario?
¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por
la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del
rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan,
injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de
ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno
como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta
el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad
que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen
los políticos?
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domingo, 31 de diciembre de 2017
Fallece Juan Piña Batista, párroco de El Rosario y profesor
de la UCA
Resultado de imagen de juan piña batista
José Antonio
Hernández Guerrero
Confieso que me resulta difícil precisar el rasgo más
caracterizador del perfil humano, profesional y sacerdotal de Juan Piña
Batista, un hombre plenamente consciente del momento histórico, de la situación
eclesial y del contexto sociológico en los que ha desarrollado sus diferentes
trabajos pastorales y profesionales. Ha sido un creyente que ha vivido su fe de
manera coherente, un profesor universitario que ha desarrollado eficientemente
las tareas docentes, investigadoras y de gestión en la Universidad de Cádiz, y
un sacerdote esperanzado que ha ejercido con ilusión su ministerio en diversos
organismos diocesanos y en varias parroquias. Cursó los Estudios Eclesiásticos
en el Centro interdiocesano de Sevilla, Catequesis en la Universidad Salesiana
de Roma y alcanzó el grado de Doctor en Psicología en la Universidad de Cádiz.
Fue Párroco en San Juan de Dios de
Ceuta, del Santo Cristo, en San Fernando, de Santo Tomás y El Rosario en Cádiz,
Director del Secretariado de Misiones y del de Ecumenismo, Vicario Episcopal de
la zona de la Bahía, miembro del Consejo del Presbiterio y profesor de Religión
del Colegio del Amor de Dios y de la Facultad de Ciencias de la Educación donde
también ejerció como Vicedecano. Siempre atento a las necesidades de los
alumnos y de los feligreses, orientó sus múltiples tareas siguiendo las pautas
fundamentales del Evangelio y los dictados de su propia conciencia.
Durante los últimos meses, mediante su serena manera de
sobrellevar la enfermedad, nos ha mostrado el grado de su densidad humana y la
altura de su talla espiritual. Tras mirar a los ojos de la enfermedad y de
reconocerla como la mensajera de la muerte, decidió convivir con ella sin
culparla del mensaje que le traía. Siguió su vida enredado en las terapias
prescritas pero, también, sabiendo burlar el cerco, trabajando en las tareas
pastorales y profesionales a las que se había comprometido. Durante todo su
rico y variado itinerario vital nos ha mostrado su notable capacidad para
encajar las adversidades, su paciencia, su entereza, su constancia y su firmeza
en sus profundas convicciones evangélicas. Ejerció su trabajo con serena
disposición y, en ningún momento, desmereció de su espíritu crítico.
Su vida y su muerte nos ofrecen una visión esperanzadora
para los hombres y para las mujeres que aquí se han esforzado por la noble, por
la difícil y por la imprescindible tarea de la enseñanza. Su entera existencia
nos ha proporcionado esa otra visión positiva de un más allá que empieza aquí,
en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, en
el amor fraterno, en la esperanza compartida. El profesor Juan Piña constituye
la demostración visible de que el ejercicio de la enseñanza -compatible con las
labores sacerdotales- es una tarea que, además de favorecer el cultivo de las
ciencias, de las letras y de las artes, ayuda de manera eficiente a “vivir la
vida” en el más amplio e intenso sentido de esta expresión. Su trayectoria
docente e investigadora, orientada por su lúcida inteligencia, por su fina
sensibilidad y por su seriedad profesional, le ha servido como papel pautado
sobre el que ha plasmado los rasgos que adornan a los profesores creyentes que,
además de profesionales, son seres humanos y humanistas.
Cumplió con sus
múltiples obligaciones con la naturalidad que le era congénita y, en las
diferentes situaciones, se entregó con intensidad
a los fieles y a sus alumnos. Apoyado en convicciones profundas, la calidad y
la claridad de sus conceptos, el rigor de sus modelos científicos, éticos y
religiosos, y la transparencia de su lenguaje, fueron permanentes invitaciones
para que uniéramos el trabajo y la vida, para que buscáramos sin desmayo la
verdad posible y para que optáramos con decisión por los valores trascendentes.
Con su madre, hermanos y hermanas, somos muchos los que nos sentimos apenados.
Que descanse en paz.
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miércoles, 27 de diciembre de 2017
Sortear la vejez y vivir la ancianidad
José Antonio
Hernández Guerrero
El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva
oportunidad para que re-novemos nuestro propósitos de cambiar, mejorar, crecer
y vivir nuestras vidas de una más nueva.
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miércoles, 13 de diciembre de 2017
Felicidades
Imágenes integradas 1
La Navidad cristiana, mezcla de realismo y de idealismo, de
cosas sencillas y de episodios hermosos, nos transmite unas nuevas ganas de ser
más buenos y unos sinceros deseos de amistad, de respeto y de generosidad. La
sencillez de lo cotidiano, simbolizada de esta manera tan bella, nos descubre,
con una singular fuerza comunicativa, las justas dimensiones de la vida. Para
calar en la profundidad de estos sentidos, hemos de estar atentos y recordar
–“revivir”- aquellas vivencias hondas que nos ayudan –ahora que seguimos siendo
pequeños- a acompañarnos, a respetarnos, a comprendernos y a acogernos, esas
experiencias que nos proporcionan alegría y nos enseñan a “sentir los
sentimientos”, a saber qué es el frío, a palpar qué son los miedos, a soltar
nuevos suspiros, a darnos aliento y a querernos.Felicidades, un beso. José
Antonio
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domingo, 18 de junio de 2017
64 - Silencio saludable
José Antonio
Hernández Guerrero
Con el fin de contribuir en el logro de ese “saludable
silencio” que, en reiteradas ocasiones he propuesto, y con la intención de
colaborar para mitigar esos ruidos atronadores que tanto nos espantan y esas
permanentes cantinelas que tanto nos aburren, he decidido suprimir estos
artículos semanales hasta, quizás, el comienzo del nuevo curso.
He llegado a la conclusión de que este silencio nos puede
servir -aún más que las benévolas palabras- para serenar nuestros ánimos, para
tranquilizar nuestras conciencias, para infundirnos esperanzas, para controlar
los temores y, en resumen, para estimular las ganas de vivir apaciblemente.
Estoy convencido de que este apagón tendrá unos saludables efectos, al menos,
simbólicos. Será una terapia que nos limpiará el corazón de humores y nos
purificará la sangre de esos virus contagiosos que envenenan la convivencia
social y que, a veces, agrian el bienestar familiar. Servirá, al menos, para
que seamos conscientes de que la saturación de palabras hirientes, petulantes o
vanas, nos agobia, nos irrita y nos empacha hasta, a veces, hacernos vomitar.
Es posible que este tiempo de silencio nos sirva para
ahorrar energías, para leer con mayor tranquilidad otros artículos más
profundos, interesantes y divertidos, para escuchar plácidamente música o para
releer con fruición algunos de esos libros que, en nuestra juventud, nos distraían.
Ya verán cómo nos resuenan de otra manera y, quizás, hasta nos hacen soñar.
Podemos emplearlo también en conversar con nuestra pareja, con nuestros hijos y
con nuestros amigos, pero, probablemente, el mejor resultado de este tiempo de
silencio será un lavado de la contaminación acústica que favorezca la
reflexión, el descanso o, simplemente, que nos ayude a mantener la mente en
blanco para disminuir el estrés y para ahorrar esas energías que necesitamos
para otras tareas más importantes y más gratificantes.
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lunes, 12 de junio de 2017
El cuerpo
José Antonio Hernández Guerrero
A lo largo de la historia de nuestra civilización
occidental, el cuerpo y el alma se han considerado, alternativamente, como
amigos inseparables y como enemigos irreconciliables. Recordemos que los filósofos
presocráticos afirmaban que el alma estaba alojada en el cuerpo como en un
destierro, encerrada como en una prisión o enterrada como en un sepulcro. Es
cierto también que, en la tradición cristiana, junto a la tesis apoyada en las
palabras del apóstol Pablo, que venera el cuerpo como templo del Espíritu Santo, ha existido
una corriente ascética que ha despreciado y maltratado el cuerpo,
considerándolo como ocasión de pecados y como fuente de vicios.
En la actualidad, tras las reflexiones desarrolladas por los
pensadores que han intentado superar la dualidad entre la mente y el cuerpo, ya
apuntada por los griegos, se acepta comúnmente que el cuerpo no es sólo la
envoltura de la persona humana, sino un elemento constitutivo de su
personalidad; no sólo el sustento biológico, sino también un factor
determinante del perfil psicológico y un cauce inevitable para la integración
social: el cuerpo hace posible y, en cierta medida, determina el pensamiento,
el lenguaje y los sentimientos. Podemos concluir afirmando, incluso, que el
cultivo del cuerpo es la senda indispensable para la educación del espíritu. El
bienestar humano -tanto el personal como el colectivo- parte necesariamente de
la buena forma del cuerpo y del equilibrio de la mente. Si el cansancio, la
fiebre o el dolor repercuten en el estado de ánimo, el ansia, el estrés y las
preocupaciones, influyen negativamente sobre el funcionamiento de los órganos
corporales. Pero es que, además, el cuerpo expresa, de manera directa, lo que
la persona piensa, siente, desea, teme, ama y odia.
Ya resulta un lugar común afirmar que el cuerpo constituye
la mejor definición de nuestra personalidad. Declara, de manera directa, no
sólo nuestro estado físico sino también nuestra salud mental: nuestro
equilibrio psicológico, nuestras ansiedades, nuestras aspiraciones y nuestras
frustraciones. Es el termómetro más fiel de nuestro bienestar. Consideramos,
por lo tanto, que es un error grave adiestrar el cuerpo para que,
paradójicamente, sirva como escudo que nos proteja de la posible comunicación
e, incluso, como blindaje que nos defienda de nuestros fantasmas interiores.
Las raíces profundas de este bloqueo, localizadas en una educación errónea
durante la niñez de algunas personas, han desarrollado un sistema automático de
desconexión tan potente que, cuando sienten alguna sensación agradable,
automáticamente cierran las ventanas de los sentidos y se colocan un corsé para
protegerse y para no sentir. Recordemos que Sartre decía, por el contrario, que
la caricia "no es un simple roce de epidermis sino, en el mejor de los
sentidos, una creación compartida...", al acariciar comunicamos nuestros
sentimientos e intentamos sentir lo que siente el otro.
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domingo, 4 de junio de 2017
Mujer y deseo
José Antonio
Hernández Guerrero
Los deseos son los estímulos que mejor definen el perfil
psicológico, el comportamiento sociológico y la
trayectoria biográfica de los seres humanos; todavía más que las ideas
e, incluso, más que los hechos, los deseos constituyen los códigos secretos
que, si acertamos a descifrarlos, nos proporcionan las claves para interpretar
el sentido de cada vida humana: nos explican el fondo de nuestras acciones y
nos descubren el fundamento de nuestras omisiones. Sus análisis, por lo tanto,
nos abren unas sendas directas por las que podemos llegar a comprender la
identidad personal y la idiosincrasia colectiva, ya que, de manera más o menos
consciente, influyen decisivamente en las percepciones, en la formación del
pensamiento, en la adopción de las actitudes y en la elección de las conductas.
Copiando palabras de Manuel Gregorio González, me permito
afirmar que las “voces profanas” recogidas en el libro Mujer y deseo, nos
proporcionan una nueva y audaz lectura -sugestiva por su originalidad- de
textos clásicos, y una exégesis matizada -sorprendente por su obviedad- de
relatos “religiosos”: nos aclaran las raíces ocultas de los comportamientos
“femeninos”, desde una perspectiva insólita hasta ahora, y nos muestran los
gérmenes de unas desigualdades aceptadas tradicionalmente como herencias
biológicas o como reliquias antropológicas.
Esta novedosa obra nos aporta unas reflexiones sutiles que
ahondan en el fondo íntimo de nuestra conciencia personal -la de los hombres y
la de las mujeres- y en las galerías subterráneas por las que discurren las
corrientes poderosas de unos mitos que, repetidos hasta la saciedad, han
alimentado el pensamiento religioso, los criterios éticos, las pautas sociales
y las opciones políticas durante milenios; son las brújulas que han orientado
la mentalidad y las líneas maestras que marcan el desarrollo de las relaciones
humanas.
Con habilidad, valentía y rigor, las autoras y los autores
de estos trabajos han descendido al pozo de los sentimientos ocultos,
reprimidos o camuflados durante siglos, para denunciar los prejuicios atávicos
que, de hecho, han silenciado y castigado los deseos femeninos como si se
tratara de crímenes nefandos.
Estoy releyendo el libro Mujer y deseo, aquella obra editada
por la Universidad -que recoge los trabajos debatidos en el Congreso
Internacional desarrollado en Cádiz, en abril de 2003, que fue coordinado por
María José de la Pascua, María del Rosario García-Doncel y Gloria Espigado. Es
un análisis que, desde perspectivas interdisciplinares, esboza la relación
mujer-deseo y nos proporciona una información crítica sobre los fundamentos de
las raíces de dicha mentalidad represora de los deseos femeninos. En mi
opinión, estos estudios nos pueden servir para trazar las pautas que han de
orientar unas relaciones más igualitarias, justas y razonables, y que,
posiblemente, posibilitarán una convivencia más confortable, alejada de
sentimentalismos trasnochados.
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domingo, 28 de mayo de 2017
El mosqueo y el cabreo
José Antonio
Hernández Guerrero
Una de las consecuencias negativas que, a veces, se derivan
de los ascensos a cargos relevantes es el aumento exagerado de la propia estima
y, por lo tanto, la multiplicación incontrolada de las “vivencias de
autorreferencia”. La manifestación más clara de este hecho es la
hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante las
críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención que
los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten
exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria,
echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso
cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el
mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda
la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.
El que se sabe demasiado importante corre el riesgo de estar
en un estado de permanente “mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los
ascensos en las categorías profesionales, en los niveles económicos, en las
escalas sociales, en las dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos
producen, en muchos casos, el aumento de la irritación y del mal humor como
consecuencia de la desilusión que genera la insuficiente consideración con la
que son tratados y el escaso reconocimiento que sus figuras despiertan.
Algunos, incluso, se sienten permanentemente vejados porque -afirman- “la gente
no se da cuenta a quién está tratando”.
Todos conocemos a personas que eran desgraciadas porque no
ascendían pero, desde que lograron subirse encima de un estrado o situarse
detrás de una “baranda prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una
concejalía, una canonjía, un episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía
en la junta de la comunidad de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su
naturaleza se ha transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus
hijos, sus hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten
teniendo en cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son
más frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban
extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber
aprobado las oposiciones.
No debería sorprendernos demasiado que sean tantos los
personajes que, según las crónicas periodísticas de estos días, se han sentido
ninguneados, marginados y vejados por el trato insuficiente que les han
dispensado los medios de comunicación.
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lunes, 22 de mayo de 2017
La Pasión y las pasiones
José Antonio
Hernández Guerrero
Como nos enseñó Aristóteles, los dramas sangrientos poseen
una intensa fuerza catártica y cumplen, además, unas importantes funciones
éticas y estéticas. Recordemos cómo nos explicó que la utilidad de la tragedia
estriba en la fuerza con la que los espectadores, al ver proyectadas en los
actores nuestros sufrimientos y nuestras pasiones, experimentamos un efecto
purificador. Mediante la contemplación y a través de la participación anímica
en las escenas, sometemos nuestro espíritu a profundas conmociones que,
paradójicamente, sirven para serenarnos.
Cuando salimos del patio de butaca, tras haber participado en el duro castigo
que han infligido a unos seres semejantes, experimentamos pena y dolor,
lloramos y nos desahogamos, y, finalmente, nos quedamos más tranquilos y más
limpios: nos sentimos mejores seres humanos.
Recuerdo, por ejemplo, “La Pasión de Cristo”, aquella
película dramática estadounidense de 2004, dirigida por Mel Gibson y
protagonizada por Jim Caviezel como Jesús de Nazaret, Maia Morgenstern como la
Virgen María y Monica Bellucci como María Magdalena. En ella se recrea la
Pasión de Jesús de acuerdo, en líneas generales, con los Evangelios canónicos.
La película fue rodada íntegramente en Italia: exteriores en
las ciudades de Matera y Craco (en la sureña región de Basilicata), y los
interiores en los estudios de Cinecittà (en Roma). Esta Pasión, que se rodó en
latín, en hebreo y en arameo con subtítulos, además del éxito económico, excitó
algunas pasiones, despertó ciertas conciencias éticas y hasta provocó algunas
conversiones religiosas. Según las informaciones publicadas, muchos cristianos
y no cristianos pasaron por taquilla para no perderse el estreno en España.
Algunos afirmaron que, por su realismo, humaniza la figura
de Jesús de Nazareth; otros confesaron que era una impresionante y conmovedora
meditación sobre la pasión de Cristo, y no faltaron quienes dijeron que les
hizo pensar en el sentido trascendente de esta vida. El intérprete de la figura
de Jesús, Jim Caviezel, confesó: “Ahora entiendo el sufrimiento mucho mejor que
antes; los dolores de Jesús me ayudan a dar sentido a mis dolores y a tratar de
aliviar los ajenos”.
Otros comentaristas, por el contrario, han mostraron su
rechazo al oportunismo de un “intransigente cristiano integrista que no dudó de
bañar de sangre las pantallas para alimentar los bajos instintos del personal
con el nada místico propósito de ganar una fortuna”. En mi opinión, esta
“Pasión de Cristo” es sólo una película que ha de ser visionada con la misma
distancia y con idéntica actitud crítica con las que contemplamos las demás
obras teatrales o cinematográficas.
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lunes, 15 de mayo de 2017
60.- Matar y morir
José Antonio
Hernández Guerrero
La muerte es el hecho que mejor nos descubre la relatividad
de otros valores, a veces, proclamados como absolutos. Ni los bienes
económicos, culturales o estéticos, ni las instituciones religiosas, sociales o
políticas, valen una vida humana: ni la patria, ni la bandera, ni la lengua
pueden defenderse matando ni muriendo. En mi opinión, este principio que,
quizás a algunos le suene a doctrina, constituye el mínimo denominador común de
todas las personas de buena voluntad y de todos los grupos democráticos.
En los momentos de dolor generados por los frecuente y
brutales atentados terroristas deberíamos guardar un profundo silencio para
reflexionar sobre las consecuencias mortíferas que se siguen de la
sacralización de un pedazo de tierra o de una serie de convicciones. Como
afirmé en el artículo de la semana pasada, es cierto que tenemos el derecho y
necesidad de gritar con fuerza para desahogar la rabia, para mostrar la
indignación y para expresar nuestra solidaridad a los que están sufriendo la
agresión, pero nuestras voces serán estériles si no logran que los criminales
descubran su maldad, si no conseguimos que los fanáticos duden de sus certezas,
que los sectarios debiliten sus adhesiones o que, al menos, todos rebajemos
nuestra agresividad.
Para lograr estos objetivos, más que sesudas reflexiones,
bastaría con que fuéramos capaces de acercarnos, uno por uno, por ejemplo, al
viudo de aquella mujer a la que una mochila, estratégicamente colocada debajo
de su asiento, le arrancó su vida y la del hijo que llevaba en sus entrañas.
Ahora mismo, contemplo en la pantalla del televisor a ese grupo de vecinos que
llora por la muerte de una joven de veintitantos años apuñalada por su “pareja
sentimental”.
Corremos el riesgo de que el volumen de este sangriento
bosque, de este río de crímenes, nos nuble la vista y nos impida acercarnos a
cada uno de los árboles, que han sido arrancados de cuajo dejando desolados
para siempre a los familiares y a los amigos. Pongamos, por favor, nombres,
caras, sentimientos, ilusiones, temores y proyectos a cada uno de esos números
y, después, sigamos hablando y discutiendo de política, de economía, de
filosofía o de arte.
En mi opinión, en la mayoría de los casos, la adjetivación
-como política, religiosa o cultural- de los asesinatos, en vez de atenuar su
gravedad, la aumenta: más que amor o identificación con una idea, con una
tierra o con una bandera, son consecuencias de un odio irreprimible a los
otros. Mientras que no descubramos que una sola vida humana, con independencia
de la edad, del sexo, de la profesión, de la fortuna o del cargo, vale más que
todos los tesoros, no seremos capaces de controlar y de disminuir la fuerza
aniquiladora que, a veces, está encubierta por los más bellos y apasionantes
ideales.
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domingo, 7 de mayo de 2017
58 - El odio
José Antonio
Hernández Guerrero
Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o
protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos
provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio;
las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica que reestablezca
el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez
de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan
mortífero, homicida y suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos
todos en los pliegues de nuestras entrañas.
Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera
y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un
sentimiento permanente e intenso, que genera ideas vinculadas a generar daño, a
destruir su objeto, a aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la realidad y hasta
del recuerdo. Como ha explicado Castilla del Pino, el odio es una relación
virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea
destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la
destrucción que se anhela; odiamos todo objeto que consideramos una amenaza de
nuestra integridad y lo odiamos para salvaguardarnos de ella ante nosotros
mismos.
Pero, en mi opinión, es posible que no tengamos tan claro
que, frecuentemente, nuestra visión es maniquea y simplificadora porque
vertemos todo el mal sobre nuestros enemigos y consideramos que nosotros somos
los buenos, los que estamos libres de culpa. En los deportes, en la política y
en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los
diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos
y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y
del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones.
Poner todo el mal en un platillo -el de los enemigos- es librarse inútilmente
de un peso que cada uno de nosotros debemos soportar.
Acabo de leer unas ideas que por su sencillez, claridad y
actualidad, son de las que más me han llamado la atención de los libros que, en
estos momentos, tengo entre manos. La trascripción textual es la siguiente:
“Aunque no hubiese más que un solo alemán decente, él solo merecería ser
defendido frente a esa banda de bárbaros y, gracias a él, no habría derecho a
verter odio sobre un pueblo entero. Esto no significa ser indulgentes ante
determinadas tendencias, hay que tomar posiciones, indignarse por algunas cosas
en determinados momentos, tratar de comprender; pero ese odio indiferenciado es
lo peor que hay. El una enfermedad del alma”.
Estas palabras recobran todo su valor cuando sabemos que
fueron escritas por Etty Hillesum (1914-1943) una joven judía que, antes de
morir en Auschwits, escribió sus dolorosas experiencias interiores y sus
profundas convicciones de que, incluso ante el supremo sufrimiento, hemos de
alabar la vida y vivirla “con la plenitud de sentido que la vida
requiere”.
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martes, 2 de mayo de 2017
Viajar y leer
José Antonio
Hernández Guerrero
Como nos muestran las estadísticas y los pronósticos que
periódicamente nos ofrecen los medios de comunicación, los viajes -tan excepcionales
hace escasos años- han llegado a constituir un hábito casi rutinario y, para
muchos, una necesidad ineludible. En la actualidad viajamos casi todos, aunque
cada uno justifique sus desplazamientos con razones diferentes: unos lo hacen
empujados por un espíritu aventurero, otros para llenar el tiempo de ocio,
otros impulsados por el ansia de ampliar su cultura y, otros, finalmente,
forzados por motivos profesionales. Pero el resultado es que cada vez viajamos
más y que, en cualquier época del año, nos surgen pretextos para organizar un
"puente" no previsto, un fin de semana alargado o incluso unas
minivacaciones que, inevitablemente, implican una salida de nuestro lugar de
residencia. Todos los indicadores sociológicos llegan a la misma conclusión:
"En los próximos años, el sector turístico va a seguir experimentando una
notable expansión".
Pero, aunque a primera vista nos sorprenda la afirmación,
los viajes, por muy lejos que nos lleven, siempre alcanzan su fin y su
finalidad en el punto de partida: viajamos para regresar a nuestro hogar y para
descubrir en él unos alicientes de los que carecen los mejores hoteles, para
revalorar ese rincón de nuestra casa en el que leemos o cosemos o, incluso, el
butacón desde el que, soñolientos, vemos el telediario, los partidos de fútbol
o los programas del corazón; viajamos, también, para comparar nuestros lugares
con otros lejanos: nuestras playas con las de la Costa del Sol o con las de las
Antillas, nuestra catedral con la de Notre Dame de París o con la de San Pedro
de Roma, nuestro clima con el del norte de España o con el del Centro Europa.
Es cierto que los viajes abren unas vías de acercamiento a los demás y, al
mismo tiempo, unos cauces de aproximación a nosotros mismos: viajar es una
forma de alejarnos y de aproximarnos a nuestros lugares y, por lo tanto, una
manera de salir y de entrar en nosotros mismos y de revalorar nuestras cosas.
Aunque a primera vista nos parezca una contradicción, hemos
de admitir que, en la mayoría de los casos, más que para conocer, viajamos para
reconocer los lugares y las gentes de los que tenemos noticias previas por las
lecturas o por los comentarios de los que nos han precedido. Por eso, los
viajes no deben sustituir las lecturas sino, por el contrario, alimentarse de ellas:
los viajes y las lecturas son dos vías complementarias que mutuamente se
intensifican y se enriquecen.
No perdamos de vista que el paisaje es un significante
portador de unos significados que, hasta cierto punto, han sido creados por los
artistas, por los pintores, por los cantantes y por los escritores. Por eso,
antes, durante y después de cada viaje deberíamos leer algún libro que oriente
nuestras miradas, que nos facilite la comprensión de los espacios que
contemplamos, que nos descubra la belleza y el sentido de unos elementos que no
son sólo escenarios, sino partes de nuestro drama humano, de esos hechos
geográficos que, además de sostener y alimentar nuestros cuerpos, nutren
nuestro espíritu.
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sábado, 22 de abril de 2017
57 - El misterio humano
José
Antonio Hernández Guerrero
De vez en cuando suelo recoger y contemplar detenidamente en
la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura que pisamos y de la que
estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que el terrón más pequeño de
ese barro sea bastante más complicado que todas las fórmulas algebraicas y más
complejo que todas las tesis filosóficas. ¿Te has fijado cómo las ciencias -la
Química, la Física, la Fisiología- no son capaces de explicar plenamente el
interior de las cosas, y cómo ni siquiera la Psicología nos da cuenta de la
intimidad profunda del hombre o de la mujer? Como tú repites -querida Carmita-
“todos nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna zona de misterio e,
incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre algunos secretos
indescifrables”.
Si la ciencia es insuficiente para descifrar todos los
secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de interpretar las razones de
los comportamientos humanos. Aunque es psicológicamente explicable y éticamente
comprensible que realicemos un permanente esfuerzo por racionalizar nuestros
comportamientos, hemos de reconocer también que, en muchos casos, ese intento
nos resulta completamente inútil.
Todos tenemos experiencia de la ineficacia de los
razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras decisiones y todos
tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se pongan en nuestra
situación. Por eso opino que pretender que los demás -los padres o los hijos,
los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos entiendan racionalmente
es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos
comprendan y, para ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que
apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas y de los sentimientos
profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por
justificar nuestros comportamientos.
Algunas veces, las gentes sencillas, las que no son
intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni artistas: las que carecen de
los conocimientos especializados de la Psicología o de Neurología, saben ver
mejor por dentro porque poseen una perspectiva más inmediata y, sobre todo, más
vital. Con sus miradas directas descubren que no existen esas contradicciones
que, de manera permanente, los avinagrados críticos denuncian. El empleo del
recurso fácil al sarcasmo, para zaherir permanentemente de manera inmisericorde
a los que no son de nuestra cuerda, revela, más que el talento literario, el
talante psicológico y la dimensión moral del autor amargado.
Como todos sabemos, las reflexiones son, frecuentemente,
"racionalizaciones", meras justificaciones de conductas -quizás-
injustificables o explicaciones inútiles de palpables contradicciones. Aunque
es cierto que la mente es nuestra más eficaz arma de protección -y, por eso,
siempre que pensamos, tratamos de defendernos- en mi opinión, nos debería
ocupar también en indagar, comprender y
explicar esas raíces profundas de nuestros comportamientos cuya coherencia es
tan real como oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que
es la comprensión.
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lunes, 17 de abril de 2017
56 - Aurea mediocritas
José Antonio
Hernández Guerrero
Tras leer detenidamente algunos comentarios que he recibido,
he llegado a la conclusión de que, en el artículo anterior titulado “La
mediocracia”, no me expliqué con
suficiente claridad. Por eso me permito
insistir en que mi crítica a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de
la “mediocracia”- pretendió ser, justamente, una defensa de una manera sencilla
y natural de vivir la vida humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos
televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento
con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña
pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros que, en
estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos orientados en
el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia ese mundo
masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de tensiones bélicas;
hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a nuestra manera
meridional de entender la vida.
Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que
no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos
menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni
desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los
conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida
sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones,
retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el
poder.
Yo también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada
-"aurea mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido
celebrada por los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar
íntimo y de felicidad honda.
Aunque a veces los critiquemos, en el fondo anhelamos seguir
el ejemplo de tantos paisanos nuestros que prefieren ganar menos dinero y
disfrutar tranquilamente del tiempo. Probablemente sin saberlo, están imitando
a Horacio cuando rehusó el cargo de secretario de Augusto para permanecer en el
campo y defender allí su tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en
provecho del cultivo de sus letras y de su filosofía, para dedicarse a sus
poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”), a esos versos que sirvieron
de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y a Fray Luis de León en su
“Oda a la vida retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida
/ la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde
han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.
¿Qué nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que
quien valora el goce de la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute
de la serenidad (epicúrea y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya
bebido directamente en la fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer
una relectura de los vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del
bienestar físico y mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos
reduciría el riesgo de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de
colesterol.
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sábado, 8 de abril de 2017
La mediocracia
José Antonio
Hernández Guerrero
Confieso que la palabra no es mía. Creo que la leí hace ya más
de dos años en el periódico francés L'Express en un reportaje sobre la nueva
sociedad francesa titulado “El triunfo de la mediocracia”. Se refería, como
podrán suponer, a esa amplia masa de adictos televidentes que, pasivamente,
alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos
más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla.
Pero hemos de tener claro que esta “mediocracia” no está
integrada sólo por ciudadanos de una determinada edad, de escaso nivel cultural
o pertenecientes a un sector social o económico, sino que su malla se extiende
por todos los ámbitos de la vida de nuestras ciudades y por todos los barrios
de nuestros pueblos. Se caracteriza por padecer una pereza intelectual y por
carecer del sentido crítico. Es esa comunidad que se reúne pasiva y
plácidamente ante el televisor para, por ejemplo, “consentir” -reírse o llorar-
con las efímeras sensaciones y con los cambiantes sentimientos de los “actores”
de Acacias 38, del Gran Hermano o de aquella Isla de los famosos.
¿Para qué complicarnos la vida -dicen algunos- escuchando
los problemas internacionales de la guerra, los azotes del hambre, los golpes
del terrorismo, las agresiones a la ecología, o informándonos sobre literatura,
sobre arte, sobre historia o sobre los trastornos étnicos? La mediocracia,
producto de la mediocridad cultural, se contenta con ese caldo tibio, ni
caliente ni frío, y se complace con el movimiento suave de las olas de la
banalidad.
Si muchos televidentes tienen bastante con la desbordante
oferta futbolística, otros se conforman con las repetidas historias de amor o
de desamor, y con el frívolo cotilleo de las infidelidades conyugales. Su
defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su
máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes nada ocurre que no
sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los
hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los
hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin
concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo ni
interesante.
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lunes, 3 de abril de 2017
54 - La Guerra
José Antonio
Hernández Guerrero
En los partidos de fútbol el árbitro es quien dictamina
cuándo una acción es falta y, por lo tanto, cuándo es digna de sanción: aplica
el reglamento y decide si la jugada ha sido fuera de juego, córner o penalty.
En las agresiones conyugales es el juez quien valora los daños y quien
determina los castigos: la separación, una multa o, incluso, la cárcel del
culpable.
¿Cree usted que es razonable que en las guerras, sin
embargo, sea una de las partes -la más poderosa- la que decida si es justa o
no, y la que justifique cuándo han de empezar los ataques, durante cuánto
tiempo han de continuar y cuándo han de finalizar? ¿Cree usted que es lógico
que la justificación moral de la guerra parta de quienes la organizan, la
instigan, la desatan o la sostienen? Los representantes del poder del Estado
siempre han justificado sus contiendas, independientemente de que tuvieran
políticamente razón o no a hacerlo: tienen el poder, la fuerza y, sobre todo,
poseen los medios de propagación para tratar de convencernos de su justicia, de
su bondad y de su necesidad.
Los políticos de diferentes signos, ayudados por los
omnipotentes medios de comunicación tratan de persuadirnos de que las guerras
son necesarias e inevitables, al menos, como un mal menor. Apelan al realismo,
al utilitarismo e, incluso, al pacifismo.
Soñar con un mundo sin guerras –afirman ellos- es un
idealismo ingenuo y una utopía inalcanzable. Otros tratan de convencernos de
que las guerras desarrollan la tecnología que mantiene y aumenta nuestro
bienestar: la mayoría de los adelantos modernos -repiten- tiene su origen en
los esfuerzos realizados por los científicos para lograr que los aparatos de
guerra sean más eficaces, más aniquiladores, más mortíferos y más
exterminadores. Nos animan para que demos las gracias a las guerras que han
desarrollado la tecnología, la informática y la telemática. Nuestros
electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos móviles -dicen- tienen
mucho que agradecer a las guerras. La fe en la prosperidad de la tecnología
punta no suelen tener en cuenta la producción de tanta basura que sustituye las
cosas buenas para aumentar los niveles de saturación -más que de satisfacción-
sólo de una parte de la población y para incrementar y extender la miseria en
otra parte más amplia.
Otra de las razones más repetidas es la necesidad de
mantener la paz haciendo la guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de
“intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la
guerra, el mito de Armagedón -la batalla final entre los poderes del bien y del
mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin
embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir
las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar
contra uno mismo y pelear contra los nuestros para eliminar el ansia de
dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de
grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa
tarea de sembrar el respeto mutuo.
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lunes, 27 de marzo de 2017
El tiempo de las mujeres
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque la historia de la humanidad y la experiencia personal
de muchos de nosotros parecen confirmar lo contrario, en mi opinión -como ya
adelanté hace varias semanas-, el tiempo es un factor más importante que el
espacio para el logro de nuestro bienestar humano. La cantidad, la calidad y el
ritmo del tiempo determinan, en gran medida, el nivel de felicidad posible y el
grado de satisfacción personal. Pero, ¿cómo -me pregunta Juan- podemos ganar
tiempo? Opino que la mejor manera de gastar el tiempo es comprando tiempo.
El Estado, las empresas y los clientes adquieren nuestro
tiempo a cambio de dinero con el que la mayoría compramos independencia,
espacios y objetos; pero no siempre ni todos advertimos que el mayor bien que
podemos adquirir es el tiempo -el tiempo libre para dedicarlo a nosotros mismos
o para donarlo a los demás, para pensar, para conversar, para escribir, para
descansar, para disfrutar o para soñar-. El tiempo libre vale más que, por
ejemplo, un campito en Chiclana, un nuevo automóvil o un televisor panorámico.
Es cierto que las estadísticas nos dicen que las mujeres
están ocupando progresivamente mayores espacios públicos -laborales, políticos,
culturales, artísticos y sindicales-, pero también es verdad que, en la mayoría
de los casos, por el hecho de que, además, se encargan de las labores
domésticas, del cuidado en exclusiva de los niños y de la atención a los
enfermos y a los ancianos, el tiempo -su tiempo- se está reduciendo de forma
peligrosa.
La solución de este problema grave radica en el nuevo
reparto de las tareas y en la redistribución de las funciones domésticas.
Mientras que los hombres no adquiramos plena conciencia de que el cuidado y el
mantenimiento de los espacios domésticos y de las tareas familiares han de ser
repartidos, el solo hecho de la irrupción femenina en el mercado laboral
-aunque abra una vía de integración social y de liberación personal, aunque
suponga un avance cualitativo- no garantiza por sí solo la igualdad real con
los hombres. No hay dudas de que, para favorecer un mayor equilibrio entre las
ocupaciones de los hombres y de las mujeres, se tendrá que avanzar
considerablemente en la regulación de los horarios de trabajo e, incluso, en la
redefinición de la productividad, pero, posiblemente, el escollo más difícil de
sortear es el de la mentalidad de la mayoría de los hombres y, también, el del
pensamiento de muchas mujeres sobre sus respectivos y tradicionales papeles en
la familia y en la sociedad. Es necesario que, ante el actual panorama de
“parejas biactivas”, se produzca un efectivo reparto de tareas y una nueva
conciliación de deberes entre cada uno de los miembros de la unidad familiar.
Como afirma María Dolores Ramos Palomo, Catedrática de
Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga: “una persona que no es
dueña de su tiempo, difícilmente puede ser dueña de su vida”. Me permito
recomendarles el libro titulado “El tiempo de las mujeres”, cuya autora,
Dominique Méda, dirige en la actualidad el gabinete de investigación del
Ministerio de Trabajo francés. La editorial Narcea ha publicado una cuidada
traducción.
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martes, 21 de marzo de 2017
Las palabras vacías
José Antonio
Hernández Guerrero
Incluso en nuestras conversaciones cotidianas podemos
comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran
cocteleras transparentes, cada interlocutor, al pronunciarlas o al escucharlas,
las llenan y las vacían permanentemente de diversos significados personales. El
valor de las palabras depende, en gran medida, de la huella afectiva que le
produce al que la emplea, al que la pronuncia o a que la escucha. Nuestras
múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que
concurren en nuestras vidas determinan que los objetos, los sucesos y las
palabras se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias
sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de
nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las
palabras las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman.
Las palabras poseen un fondo permanente, que es el que
figura en los diccionarios, pero, además, se llenan de esos otros significados
emocionales que son mucho más importantes y más poderosos. Son valores que los
enriquecen o los empobrecen y los convierten en eficaces instrumentos de la
construcción y de la destrucción del cada ser humano y de cada sociedad.
¿Qué sentidos tienen, por ejemplo, las palabras “mar”, “río”, “montaña”, “valle”,
“hombre”, “mujer”, “niño”, “anciano”, “amor” u “odio”? ¿No es cierto que las
palabras, poseen unos sentidos diferentes que les damos los hablantes y los
oyentes cuando establecemos la comunicación, cuando, integrándolas en la cadena
de un discurso, las usamos como vehículos para transmitir nuestras ideas,
nuestras sensaciones o nuestros sentimientos, como vínculos para unirnos, como
látigos para agredir o como pistolas para matar? La palabra “mar” no significa
lo mismo pronunciada por un pescador de Barbate, por un pasajero de un
trasatlántico de lujo, por un cordobés que veranea en Conil de la Frontera o
por un emigrante que atraviesa en patera el Estrecho de Gibraltar.
Los vocablos, efectivamente, no están completamente llenos
hasta que los pronunciamos y los escuchamos. Es entonces cuando las palabras
adquieren sustancia humana, calor vital y vibración emocional, de la misma
manera que las cuerdas de una guitarra sólo expresan sensaciones, sólo
transmiten sentimientos, cuando unos dedos maestros las acarician.
Pero también es verdad que algunas palabras pueden estar
vacías, son las que carecen de contenido humano: no nos hieren, no nos
envenenan ni nos matan, pero nos aburren, nos hastían y pueden hartarnos,
enojarnos e irritarnos. Son canales de meras flatulencias que, quizás,
desahogan a los que las emiten, pero nos aburren a quienes las escuchamos. Las
palabras, para que sean humanas, han de estar vivas, han de latir y tener
temperatura. Hablamos y escribimos con experiencias y con imágenes, más que con
gramáticas y con diccionarios por muy importantes que éstos sean.
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domingo, 12 de marzo de 2017
El tiempo ajeno
José Antonio
Hernández Guerrero
¿Se han fijado ustedes –queridos amigos- la facilidad con la
que, cuando un ciudadano cualquiera accede a un puesto de poder, por muy
insignificante que sea, se siente capacitado para disponer del tiempo de los
demás? Si, por ejemplo, un director, un
delegado o un concejal pretenden entrevistarse con usted para pedirle una
colaboración, es posible que lo cite en su despacho a la una de la tarde y es
probable, incluso, que él no comparezca o que lo haga media hora más tarde. Si
usted, simplemente, le muestra su extrañeza, la “autoridad” se sorprenderá de
que no comprenda que él tiene otros muchos asuntos más importantes que
resolver. Este comportamiento constituye, a mi juicio, un serio desconocimiento
del valor del tiempo de los otros, una grave irresponsabilidad y, sobre todo,
una permanente fuente de tropiezos y de desencuentros. Algunos despistados aún
no se han dado cuenta de que, si, tradicionalmente, el objeto de las luchas
eran los espacios, en la actualidad, la mayoría de los conflictos familiares,
sociales y políticos tiene su origen en el empleo del tiempo, el capital más
importantes de la vida humana.
Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir
varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los
de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos
afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con
los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en
consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos
ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la
colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo
de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.
Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer
servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera
que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos
respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la
mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian
nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras
vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se
hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales.
Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que,
por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es
convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una
temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad,
hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría
profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la
paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás
es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de
aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.
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lunes, 6 de marzo de 2017
Tradiciones
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados
valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la
posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos
claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre
podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado
nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas
creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores,
constituyan valores supremos o principios inamovibles.
El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de
Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola
que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de
que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos
como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido
cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones
económicas. Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han
perdido los velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las
sotanas de los curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina,
el quinqué en el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan
el aceite de ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar.
Algunos de estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como
reliquias nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron
mejores para la mayoría de los humanos.
Pero, además, también
sabemos que una serie de usos tradicionales como, por ejemplo, la
clitoridectomía -la ablación o extirpación del clítoris- y otros usos
destinados a eliminar, a reducir y a controlar la sexualidad de la mujer, son
inmorales, inhumanos y, por lo tanto, “dignos” de ser eliminados. Esta
práctica, a pesar de que constituye un hábito que se remonta a la más arcaica
antigüedad y aunque se practica en más de veinte países africanos, a pesar de
ser una tradición atávica, es una superstición que, mezclada con prejuicios
culturales y con convicciones religiosas, debe ser considerada como brutal
agresión a los derechos humanos.
Para defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser
humano o para explicar esta mutilación corporal que tan graves consecuencias
físicas y psicológicas arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de
que es un rito que se practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la
prueba sociológica de que en el mundo son
más de 120 millones las mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos
sociológicos y los hábitos culturales no constituyen razones válidas para
aceptar comportamientos inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas
y los usos tradicionales no siempre son valiosos sino que, a veces, son,
simplemente, viejos, perniciosos y despreciables.
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martes, 28 de febrero de 2017
49 - CIRUGÍA ESTÉTICA
La cara no es el “espejo del alma”: es… el alma
José Antonio
Hernández Guerrero
Aunque es cierto que, en la actualidad, el negocio dedicado
a los cuidados corporales está obteniendo en España un notable auge, no podemos
olvidar que el afán por mejorar el aspecto físico para gustar a los demás y,
sobre todo, para gustarse a sí mismo, es un hecho permanente desde el comienzo
de la civilización humana.
La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en
todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar
sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la
reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con
cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del
siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los
productos que se empleaban para matar a los piojos.
En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos
cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso
del tiempo: cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, geles
reafirmantes de pechos, cremas para eliminar arrugas, tónicos faciales, pomadas
para endurecer los glúteos, ungüentos para fortalecer los músculos y potingues
para evitar la piel naranja.
Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y,
también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una
especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función
de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número
de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden
a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les
eliminen la papada, les supriman los michelines, les estiren los pómulos, les
disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.
Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación
que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una
sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de
conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un
espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento
equilibrado y una profunda paz interior.
La belleza humana es una imagen visible que nace en el fondo
de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de
significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía
entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del
equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos
profundos que orientan toda la vida. Por
eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el
resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una
expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo
esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?
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domingo, 19 de febrero de 2017
Despedirse
José Antonio
Hernández Guerrero
Por lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una
destreza extraña y un proceder poco común. Y es que, en contra de lo que se
suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un
portazo”, más que un gesto de cobardía puede ser una prueba de valor.
La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de los casos,
lucidez, libertad de espíritu, valentía y, a veces paradójicamente, ser fiel a
los compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requieren
muchas dosis de atrevimiento para romper con todo, para huir de las
esclavitudes y para escapar al vacío. Por eso nos sorprenden gratamente las
decisiones de los hombres y de las mujeres que dejan cargos importantes de la
vida política, social, económica o religiosa tras hacer una serena reflexión.
La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión
la hora del comienzo de sus actividades, pero no calculan el momento de la
terminación. Algunos psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital
que se manifiesta en timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a
quedarse solo o, incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre
a los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas
pesadas? A mí me asustan, sobre todo,
los que dan razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos
aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la
fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a
la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.
Estoy convencido de que, para renovar la vida de los grupos
humanos, todavía más necesario que reinventar nuevas fórmulas o establecer
principios diferentes es preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es
verdad que la experiencia es un capital que hemos de saber rentabilizar,
también es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y
manos diferentes. Los gobernantes se cansan o, lo que es peor, se acostumbran a
mandar, pero los súbditos se saturan y se empachan cuando durante mucho tiempo
están viendo las mismas caras. Hemos de
reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que sí que para
decir que no; para empezar que para terminar, para aceptar los cargos que para
presentar la dimisión. José Carlos se pone más trascendente y afirma que, en
nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir. Probablemente
tendremos que hacer como Lola cuando ponía la escoba bocarriba detrás de la
puerta para así conseguir que María se despidiera en sus largas visitas.
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jueves, 16 de febrero de 2017
Apertura del año centenario de la
fundación del Rebaño de María
José Antonio Hernández Guerrero
En mi opinión, una de las instituciones
más gaditanas, más evangélicas y más actuales es el Rebaño de María, ese grupo
de mujeres buenas que, precisamente por la sencillez de sus planteamientos
religiosos, encaran la vida mezclando, con habilidad, unas elevadas dosis de
sensibilidad, de cordialidad, de sentido común y, sobre todo, poniendo mucho
corazón. Ellas están convencidas de que la tarea fundamental de sus vidas
personales es la vida de los demás, sobre todo, las vidas de los que peor lo
pasan. La fe para ellas no es una lista de preguntas y de respuestas que hemos
de recitar de memoria, ni la vida religiosa una tarea profesional, sino una
dimensión que atraviesa todas sus vidas, que ensancha sus espacios y que alarga
sus tiempos.
No es extraño, por lo tanto, que en sus
clases o en las reuniones con las antiguas alumnas y con los padres de familia,
sin necesidad de acudir a consejos ñoños, a sermones edulcorados, a pláticas
empalagosas, a mojigaterías ni a moralinas, insistan tanto en la necesidad de una
formación equilibrada que cultive el pensamiento racional, el comportamiento
moral, la solidaridad y la “razón cordial”, ese principio tan bien explicado
por el Papa Francisco según el cual "la compasión es el motor que
proporciona fundamento y sentido a la justicia”. Ellas no olvidan que el amor
es la justificación más razonable y más cristiana de la vida humana. Por eso,
además de conocimientos, proporcionan consuelo y esperanza, sentido y cariño,
esos bienes gratuitos que nacen en las fibras más íntimas del corazón.
Con sus actitudes y con sus
comportamientos nos demuestran que muchos de los problemas de las familias se
solucionan estando muy atentas a la vida práctica de sus hijos, atendiendo a
sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus
mismas preocupaciones. Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más
íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la
vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es
aplicando las pautas elementales del Evangelio.
El pasado día 19 de noviembre celebraron
la apertura del año centenario de su fundación en Cádiz por María de la
Encarnación Carrasco Tenorio, una mujer que, soñadora, sencilla, extrovertida,
despierta y atenta, encaró la vida con la paciencia, con la ilusión, con la
ingenuidad y con la valentía de las personas enamoradas de Jesús de Nazaret. En
su aventura la acompañó Francisco de Asís Medina Muñoz, un sacerdote carente de
los humos de la vanidad y vacío de la fiebre de las ambiciones. Felicidades,
hermanas.
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domingo, 12 de febrero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Estoy sorprendido por las interesantes
preguntas y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al
hilo de las ideas vertidas en el artículo sobre la existencia del bienestar.
Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos,
de la misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son
diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea
e inútil- de defender con argumentos una convicción basada, como ya indiqué, en
mi experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido
de manera análoga.
Aprovecho, sin embargo, la oportunidad
para aclarar algunas confusiones que en varios comentarios sobre los
obstáculos del bienestar se repiten en las cartas que he recibido. Hemos de
reconocer que las enfermedades, los dolores y los sufrimientos -aunque sean
realidades humanas estrechamente relacionadas- nos son manifestaciones
idénticas.
Las enfermedades son afecciones comunes a
todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son
unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias
que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora
de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos
encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia
supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres animados –no
las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las
piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para
comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que
algún mecanismo corporal está estropeado.
Los sufrimientos, en el sentido estricto,
son propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas
que nos distinguen de los demás vivientes y nos afligen a los seres humanos;
son las resonancias negativas, los ecos profundos –racionales e irracionales-
de los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques
morales: los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma.
El sufrimiento es una operación de la mente que interpreta el dolor y
mide sus dimensiones; es una reacción de la conciencia a los estímulos
desagradables; es una respuesta humana en la que interviene de manera directa
la inteligencia, la imaginación y, sobre todo, la emotividad. Pero el
sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y directas para penetrar en
el fondo secreto de las realidades humanas, una clave segura para conocer el
sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor, con entusiasmo y con
hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el dolor que es la
nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que completa y
humaniza turbadoramente la visión de las cosas.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 5 de febrero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Como tú me pides- querido amigo- te
responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿Existe el bienestar? Te contesto:
sí.
Te aseguro que, en esta ocasión, no he
pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas probadas. Mi respuesta
-inmediata, ingenua e irreflexiva- sólo se apoya en la experiencia personal: en
la mía, en la tuya, en la nuestra. Traigo a la memoria algunos de esos momentos
intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado y, también, recuerdo ese
estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que hemos
alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tú has podido
comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios
inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces
minutos de nuestra corta existencia.
Tú -igual que yo- has gozado de esas
chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes, que nos habían producido una
simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave caricia, una
sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata, un intenso
silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o, simplemente, la luz
matizada de cualquier atardecer; tú -igual que yo- te has deleitado con esas
partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces de sazonar todas las
fibras de nuestra existencia humana; tú -igual que yo- has saboreado los aromas
sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra visión de la
vida.
Pero, también, tú tienes constancia
probada de la posibilidad -de la urgente necesidad- de alcanzar el nivel
aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú -igual que yo, limitación
e historia- tienes que aceptar los estrechos límites de tus espacios, superar
las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces enemigos de tu
identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la indolencia o de la
apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y sufrir.
El bienestar es una meta suprema y un
objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y
alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un
mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un
universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que yo- abrigas la profunda convicción
de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por
el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera,
por la decadencia de la senectud.
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Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 29 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Es cierto que tenemos que seguir luchando
para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas
condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible -realmente y
en todas partes- su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el
ejercicio eficaz de los demás derechos humanos pero, si pretendemos que la
construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, es necesario
que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo
secreto de nuestras “inconsciencias”.
Las diferencias sociales, laborales,
económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las
mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de
nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que
determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la
adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los
comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro
de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia
y de su funcionamiento.
En la amplia bibliografía que se ha
producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros
que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se
manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan
en esos niveles de las representaciones, de los significados, de los
sentidos y de los símbolos.
Uno de ellos es el que publicó la
Editorial Narcea titulado Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido
del trabajo de las mujeres, en el que cinco miembros de la Comunidad
filosófica Diotima de la Universidad de Verona analizan, de manera convergente,
los cambios de significados que ha producido el acceso de las mujeres al mundo
laboral y al ámbito de los estudios. Constatan cómo, por ejemplo, a partir de
esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio
laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el
valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente
a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales-, la concepción de la
política y, también, la interpretación del hecho religioso. Nos recuerdan, por
ejemplo, cómo, mientras la fascinación en imitar a Dios era algo típicamente
masculino, cómo la concepción tradicional de la paternidad, de la actividad
artística (creación) y de la política se orientaba hacia la meta de llegar a
ser y a hacer como Dios, en el pensamiento femenino, por el contrario,
prevalecía la relación amorosa o la relación unitiva con Dios. Opino que es el
momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la
pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración
de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego
en la política y en la religión.
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las 20:33 4 comentarios: Enlaces a esta entrada
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domingo, 22 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
Todos conocemos a personas que se
caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por
destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del
futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo
pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más
horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e
irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.
Cuando comentamos con ellos cualquier
suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las
calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las
perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para
ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido
museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de
vergonzosas perversidades.
En mi opinión, hemos de defendernos de
estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y nos amarguen la
existencia. Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar la fórmula
eficaz para evitar que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda
nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos
de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a
interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje.
Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para
aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la
miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que
late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, en
el balance permanente de la crítica y, sobre todo, de la autocrítica, hemos de
evaluar los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos,
por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano,
en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo
de los errores, podemos alentar esperanzas y elaborar proyectos de
progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que
pertenecemos.
Reconociendo el declive que el
individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta
"ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo
de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar
el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así
mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Si
pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas –“hojas tenues,
inciertas y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del
tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las rehilvane
y que proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a
nuestros temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.
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las 13:45 No hay comentarios: Enlaces a esta entrada
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El papa Francisco y el reto de la
celebración del 750 aniversario de la fundación de la Diócesis de Cádiz
José Antonio Hernández Guerrero
La celebración del 750 aniversario de la
restauración de la diócesis de Asido y de su traslado a Cádiz nos ofrece la
oportunidad y la obligación de recuperar, de interpretar, de adaptar y de
difundir un legado valioso y fértil que, en gran medida, es desconocido. Las
conmemoraciones, como es sabido, nos proporcionan la ocasión de rescatar trozos
de las experiencias vividas mediante el recuerdo, mediante la estimulante
recuperación de tiempos pasados y de adelantar el porvenir recurriendo a la
imaginación, a los sueños, a las expectativas y a las esperanzas. Es cierto que
la cultura del olvido nos borra el sentido de nosotros mismos y el significado
de nuestras acciones; destruye los fundamentos de nuestra historia y erosiona
los cimientos de nuestra propia biografía, pero también es verdad que es
imposible vivir el presente plenamente si no divisamos, aunque sea de una
manera borrosa e imprecisa, el futuro, el significado de los episodios que
están por venir.
No podemos permitir que el miedo al futuro
nos amargue el presente porque la cultura es memoria, es proyecto pero,
también, revolución permanente. Quizás podría servirnos de pauta el ejemplo de
Francisco quien, con sus gestos sorprendentes, con sus actitudes amables y con
sus palabras claras, nos enseña, más que a llamar la atención sobre sí mismo, a
marcar las líneas maestras de una nueva cultura eclesial y a explicar las
sendas por las que han de discurrir los cambios de hábitos de los creyentes
cristianos. Con sus sencillas recomendaciones, formuladas con expresiones tan
coloquiales como “salir a la calle”, “armar lío”, “no dejarse excluir” o
“cuidar los extremos de la vida”, nos apremia a todos los miembros de la
Iglesia para que nos “convirtamos” al Evangelio. De manera directa y explícita
nos estimula a todos para que cambiemos las costumbres eclesiásticas, y para
que copiemos el estilo evangélico partiendo del supuesto de que la crisis
actual de fe obedece, más que a la fidelidad a los dogmas teológicos, a la
incoherencia de nuestros comportamientos. Sus claros mensajes verbales y sus
sencillos gestos constituyen unos convincentes signos de su nuevo estilo
pastoral que alcanza su sentido si los ponemos en relación con las palabras y
con los gestos de Jesús de Nazaret. El Papa ha querido dar de sí la imagen que
corresponde al modelo de sacerdote como “buen pastor”, como servidor que no
sólo va al encuentro de su “grey” sino que se mezcla con las gentes hasta
llegar a irradiar, más que el “olor de santidad” o la “fragancia de incienso”,
el “tufo, natural y saludable, de las ovejas”. Éste es, según Francisco, el
aroma que ha de desprender el que, en vez de estar encerrado en los lujosos y
artísticos apartamentos, habita en los espacios, a veces sombríos, de los
hospitales, de las residencias de ancianos o de los colegios de niños pequeños.
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las 13:42 No hay comentarios: Enlaces a esta entrada
Etiquetas: José Antonio Hernández
domingo, 15 de enero de 2017
En nuestra opinión, la prueba más
contundente y la expresión más clara de la sabiduría humana es la difícil
virtud de la discreción –no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en
la capacidad de administrar las ideas, de gobernar las emociones y, más
concretamente, en la habilidad para distribuir oportunamente las palabras y los
silencios. Es discreto, no el taciturno, sino el que dice todo y sólo lo que
debe decir en una situación determinada; es el que interviene cuándo y cómo lo
exige el guión.
La discreción es, por lo tanto, una
destreza que pertenece a la economía en el sentido más amplio de esta palabra,
es una habilidad que, además de prudencia, cautela, sensatez, reserva y
cordura, exige un elevado dominio de los resortes emotivos para intervenir en
el momento justo, un tino preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso
seguro para calcular la medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin
desperdiciar las energías.
La indiscreción, por el contrario, puede
ser la señal de torpeza, de ignorancia o de desequilibrio, y pone de manifiesto
la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto, para intervenir de
manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que, a veces, puede ser
grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que el chófer que
conduce un automóvil que carece de frenos y de espejo retrovisor.
La indiscreción se manifiesta por tres
síntomas que constituyen serias amenazas que ponen en peligro la integridad
personal y la armonía social. El primero es la locuacidad o verborrea: esa
diarrea o incontinencia verbal y esa falta de control y de moderación para
expresar todo lo que se piensa o se siente sin tener en cuenta las
consecuencias de sus palabras ni la sensibilidad de los que las escuchan. Los
lenguaraces cuentan todo lo que saben y, a veces, lo que no saben, y se
defienden diciendo que son francos, claros, valientes, sinceros y espontáneos.
El segundo es la carencia de intimidad y
la falta de pudor para hablar de sí mismos. Fíjense cómo, cuando tratan de
cualquier tema, sólo se refieren a ellos. Son exageradamente subjetivos: el
fútbol o los toros, la política o la religión, el flamenco o la música clásica,
constituyen meros pretextos para relatar sus hazañas. Y el tercero es el tono
de amarga queja con el que hablan o escriben. Sus críticas son tristes
lamentaciones, agrias murmuraciones, exasperados gemidos o huraños sollozos.
Recordemos cómo el jesuita aragonés
Baltasar Gracián (1601-1658), considerado como la encarnación del
intelectual puro, en su tratado moral publicado en 1645, en el que nos propone
el paradigma de la perfección humanista y humana, describe al “discreto” como
el hombre ideal, como el artista de la vida, como el genio que, dotado de
nativa nobleza, de ingenio y de equilibrio de virtudes intelectuales y
prácticas, es seguro de sí y dueño de sus propias acciones; conoce sus
cualidades y, sobre todos, sus límites.
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las 13:00 2 comentarios: Enlaces a esta entrada
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viernes, 13 de enero de 2017
La conmemoración del 750 aniversario de la creación de la Diócesis de
Cádiz: una oportunidad para que vivamos la unidad en la pluralidad
José
Antonio Hernández Guerrero
En mi opinión, el conocimiento de los
episodios más relevantes de la historia de la Diócesis de Cádiz y el recuerdo
de los comportamientos de sus personajes más acreditados podría -debería- ser
una estimulante invitación para que recuperemos nuestras señas de identidad y
una alentadora llamada para que actualicemos sus mensajes más característicos.
Si repasamos con atención el dilatado y diverso itinerario recorrido durante
estos 750 años, es posible que –como afirma el Obispo- experimentemos un
intenso deseo de renovación eclesial y que nos decidamos a abrir unos cauces
nuevos de comunicación y a establecer unos fuertes vínculos de conexión
fraterna. La contemplación de la diversidad de modelos de obispos, de
sacerdotes, de religiosos y de fieles que, a lo largo de las diferentes y
convergentes veredas, han encarnado los mensajes evangélicos en esta Diócesis
debería constituir unas explícitas invitaciones para que, aceptando la variedad
de opciones y de “carismas”, vivamos la unidad en la pluralidad.
La elaboración de proyectos ilusionantes
dependerá, en gran medida, del acierto con el que descubramos que esos ejemplos
nos proporcionan unas respuestas válidas para los problemas actuales, pero
siempre que emprendamos un proceso de acercamiento mutuo, de diálogo fluido, de
conversación sincera y de comunicación abierta, tras aceptar que, en los
trabajos de evangelización, nadie sobra sino que es necesario que todos
trabajemos intensamente ampliando nuestra capacidad para crear la cultura del
encuentro, de la convivencia y de la colaboración.
El recuerdo de tiempos pasados nos hace
renacer sólo cuando genera unos propósitos transformadores, cuando nos sirve
para elaborar proyectos de una vida personal más plena y para contribuir
en la formación de una sociedad más armoniosa. De esta manera seremos capaces
de interpretar correctamente los acontecimientos actuales, de proporcionar
seguridad en nuestros vacilantes pasos y de descubrir el significado de las
experiencias nuevas. En mi opinión, la celebración de esta efeméride nos
debería servir para leer -con atención, con libertad y con coherencia- el
Evangelio huyendo tanto de la blandura condescendiente como de la intolerante
rigidez, y para practicar, con una fidelidad original, el amor, ese impulsor
central de la vida personal y esa fuente nutricia de la supervivencia
colectiva. En estrecha relación de comunión afectiva y efectiva con las
personas de la Iglesia real y oficial, evitando las evasiones y los narcisismos
encubiertos y sin caer en la tentación de formar grupúsculos cerrados en vez de
miembros de una Iglesia de Jesucristo abierta, plural y unida. De esta manera
podremos repasar y repensar nuestra existencia examinando las sustancias
nutritivas, prestando atención al camino recorrido y contemplándolo con
alegría, con esperanza y con gratitud. Es posible que así nos animemos
mutuamente para desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más
adaptada a las condiciones de los tiempos nuevos.
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las 11:18 No hay comentarios: Enlaces a esta entrada
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lunes, 9 de enero de 2017
José Antonio Hernández Guerrero
En contra de lo que piensan algunos
mortales, me atrevo a opinar que el tiempo por sí solo, desgraciadamente, no
resuelve los problemas, no cura las enfermedades, no proporciona conocimientos,
no desarrolla las facultades, no confiere sabiduría, no otorga dignidad
ni siquiera madura a las personas. Un objeto que no está adornado de
otros valores que el tiempo de existencia o un ser humano que sólo posee mucha
edad son, simplemente, viejos.
Pero también es cierto que la ciencia y la
historia nos han habituado a medir la importancia de los objetos y a calibrar
el valor de los acontecimientos por su dimensión temporal: el cosmos se
describe por la distancia que separa a las estrellas de nosotros, el átomo por
sus inaprehensibles oscilaciones, los acontecimientos sociales por su
antigüedad y la vida humana por su edad. La existencia y la vida están
configuradas, efectivamente, por el tiempo, pero no son sólo ni principalmente
tiempo
El tiempo, la antigüedad y la edad, sin
embargo, son simples continentes: frágiles vasijas de diferentes dimensiones y
de distintas formas que han de ser colmadas con experiencias vitales; cofres
decorados destinados a albergar tesoros; cauces abiertos por los que han de
discurrir las corrientes de energías; hilos conductores de la savia vital; pero
todos ellos pueden encerrar también inútil basura o inservibles desperdicios e,
incluso, pueden estar simplemente vacíos.
Para que el tiempo sea vida, ha de poseer
sentido y hemos de reconocer que lo único que de verdad proporciona sentido
humano es el amor; la mera suma de años o la simple acumulación de bienes no
aumenta la estatura humana, de igual manera que la simple ingestión de
alimentos no asimilados no hace crecer ni fortalece el cuerpo. Sólo la
comunicación y la entrega a alguien ensancha, ahonda y eleva la vida humana.
Cualquier vino no se hace más rico con el tiempo.
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