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miércoles, 29 de septiembre de 2021

ANTONIO  TROYA

martes, 20 de junio de 2017

PALABRAS PRONUNCIADAS CON OCASIÓN DE MI NOMBRAMIENTO DE HIJO ADOPTIVO DE PUERTO REAL

Introducción: La acción de gracias. Me siento bastante cohibido ante la multitud del público y por el inesperado nombramiento que me hace la Villa de Puerto Real. Pienso que lo primero que tengo que hacer como persona educada es dar las gracias; y no sólo por educación sino porque lo siento de corazón. Gracias al pueblo de Puerto Real que ha pedido para mí este honor, gracias sobre todo por el cariño que esa petición conlleva. Cariño que, por otra parte, es ampliamente correspondido por quien os habla. Esto me hace recordar que mi madre, estando ya para morirse se sinceró con una religiosa que la atendía y le dijo: “Me voy tranquila, porque aquí hay mucha gente que quiere a mi hijo”. En esta ocasión, como en otras se ha demostrado que el pensamiento de mi madre se basaba en la realidad. Gracias también de todo corazón al Excmo. Ayuntamiento que tan generosamente lo ha aceptado y lo ha hecho suyo. ¡Gracias, muchas gracias!

 

1. Mi permanencia en Puerto Real. Y, ¿qué voy a deciros? Yo fui párroco de Puerto Real –de todas sus parroquias- desde el año 1970 que llegué aquí hasta el 1085 que me destinaron a Medina Sidonia. Quince años. Según la cuenta de Emilio el del Palito (q. e. p. d), quince años y cuatro meses. El hecho de que yo fuera párroco de todas las parroquias se debió a una iniciativa del obispo Añoveros de hacer un experimento de una ciudad sin división de parroquias pastoreada por un equipo de sacerdotes y me eligió a mí como responsable del equipo. A ese equipo pertenecieron un buen número de sacerdotes; el núcleo eran conmigo Pepe Vitini, Javier Fajardo y Francisco Álvarez Mateo, más conocido por el Popi. Los demás pertenecieron durante un tiempo, unos más y otros menos. Vitini y Fajardo eran además obreros de Matagorda y Popi daba clases en una academia particular. Pero todos trabajamos juntos y siempre de común acuerdo, como pueden testificar los que en aquel entonces vivían por aquí. El hecho de que hubiera dos obreros hacían pertenecer más penamente a la parroquia a quienes trababan en la factoría. No me puedo olvidar la iglesia de San Sebastián llena a tope de obreros con ocasión de la ordenación sacerdotal de Pepe y de Javier.

 

2. La lucha por el cambio. Fueron tiempos muy difíciles, porque en ellos ocurrió la puesta en marcha de los decretos del Concilio y los últimos años y muerte de dictador. Yo cumplí aquí mis 50 años de edad, estaba en la plenitud de mis fuerzas físicas y espirituales. Las parroquias de esta villa creo yo que tuvieron un papel importante en el cambio político y en la renovación pastoral. Pero con las naturales dificultades que creaban los inmovilistas tanto políticos como eclesiales. Porque la gente de aquí cooperó fantásticamente en unión con sus pastores. A veces escucho por ahí, y me rebelo, que la gente de Puerto Real es muy difícil. Creo por el contrario que son muy abiertas y cooperaban con entusiasmo, de otro modo no se explica que ahora hayan solicitado para mí el nombramiento de hijo adoptivo. Había gente difícil, es verdad, pero era mucho más el ruido que hacían que el número con que contaban; fuerza tenían porque habían ostentado mucho poder tanto en la sociedad como en la Iglesia, pero a verdad terminó imponiéndose: la masa venció al poder.

 

 3. Intereses versus Evangelio. En aquellas circunstancias yo tenía plena conciencia de que, como representante de la Iglesia, era la voz de los que no tenían voz. Los demás estaban acallados por la fuerza. Y aunque a los curas también nos vigilaban y reprimían –de hecho, yo tuve que comparecer una vez en el juzgado del Puerto de Santa María y a mis homilías asistía siempre la Guardia Civil y tomaba notas- pero no se atrevían, porque el antiguo régimen buscaba todavía apoyarse en la Iglesia como en otros tiempos. ¿Eran mis homilías políticas? Recuerdo que en cierta ocasión un feligrés me aconsejaba que predicara el Evangelio, y yo le contesté: “Pero si lo que predico es puro Evangelio”. Y era verdad. Yo leía las circunstancias que se iban dando en Puerto Real y en España a la luz del Evangelio y sacaba las consecuencias. Nunca pensé que predicar el Evangelio fuera repetir la lectura con palabras más asequibles al público menos culto. De hecho, las parábolas de Jesús eran muy sencillas, pero levantaban ampollas: pensemos en la de los viñadores infieles, cómo los que se dieron por aludidos, determinaron quitar de en medio al profeta. La verdad siempre duele a los intereses de los poderosos y de los inamovibles.

 

4. Por la Iglesa y el Evangelio. Yo voy a ser muy claro, ahora que me escucha mucha gente: Mi personalidad no puede entenderse sin una vinculación muy fuerte a la Iglesia Católica y a los valores del Evangelio, aunque después mi debilidad haga que no se reflejen siempre en mi vida. Yo amo a Jesús de Nazaret, soy su discípulo, y quien me ha dado a Jesús ha sido su Iglesia, ya que no pude vivir en su tiempo ni escuchar su Palabra. Y proclamo a diestro y a siniestro lo que Él me enseña: Que Dios en un Padre que nos ama y que quiere que todos sus hijos se quieran como hermanos, y con estas premisas, y sólo con ellas, se puede construir otro mundo posible: Por este mensaje Él ha dado la vida en una cruz y el Padre ha ratificado su mensaje resucitándolo de entre los muertos. Por eso no me gustaría que este homenaje fuera el homenaje a un político; y, si lo es a mi labor pastoral, no me siento sujeto único del mismo, sino que lo comparto con todo mi equipo. Pienso que la gente que lo ha solicitado, lo ha hecho porque, a través de nuestras palabras y de nuestra vida, Jesucristo ha resonado en sus corazones y han entendido que la vida merece la pena vivirse y que se prolongará en la eternidad. Eso lo demuestra el hecho de que todavía bastante gente sigue mis homilías en facebook y algunos me dicen que les sirven. Que Dios los bendiga. Y que envíe sus dones y carismas a todos los que me estáis escuchando.

                        Y termino como empecé: dando las gracias a todos los que me quieren y asegurándole que ese cariño es compartido totalmente por mí. Y al Excmo. Ayuntamiento que ha dado cauce a este nombramiento. Buenas tardes.

Publicado por Andrés Baquero a las 13:53 1 comentario: Enlaces a esta entrada   

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domingo, 30 de octubre de 2016

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

 


 

 

Introducción: Bienaventuranzas y Reino de Dios.  Las bienaventuranzas, vademécum de todo fiel cristiano, están redactadas de cara al mensaje central del cristianismo: el Reino de Dios. Las cuatro primeras se dirigen a las víctimas del antireino, de una sociedad no pensada según la voluntad de Dios, sino según los intereses espurios de los hombres. Hacia ellos se vuelca el amor misericordioso del Padre del cielo, que les promete la posesión de su Reino, la herencia de la Tierra, el consuelo, la hartura de todos sus legítimos deseos. Éstos son los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia. Las cuatro últimas van dirigidas a los constructores del Reino: los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los que, por esforzarse en construir el Reino de la justicia y de la fraternidad son perseguidos o calumniados.

 

1. Dichosos los pobres. Pensemos en Jesucristo deambulando por los pueblos de Galilea. Su corazón se rompe al contemplar tanta desgracia: pobres de solemnidad sin número, gente sufriendo la opresión de los poderosos, llanto y clamor en todas las viviendas de los desamparados, porque no tienen un trozo de pan que ofrecer a los niños, deseos imparables de una sociedad que le hiciera justicia. Jesús ha entrado en el corazón de su Padre y se ha dejado prender por su amor misericordioso, por eso su vida terrena se ha volcado en los que la sociedad y la religión marginan. Así se hace para nosotros un retrato vivo del Padre del cielo. Y no sólo intenta poner remedio a estas necesidades, sino que se atreve a prometer, en nombre de su Padre, una felicidad sin fin como culminación a tanta desgracia. De ahí las cuatro primeras bienaventuranzas.

 

2. Dichosos los misericordiosos. Pero Jesús quiere asociar a su labor a todos cuantos le aceptan como Mesías enviado por Dios. Por eso a ellos también los anima a caminar con Él con promesas de vida eterna. De esas promesas se beneficiarán los misericordiosos, aquellos que han puesto sus ojos en los marginados de la tierra, descubriendo en ellos su dignidad de personas, y tratándolos como a tales: no alargándole unas monedas, sino abriéndoles su corazón con sincero cariño. También los limpios de corazón, aquellos que no se han dejado seducir por las riquezas, sino que entienden que las riquezas están en el mundo para que todos puedan vivir con dignidad. Y, ¿cómo no?, los que trabajan por la paz: esa paz tan necesaria para que las armas se conviertan en arados y los odios en amores. Y, ¿no van a ser bienaventurados quienes por entregarse en alma y cuerpo al servicio de los demás sufren injurias, cárcel y hasta muerte? ¿acaso no son éstos los que lucen las insignias del Maestro? Con este panorama a la vista tendríamos que revisar nuestro cristianismo, a ver si se adapta a las exigencias el Maestro o nos hemos hecho un cristianismo cómodo, a nuestra medida, que nos deja tranquilos en conciencia, pero no nos hace discípulos del Crucificado. ¡Qué pesa la historia! Un bautismo recibido antes de uso de la razón, sin posibilidades de madurar el compromiso que eso supone; unos padres y padrinos que nos han tratado muy bien, pero que no nos han iniciado en una fe comprometida, una Iglesia que ha limitado el compromiso a los llamados consagrados, como si el bautismo no fuera la mayor consagración a Dios. No lo tenemos fácil, no. Pero ha llegado la hora de tomar una decisión sobre nuestra vida.

 

Conclusión: La pasión de Jesús es nuestra fuerza. ¿Qué de dónde sacar las fuerzas?  De la Eucaristía que celebramos. Comulgar no es comerse la hostia consagrada; comulgar es comerse la vida, pasión y muerte, y resurrección de Jesús, todo lo cual lo tenemos, como vianda en una lata, en el pan y el vino que ofrecemos, y que comulgamos para alimentarnos de Jesús y hacer nuestra su fuerza para seguirle como discípulos.

Publicado por juanvinuesa a las 22:41 2 comentarios: Enlaces a esta entrada   

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lunes, 5 de septiembre de 2016

EL AMOR DE DIOS

 

 


 

Las sombras de los libros sagradosEl amor de Dios es eterno. Está muy difundida la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios justiciero, y hasta vengativo. Nada más falso. Los libros de la Biblia están escritos al mismo tiempo por Dios y por los hombres: uno y otro han dejado en ellos su huella. A mí me gusta imaginarme la Biblia como una aurora que comienza a iluminar la obscuridad de la ignorancia de Dios en que vivía la humanidad. La aurora va haciéndose día hasta llegar al tiempo en que el Sol de justicia, Cristo el Señor, es la luz que todo lo ilumina y lo calienta. Mientras acaece este momento conviven las sombras con la luz que va abriéndose paso. Si la luz es la huella de Dios, las sombras son las huellas del hombre. Por eso no todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras podemos sin más atribuirlo al Ser Supremo.

            Otra imaginación mía: Veo a Jesús como a un campesino que ha vaciado en un gran cedazo todo lo escrito en el Antiguo Testamento y lo mueve con destreza hasta dejar en él solo los granos de buen trigo. Si vamos examinado atentamente lo que ha quedado encontraremos la verdadera Palabra de Dios. Hagamos la experiencia. En el libro del Éxodo Dios se define a sí mismo a Moisés como «El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados» (Ex 34,6). En Números También se le llama «Señor, paciente y misericordioso, que perdonas las culpas y el delito» (Nm 14,18). Y el Deuteronomio nos enseña: «Porque el Señor, tu Dios, es un Dios compasivo: no te dejará ni te destruirá, ni olvidará el pacto que juró a vuestros padres» (Dt 4,31).  Todo esto en el Pentateuco que son los libros más antiguos de la Biblia.

            Y, ¿qué enseñan los profetas? Isaías es más explícito.  Le dice al pueblo en nombre de Dios: «No temas, que yo estoy contigo, no te angusties, que yo soy tu Dios: te fortalezco te auxilio y te sostengo con mi diestra victoriosa» (Is 41,10). Y en otro lugar: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?  Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí»(49,15-16). Y Jeremías no se queda atrás: «Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jr 31,3). En los salmos ya se empieza a personalizar: En el salmo 86, que es la oración de un pobre, rezamos: «Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (Sal 85,5); y en 102, que es un himno a la misericordia de Dios, decimos: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 102,8) Pero la palma se la lleva Oseas. Oseas toma como esposa a una mujer que lo traiciona y le es infiel. La repudia y se ensaña contra ella; pero el amor que le arde por dentro es más fuerte que el odio, no puede resistirse y vuelve de nuevo a ella, le perdona su pasado y se esfuerza por enamorarla de nuevo. El Señor dice al profeta: Eso me pasa a mí. Mi pueblo me ha abandonado, se ha hecho adorador de ídolos y lo he repudiado, pero mi corazón está prendado de él: «Pero yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón… y me responderá como en los días de su juventud» (Os 2,16-17). Así es Dios. ¿No huele ya esto a Nuevo Testamento? ¿no nos proyecta a un Jesús compartiendo comida con publicanos y prostitutas? Hay, sin embargo, una diferencia. En el Antiguo Testamento –dada la mentalidad de aquel tiempo en que la colectividad estaba por encima de la misma persona- el amor de Dios parece derramarse sobre el pueblo, sobre la raza rescatada por Dios para posesión suya (Sal 73, 2); en el Nuevo Testamento se personaliza más: el amor de Dios se derrama sobre cada hombre concreto. De lo contrario tendríamos que decir que el signo de Oseas supera incluso a la parábola del padre bueno que nos cuenta san Lucas (Lc 15, 11ss).

            Otro ejemplo que se me ocurre para leer correctamente la Biblia es lo que manda la Virgen a santa Bernardita en su tercera aparición. Le dice que beba agua de la fuente y le indica con su dedo el sitio. No había más que un poco de agua entre el barro. La santa comenzó a escarbar y al final pudo sacar algo de agua; por tres veces escupió el barro y al final consiguió beber. En la lectura de la Biblia hay que saber escupir el barro y quedarse con la verdad clara. Pero así las cosas podemos preguntarnos: ¿Cómo distinguir el agua del barro? Es muy sencillo: los docentes ponen exámenes y para corregirlos aplican una falsilla sobre lo escrito por los alumnos: así descubren enseguida cuantas preguntas están bien contestadas. Nosotros tenemos una falsilla maravillosa: colocamos sobre los escritos del Antiguo Testamento a Jesús, el Maestro; lo que coincida con Él es verdad revelada, lo que no, son huellas del hombre que las escribe. Jesús es la fuente en la que se convirtieron aquellos sorbos de agua con barro y que ahora alimentan una gran piscina en la que se bañan para obtener la salud los peregrinos a la Virgen de Lourdes.

 

Las luces del Nuevo TestamentoPero llegamos al Nuevo Testamento, la luz del mediodía. En él casi no se descubre la sombra del hombre, que obscurece a veces la luz de Dios. También ha sido escrito por hombres, pero estos hombres han sido iluminados por la luz del día que es Cristo Jesús. Él los ha instruido, incluso muchas veces aparte del resto (Mt 20.17), para que lo que comuniquen al mundo sea todo luz. Es que el Nuevo Testamento tenía que servir incluso para descubrir las sombras del Viejo. Y así leemos en el evangelio de Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Y añade: «Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). Y todas las cartas de los apóstoles están imbuidas de este pensamiento. Así Pablo a los Romanos: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 55,5).Y a los Efesios les dice: «Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados-» (Ef 2,4-5). Y en otro párrafo: «Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5,1). Juan insiste en sus cartas en el mismo tema que hemos visto en el evangelio. Así dice: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros» (1Jn 3,18). Y añade: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque DIOS ES AMOR. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,8-10).

En estos textos del Nuevo Testamento hay algo en común. Dios ciertamente ha mostrado su amor haciéndose uno de nosotros; ha manifestado su amor en el mensaje que Jesús predica: Dios es un Padre que nos ama y tenemos que confiar en Él sin medida; es Padre de todos y quiere que todos sus hijos se amen entre sí como Él mismo los ama, que se lleven bien y formen una familia unida, que no dominen unos sobre otros y que nadie amase fortunas a costa del hambre del hermano; pero la idea común de los textos citados es que el amor de Dios se ha manifestado sobre todo y especialmente en haber entregado a su hijo a la muerte para que los hombres, sus siervos, tengan vida. En la cruz no sólo se entrega el Hijo, se entrega también el Padre, porque si el Hijo sufre los dolores en su cuerpo, el Padre no padece menos en su corazón los sufrimientos del Hijo amado. Por eso mirar el crucifijo es entender el amor de Dios a los hombres, mirar al crucifijo es quedarse atónito al contemplar cuanto padece Dios por mí. Y después de mirar y remirar, ¿quién puede dejar de confiar en Dios? «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» (Rom 8, 32). El sujeto del amor al hombre es Cristo Jesús que da su vida por él, pero en Cristo se entrega Dios para salvar a sus siervos. Y, ¿no nos quedamos atontados ante tanto amor? ¿ante tanto amor inmerecido? Difícil de entender es que quien esto comprende no se vuelque en amor a quien tanto amor nos muestra: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.

 

Sentido de la muerte violenta de JesúsPero el que Dios entregue a su Hijo a la muerte no podemos entenderlo como si Dios tuviera sed de sangre, de una reparación sangrienta de los pecados de los hombres; no. Una idea de lo que significa esa entrega nos la da la parábola de los viñadores homicidas.  «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo, diciéndose: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: Éste es el heredero, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21,23-39). Esta relación, más que una parábola, es una historia contada alegóricamente. ¿Quiénes son los criados que manda el propietario sino los profetas enviados por Dios para que, volviéndose a Él, su pueblo diera los frutos apetecidos? Pero –esto es historia- los profetas no fueron escuchados y terminaron mal.  Dios, ya aburrido envía entonces a su mismo Hijo. Pero éste no sufre mejor suerte. Es decir, Dios quiere, por todos los medios posibles, que su pueblo se vuelva a Él y lo sirva como a su Señor. En ello estará también la felicidad del pueblo. Ya cansado del poco caso que le hacen decide mandar a su Hijo. Así se cumple la promesa de Dios a Moisés, que había sido interpretada siempre como relativa al Mesías: «Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor tu Dios. A Él le escucharéis» (Dt 18,15). Y como tal fue aclamado por el pueblo sencillo después de la multiplicación de los panes y los peces: «Éste sí que es el profeta que tenía que venir al mundo» (Jn 6, 14). Pero la historia es maestra de la vida y Dios puede suponer –como Dios, lo sabe- que el Hijo tendría la misma suerte que los otros profetas. Pero Dios, que no quiere la muerte de su Hijo, sino la vuelta de los hombres hacia Él, lo arriesga todo, hasta la vida del Hijo amado. Sin embargo, debe quedar claro que Dios no quiere la muerte del Hijo, sino la conversión de los hombres. Al margen de esta historia, la venida del Hijo, su dolorosa muerte, y su gloriosa resurrección convierte a millones de hombres a Dios, no sólo del pueblo escogido, al que fue enviado, sino de los pueblos gentiles, ya que predicación del Hijo rompe las fronteras entre judíos y gentiles, llamándolos a todos a la conversión. Y ésta es, sin duda, una de las causas de su muerte. Por último, la obediencia del Justo que le lleva al patíbulo repara la desobediencia de los hombres, y el amor con que se entrega a su misión hasta la muerte abre el corazón de muchos al amor a Dios. Y esta es la misión que el Padre le encomendara: no que fuera crucificado, sino que proclamara su amor a todas las naciones. Y lo proclama hasta la muerte. Por eso esta muerte tiene un valor de reparación de las ofensas de los hombres y les abre de par en par las puertas del cielo, para que puedan vivir con Él eternamente en la casa del Padre. La intención del Padre es, pues, la proclamación de su reinado, la maldad de los hombres hace que esto se realice a través de una muerte dolorosa. Dios no quiere la muerte del Hijo, sino un reino de justicia de amor y de paz entre los hombres. ¿cooperamos nosotros a que la muerte de Cristo no quede en vano para muchos hombres? Esto es mucho más importante que esforzarse en cumplir preceptos humanos como si fueran mandamientos de Dios o ser fieles a las tradiciones de nuestros antepasados.

 

Insistiendo con algunos ejemplos.     Aunque lo que intentábamos probar está suficientemente demostrado no me resisto a comentar, aunque sea brevemente, los evangelios de la cuaresma de este año. En el domingo tercero se nos pone la parábola del viñador: el amo de la viña viene a buscar fruto en la higuera que ha plantado en su viña y, al no encontrarlo, fulmina al viñador a que la arranque para que no ocupe sitio en vano. Y el viñador contesta: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (Lc 13, 8-9). Y, ¿cuál es el cuidado que ofrece el viñador, que es el mismo Jesús? Entregar dolorosamente su vida en la cruz, para que la viña –su Iglesia- dé fruto abundante. Porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ésta es la enseñanza de la parábola, sin que haya que deducir además que el amo de la viña es el Padre que quiere acabar con los hombres por su desobediencia; porque el Hijo es«imagen de Dios invisible» (Col 1,15) y el Padre ama a los hombres igual que el Hijo, a quién ha enviado «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). En el cuarto domingo leemos la parábola del padre bueno. El hijo menor ha exigido la parte de su herencia y se la ha gastado en francachelas; después de pasar mucha hambre reflexiona:«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre» (Lc 15,17 Y decide volver buscando un pedazo de pan: «Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,18-19). No se trata de conversión, sino de necesidad de comer, y el padre, que lo esperaba ansiosamente, lo recibe como hijo: le pone un vestido nuevo y el anillo de hijo en sus manos, y organiza una fiesta familiar. Así recibe Dios al pecador. Si esto no es amor de padre, ¡decidme qué es! Y, por último, en el quinto domingo se pone a nuestra consideración el episodio de la mujer adúltera. Allí la parábola se convierte en historia. Una mujer sorprendida en adulterio, unos letrados que piden que se cumpla la ley. Y un Jesús que los interpela, diciéndoles que el que esté sin pecado tire la primera piedra. Con lo que el suceso termina marchándose todos los acusadores y Jesús perdonando a la adúltera. Porque la ley es buena, pero el perdón es mejor.

 

Nuestra respuesta al amor gratuito de DiosPero tanto amor parece que requiere una respuesta por nuestra parte. San Juan nos dirá cómo tiene que ser esta respuesta: «Queridos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4-11). Con esto nos quiere decir que nuestra respuesta amorosa al Dios que nos ama, tiene una expresión genuina: el amor a los hermanos. San Pablo insiste mucho en el amor entre los miembros de la comunidad cristiana. Así dice: «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,17). Y en otro lugar: «Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad unidos en un mismo pensar» Y también: Esmeraos en el amor mutuo» (1Co 14,1) y«Trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe» (Gal 6-10). Y parece natural, ya que la comunidad cristiana tiene que ser un referente del Reino de Dios y, ¿cómo lo sería si entre ellos no realizasen el Reino por el amor mutuo?

Pero, si vamos a los evangelios, advertimos que Jesús muestra su amor sobre todo a los pequeños y marginados; ¿acaso no consiste el reinado de Dios en que los despreciados de la sociedad ocupen los primeros puestos?

Cuando Juan el Bautista, lleno de dudas, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?», Jesús les responde: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a os pobres se les anuncia el Evangelio» (Mt 11,3-5). Y es difícil desde nuestra mentalidad alcanzar a ver cómo los enfermos eran marginados en aquella cultura, marginados de la familia, de la sociedad y hasta de los cultos religiosos. Pero para Jesús son los primeros, porque primeros son para su Padre del cielo.

            Si vamos a la primera carta de san Juan nos encontramos con que es una exaltación del amor, ya sabemos que este era el tema de predicación del apóstol, de manera que se suele contar que sus discípulos le preguntaron en una ocasión por qué hablaba siempre lo mismo, y él contestó: “Porque si os amáis los unos a los otros, eso basta”. Y, ¿qué encontramos en esta carta? Os lo digo como yo la leo: En primer lugar, una referencia continua a la relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Así dice: «Queridos: amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4-7). «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio la vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3-16). Y en otro lugar: «Si alguno dice: “Amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4-20). Y, como segundo, una intención clara de concretar: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3-18). Y especificando aún más: «Si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios» (1Jn 3-17).

 

 

Volviendo a los principiosMe parece que esta reflexión suscita en nosotros dos temas concretos. Primero: “¿Me siento yo amado por Dios?” Y este sentimiento, ¿es algo más que una idea bonita? ¿tiene consecuencias prácticas? Segundo: Este sentimiento de ser amado ¿se traduce espontáneamente en un amor sincero al prójimo? ¿Nos amamos unos a otros con amor efectivo? ¿Amo sinceramente a los miembros de mi comunidad cristiana?, ¿Amo especialmente a los más necesitados? Si san Juan decía a los suyos: “Porque si os amáis los unos a los otros, eso basta”. Nosotros hacemos grandes esfuerzos para agradar a Dios, pero ¿tenemos como centro de nuestra espiritualidad cristiana el amor a los miembros de la comunidad, a los marginados de la sociedad? Mucho me temo que andemos un poco extraviados. Pero siempre es tiempo de convertirse, y para ello contamos siempre con el amor misericordioso del Padre del cielo y con el ejemplo y la ayuda de Jesucristo, el Señor. ¡Adelante!

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sábado, 12 de diciembre de 2015

El REINO DE DIOS


 

 

El evangelio de Reino. Una de las cosas importantes para nuestra vida cristiana es aprender a leer el Evangelio sin prejuicios; es decir, intentar sinceramente escuchar lo que dice, y no creer que dice lo que nosotros pensamos, a veces por una determinada formación religiosa.

 Si lo hacemos así entendemos enseguida que el mensaje central de Jesús es el reinado de Dios en el mundo: lo que denomina Reino de Dios. El Reino o reinado de Dios lo determina todo. Otra cosa que salta a la vista es que Jesús habla mucho más de este mundo que del reino futuro y eterno, aunque nosotros hagamos muchísimas veces una interpretación trascendente de sus palabras. Por ejemplo, si cura a un leproso no quiere decir que limpia nuestros pecados, sino que limpia de la lepra a un pobre hombre enfermo y marginado.

 Y, ¿qué es el Reino de Dios? Jesús nunca lo define, va dibujándolo poco a poco a través de parábolas o incluso con sus gestos y acciones, especialmente los milagros y las liberaciones de endemoniados: «si yo echo los demonios con el Espíritu de Dios, señal que el reinado de Dios os ha dado alcance» (Mt 12,28). A través de estos medios aprendemos que Dios ha bajado al mundo para cambiarlo derramando su amor y su misericordia sobre los hombres, especialmente sobre los pobres y marginados. Así creará una sociedad (en este mundo) en que los hombres se sientan y obren verdaderamente como hermanos, porque todos se sientan acogidos por el amor misericordioso de Dios. Porque todos experimenten a Dios como Padre común: Padre nuestro nos enseña Jesús a llamarlo: (Mt 6,9). El Reino no se construye con nuestra conducta moral, como casi siempre pensamos, sino por la experiencia de la acogida amorosa del Padre del cielo, nuestra conducta será la consecuencia inmediata de esa experiencia: «Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado» (Jn 3,17-18a).

 Hay una parábola importante, que me parece mal interpretada, porque las parábolas están tomadas de la vida real y no pueden entenderse sin conocer esa vida. Es la parábola del sembrador. La semilla cae parte sobre el camino, parte en tierra no labrada, parte entre espinas, y el resto en tierra buena (Mt 13, 6ss). ¿Qué entendieron sus oyentes? Que el sembrador era un bobo. Los oyentes conocían bien la labranza y algunos la practicaban asíduamente, y sabían que el sembrador, que arrojaba la semilla a mano no la desperdiciaba –era muy cara para sus posibilidades- echándola sobre tierra no preparada. Nada de echarla en el camino o en las zarzas. Y ¿cuál es entonces la enseñanza de la parábola? Que Dios es tan manirroto que derrama la Palabra del Reino sobre todos sin tener en cuenta su conducta o su situación social. ¡Sobre todos sin excepción!

 Leemos una extraña parábola de Marcos (4,26-29) sobre la semilla que un hombre echa en la tierra; «él duerme de noche, y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que nadie sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola.» ¿Qué quiere decirnos con esto? Que la fuerza de la Palabra es todopoderosa, tiene en sí misma fuerza para construir el Reino pese a quien le pese. Y de esto tenemos comprobación en la historia: no siempre la Iglesia ha tenido buenos pastores; pero a pesar de ello sí ha habido siempre misioneros que lleven la Palabra por esos mundos, acompañándola con signos: la elevación del nivel cultural, sanitario, religioso de quienes la reciben; siempre ha habido y hay hombres y mujeres que han consagrado su vida a cuidar leprosos o terminales de Sida, manifestando así la misericordia de Dios para con los marginados de la sociedad; siempre ha habido cristianos de ambos sexos que se han desvivido por el bien de sus hermanos, haciendo así visible la Palabra recibida. Llevan la Palabra, porque en ellos ha germinado la Palabra. Me da pena de que, cuando se habla de la Iglesia, no se piense en toda esta pléyade de cristianos y sólo se critique los fallos -que sí ha tenido muchos- de la que llamamos la Iglesia oficial.

 «Les dijo otra parábola: el Reino de Dios se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente» (Mt 13,33). Y ¿cuál fue la reacción de los oyentes? Las mujeres sobre todo que estaban duchas en esa tarea se miraban con una sonrisa irónica: tres medidas de harina –con las que se podrían cocer unos cuarenta kilos de pan- era una barbaridad, ellas que preparaban el pan para la toda la semana o quizás para más días utilizaban una cantidad muchísimo menor. Pero Jesús no tenía en su mente la mesa familiar, sino la mesa del Reino en la que podrían sentarse todos los habitantes de la tierra. La mujer que preparaba la masa era, no la Iglesia como nosotros la conocemos, que no estaba todavía en la mente de Jesús, sino aquella legión de hombres y mujeres que habían aceptado su mensaje y su persona y que se dedicarían a difundirlo por toda la tierra.

 Con otras parábolas terminaba Jesús de dibujar el Reino de Dios que Él proclamaba: de ellas se deduce que sería una pequeña semilla que terminaría convirtiéndose en un arbusto que cobijara a todos los creyentes. Que en el día de la siega sería una red reventando de peces. Que sería un tesoro tan apetecible que quienes lo hallaran, venderían cuando tenían para poseerlo. No define qué es el Reino, pero nos da suficientes pinceladas para que podamos hacernos una idea suficientemente lúcida de él.

 

Los demonios que hay que vencer. De este Reino dijo Jesús en una ocasión: «El Reino de Dios está ya entre vosotros» (Lc 17,21). Otra vez pone como prueba de esta afirmación la lucha victoriosa contra el mal: «Si yo echo los demonios con el Espíritu de Dios, señal que el reinado de Dios os ha dado alcance» (Mt 12,28). Y, ¿cuál es ese mal contra el que lucha victoriosamente Jesús? En aquel tiempo se llamaba “demonios” y hasta se pensaba que estos demonios podían aposentarse en los cuerpos de las personas, produciendo penosas enfermedades. Esos demonios contra los que lucha Jesús están también en nuestro mundo, y los encargados de luchar contra ellos somos nosotros, con nuestras victorias haremos patente que el Reino de Dios está ya entre nosotros. Yo me voy a fijar en dos, aunque seguramente hay muchos más: el primero es la guerra y el segundo, semejante a él, es el hambre. Si Dios quiere que sus hijos sean felices, estos dos demonios son causa de muchas desdichas. Las guerras que más se airean en los medios de comunicación son las de Siria, Afganistán o Iraq, y ahora la que lidera el Estado islámico contra toda la humanidad, pero hay muchas otras menos publicitarias. Cuando hablamos del hambre siempre pensamos en el África subsahariana o quizás en la India, pero hay hambre hasta en la esquina de nuestra casa.

 Y, ¿cómo luchar contra estos demonios? Es mucho más fácil de lo que parece si sabemos delimitar el campo de batalla. Contra la guerra del Estado islámico poco podemos hacer, pero si pensamos que esta guerra se hace porque unos pocos quieren imponer su modo de pensar a todas las naciones, quizás encontremos un espíritu semejante en lo hondo de nuestro corazón que se intenta imponer en el ámbito de nuestra familia o en nuestras relaciones con otras personas. A esto no le damos mayor importancia, pero si cada uno de nosotros fuera un constructor de paz en el ambiente en que se mueve, el mundo estaría todo en paz y la guerra sería imposible. Pensemos la cantidad de sufrimientos que esta conducta eliminaría. Y la corriente de amor que invadiría el mundo. Y el gozo que el Padre del cielo recibiría como pago a sus beneficios a nosotros, sus hijos. Y, ¿cómo luchar contra el hambre? La raíz del hambre es el mal reparto que hemos hecho de los bienes de la tierra que el amoroso Dios creó para delicia de los hombres. Mientras unos atesoran a veces a costa de otros, muchos de esos otros no tienen un plato de comida al día. No es culpa de Dios que crea los bienes, es culpa nuestra que los distribuimos mal. Lo primero es tomar conciencia de que lo que tenemos por encima de los otros no nos pertenece del todo, por mucho que las leyes humanas digan lo contrario. Y, si no nos pertenece, debemos devolverlo a sus legítimos dueños, los hambrientos. Y, si hilamos un poco más fino, encontraremos que no sólo hemos de darles de lo que nos sobra, sino que debemos vivir austeramente para que nos sobre más para repartir. ¡Cuántas muertes se evitaría si obráramos así! ¡cuántos niños dejarían de estar mal alimentados! ¡cuántas madres dejarían de sufrir por no tener un pedazo de pan que dar a sus hijos! Seríamos como Dios repartidores de gozo y alegría por toda la tierra. Quien diga que no merece la pena un sacrificio que tanto bien produce, es que no ha entendido a Jesús de Nazaret ni ha aceptado su Evangelio. No nos apuntemos nosotros a esa cofradía. Repartamos el gozo que para nosotros representa la fe, repartiendo alegría a nuestros hermanos. O, en frase más evangélica, construyamos juntos el Reino de Dios.

El mandamiento del amor. Desde aquí es desde donde podemos entender la machacona frecuencia con que Jesús nos habla del precepto de amor al prójimo. El amor no es un fin en sí mismo, es una herramienta para construir el Reino de Dios. A la pregunta de un maestro de la Ley, responde Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» Y para que no se pudiera confundir, le cuenta la parábola del buen samaritano. Los representantes de la religión pasan de largo; un despreciado samaritano se baja de su cabalgadura y lo atiende amorosamente. Y, ¿a quién atiende? A un hombre. No se dice de él a qué país pertenece o qué religión profesa, porque todo hombre es digno de amor (Lc 10, 25ss). Pero, ¿es que Jesús se ha olvidado de Dios? Nada de eso: a Dios se le ama cooperando a que realice su sueño: el Reino de la paz, de la justicia y del amor. Por eso al final de su vida terrena ha simplificado la moral de sus seguidores. Y dice: «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a los otros como yo os he amado.» Y para que quede claro hasta dónde nos ha amado, añade: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). A pesar de esto, a nosotros nos se nos pide la vida, se nos pide mucho menos, pero la consideración de que Él por nosotros ha dado la vida, nos puede hacer más fácil dar lo que se nos pide. Y lo que se nos pide es construir el Reino de Dios, renunciando a nuestro egoísmo.

 

Nuestra tarea para construir el Reino. Después de haber delineado, aunque muy deficientemente lo que Jesús entiende por Reino de Dios, me voy a atrever a dar rienda suelta a mi imaginación para exponer lo que yo entiendo por ese gran sueño de Dios Padre que es su Reino. Pensemos que los del Estado islámico han agarrado el Corán y, leyéndolo atentamente, se han convencido del disparate que estaban haciendo y han dejado de degollar gente, y trabajan ahora eficazmente por construir la paz, unidos a todos los hombres, sean de la religión que sean. Soñemos que los sirios han hecho la paz, que han cesado los atentados en Irak y en Afganistán, que los gobiernos tribales africanos han dejado de ser tiranías y evolucionan hacia algún tipo de democracia, en la que se tienen en cuenta a los ciudadanos. Que los pueblos occidentales se han abierto a los emigrantes y refugiados y han decidido compartir con ellos los bienes con que la naturaleza los ha enriquecido. Que en nuestro país hay políticos honrados y eficientes, y que ninguno echa mano a los bienes públicos que se acopian para el bien de todos. Que en nuestra región no existen parados, sino que los jóvenes pueden a una edad conveniente formar una familia y llevarla adelante con su trabajo. Que los ancianos viven una vida digna en residencias accesibles por su precio a todas las fortunas, y no se sienten abandonados por los suyos. Que en nuestra familia y en nuestro entorno reina una paz, basada en la justicia, en la comprensión, en la renuncia a nosotros mismos, y, sobre todo, en el amor. Y que este espíritu de paz se difunde a nuestro alrededor, dando al traste con la violencia que ahora parece presidir muchas de nuestras acciones. Y, por último, aunque no es lo menos importante, que todos reconocen al Dios Amor como Padre y ven en cada uno de los hombres, un hermano.

 Y después de contemplar con ojos muy abiertos y un corazón muy alegre esta utopía, escuchamos en lo más hondo de nuestro ser esta palabra del Señor: “Esta es tu tarea, la que yo os he encomendado y por la que he entregado a mi Hijo para que la anunciara, pusiera sus cimientos, aunque esto le costara algo tan duro como la muerte en una cruz”.  En uno de los himnos del Oficio litúrgico, recitamos:

 

«Nos presentaste un campo de batalla

 y nos dijiste: “Construid la paz.”

 Nos sacaste al desierto con el alba

 y  nos dijiste: “Construid la ciudad.”

Pusiste una herramienta en nuestras manos

 y  nos dijiste: “Es tiempo de crear.”

 Escucha a mediodía el rumor del trabajo

 Con que el hombre se afana en tu heredad.

         (Hora intermedia del martes II)

 

 Quizás esta concepción de la vida cristiana resulte nueva para algunos. Quizás pensaban que lo que había que hacer era ser buenos para ganarse el cielo. Es esa manía de espiritualizarlo todo. Y lo que Dios nos pide es más de esta tierra: es ir poniendo ladrillos para construir el Reino de Dios en el mundo con la certeza de que al final Dios coronará nuestra obra –la que empezó Jesús y antes de volver a Dios nos la encomendó a nosotros- y la inaugurará solemnemente haciendo de ella un lugar maravilloso donde vivirán sus hijos amados por toda una eternidad. Decíamos al principio que Jesús habló más de la tierra que del cielo. Porque el cielo es don gratuito de Dios que no puede fallar como no puede fallar su amor ni su omnipotencia. El cielo lo tenemos asegurado por su misericordia y por la muerte y resurrección de su Hijo. Lo que Dios quiere es contar con nosotros –con todos- en ir convirtiendo esta tierra en un reino de amor, de justicia y de paz. Y eso es de lo que Jesús nos habla en sus evangelios y, como buen maestro, lo va poniendo en práctica para enseñarnos a trabajar. Lo podría hacer todo Dios, pero no quiere prescindir de nosotros. Jesús –el Hombre Dios- pone los cimientos, nosotros colocamos los ladrillos, y la Trinidad Santa corona la obra. Y cada mañana cuando nos levantamos nos susurra al oído: ¡A trabajar!

 Pero no hay que desanimarse. Cada uno tiene que determinar su campo de trabajo. Para la mayoría será su familia, su ambiente de trabajo, su convivencia con los demás, sólo algunos podrán actuar en la política que, según una voz autorizada es el mejor modo de hacer caridad, porque tiene como destinatarios a todos los hombres y mujeres de una nación o de una parte de ella. Sin que nadie –mirando a Jesús de Nazaret- deje de lado a los pobres, a los menesterosos, a los que necesitan de nuestra ayuda para vivir dignamente, porque éstos son los preferidos del Padre del cielo y deben ser los preferidos de sus hijos en la tierra.

 Decíamos que la insistencia de Jesús en el amor al prójimo se debe principalmente a que el amor es la herramienta válida para construir el Reino de Dios. Pero, ¿de qué amor se trata? Porque el amor lo miramos siempre como un sentimiento que profesamos a algunas personas. Naturalmente que este sentimiento que es espontáneo, no se puede mandar ni se puede tener cuando uno lo quiera. Se trata, en cambio, de una actitud permanente de hacer el bien a cualquiera en cualquier circunstancia o de evitar el mal que amenaza al prójimo; incluso de crear, en la medida de nuestras posibilidades, unas condiciones de vida en las que el otro pueda desenvolverse y prosperar. Si de aquí pasamos a un sentimiento amoroso mejor que mejor, pero esto no es necesario ni siempre posible. Basta nuestra actitud de hacer el bien o evitar el mal para crear a nuestro alrededor ese ambiente de convivencia que es en pequeño el Reino de Dios.

 Por eso, cuando hablamos de construir el Reino de Dios conviene no irse por las nubes: convertir nuestro mundo en una sociedad donde se respire siempre la justicia, el amor y la paz, nos mueve a decir: “Es una tarea que me supera”. Pero conseguir una convivencia amistosa en que cada uno valore al otro, tenga en cuenta sus ideas, las escucha y estime y hasta las tenga en cuenta cuando sea posible, es algo por lo que podemos luchar en los pequeños ambientes de nuestra familia, de nuestros compañeros de trabajo, o de nuestro grupo de amigos. De esta manera conseguiremos no sólo establecer el reinado de Dios en estos pequeños ambientes, sino además ir consiguiendo un corazón pacífico y receptivo, que sería la base de un mundo en el que reinara el amor y la paz. Porque la paz se altera cuando un grupo quiere imponerse sobre los demás y dominarlos o quiere imponer a todos una determinada ideología.

 Es lo que hace Jesús de Nazaret: escucha, comprende, busca una solución a los problemas que se le plantean y los beneficiados le siguen, para ampliar el radio de difusión de la salvación de la que Jesús es portador. Así se alían a la gran empresa que el Hijo de Dios promueve en el mundo. Ahora nosotros tenemos la suerte de tener un hombre en el que parece encarnarse Jesús de Nazaret y que trata de hacernos salir de nosotros mismos y buscar al otro, como lo hacía Jesús, curar sus heridas como buenos samaritanos y hacerles descubrir la belleza de una empresa que puede convertir nuestro mundo en una sociedad de convivencia pacífica, en la que los hombres se sientan todos iguales y nadie pretenda beneficiarse del mal de los otros. Ese hombre se llama Francisco. Sé que nuestra admiración por él es grande, pero hay que pasar de la admiración a la imitación: buscar al necesitado para socorrerle y anunciar a todos que la salvación está presente en la persona de Jesús, Hijo de Dios, enviado al mundo para la salud temporal y eterna de todos los hombres. Pero que para ello, según su estilo de actuar. necesita de la colaboración de todos los hombres: la tuya y la mía, la de todos. Nosotros no podemos salvar, pero somos necesariamente los canales por donde se difunde la salvación de Dios.

 

Insignes constructores del Reino. De estos canales hay muchos en la Iglesia, unos conocidos, muchos anónimos. Repasemos algunos de los más conocidos. Teresa de Calcuta, a la que san Juan Pablo II dio el título de Madre de los pobres, y en la homilía de su beatificación dijo de ella: «Icono del buen samaritano, iba por todo el mundo para servir a Cristo en los más pobres de entre los pobres. Ni siquiera los conflictos y guerras lograron detenerla.» «El mundo se quedó huérfano», se escribió de ella cuando murió. Fue monja del Instituto de la Virgen María, conocido en España como “las irlandesas”.  Allí recibió una llamada del Señor, según ella fue “una llamada dentro de la llamada” para dedicar su vida al Señor en los más pobres. Y salió del convento para vivir con ellos. Desempeñó una maravillosa misión de amor en las calles de la India a favor de los leprosos, de los viejos, de los niños abandonados. Entre las muchas anécdotas de su vida está la de un hombre que recogió en un vertedero, medio comido por los gusanos, y, cuando lo asearon, dijo con una sonrisa: “He vivido como un animal, pero voy a morir como un ángel, amado y cuidado”. Eso es lo que hace el amor a Jesús:  cuidar a los suyos, con lo que se construye su reino. Muchas jóvenes se le unieron y fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad, con varias ramas, implicando a religiosas, laicos y laicas, todo para el servicio de los más pobres.

 Otro icono de la caridad fue san Juan de Dios, conocido por el loco de Granada. Juan se convirtió a Cristo oyendo un sermón de san Juan de Ávila en la ermita de Los Mártires, en Granada, el día de san Sebastián, mártir. Salió de la Iglesia como un loco gritando: “¡Misericordia, Dios mío, misericordia!” y los niños creyéndolo loco le tiraban piedras. Va a su librería –un cuchitril donde se dedicaba a vender libros en la Puerta de Elvira, en Granada-, reparte toda su mercancía y se dedica a vagar por las calles. Lo recoge una familia de bien y lo acoge en su casa. Duerme en el patio de la casa o en el zaguán. Pero un día lleva a un menesteroso que ha encontrado por la calle, y un día después a otros más y el patio de la casa se llena de pordioseros y enfermos. Ante esta situación alquila una casa vieja y comenzó a recoger a los primeros asilados: mendigos, locos, ancianos, huérfanos… Esta casa es la semilla de lo que después fue la Orden Hospitalaria de san Juan de Dios. Él parece que nunca tuvo la idea de fundar una nueva orden, pero aceptaba a todos los que se ofrecían a ayudarle en su tarea, quienes después de su muerte pensaron en la necesidad de dar un soporte jurídico a esta empresa. Como anécdota voy a recordar en incendio que se produjo en el Hospital Real de Granada, donde había numerosos enfermos. Juan, ni corto ni perezoso, entra por aquellos claustros que él bien conocía y saca por entre las llamas a uno y a otro y a otro, con evidente peligro para su vida. Pero la caridad de Dios es así: la misma que hizo al Maestro dejarse colgar en la cruz.

 Otro óptimo imitador de Jesús de Nazaret –para algunos el que le imita más a la letra- es Francisco de Asís. En su juventud era un juerguista y buscador de honores, los quiso encontrar en la milicia. Pero tenía un corazón generoso y compasivo con los pobres lo que le hacía hurtar del cajón del negocio de su padre dinero para socorrerlos. Llegó a tal límite que su padre lo denunció al obispo, y tuvo lugar un juicio en la plaza del pueblo. El obispo instó a Francisco a respetar y obedece a su padre, pero él, deshaciéndose del traje que llevaba puesto, lo entregó a su progenitor y, suelto de las amarras de mundo, afirmó con energía que ya no diría más: “padre Pedro Bernardone”, sino “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Desde entonces se dedicó a los pobres, a los leprosos, vivió en cuevas y pernoctó al aire libre. Esto es: del amor a los pobres pasó a hacerse él mismo pobre. Un día en la iglesia de San Damián escuchó una voz salida de una tabla flamenca que representaba a Cristo crucificado: “Anda y repara mi casa que está en ruinas”. Al principio lo tomó a la letra y comenzó a levantar la ermita de San Damián; después entendió que se trataba de una obra mucho mayor: levantar la Iglesia de Cristo que pasaba por momentos muy malos. Así, el Poverello de Asís comenzó a reformar la Iglesia predicando sin palabras con su amor a los pobres. De él se dice que su bondad y caridad eran tan grandes que sobrepasaban todo lo imaginable. Como anécdota quiero referir aquella de que, cuando desde las instancias romanas, intentaban convencerle de que tenía que aceptar poseer templos y conventos, el respondió: Si tenemos posesiones, hemos de guardarlas con candados y llaves y con eso prohibimos a entrada a los hermanos.

 Los grandes santos están más para admirarlos que para imitarlos, porque exceden nuestras posibilidades, pero son un modelo de cómo se construye el Reino de Dios y, si no podemos llegar a su virtud, nos estimulan a intentarlo en nuestra medida.

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lunes, 6 de mayo de 2013

Afectos en el corazón

 


 

Juan: Te mando esta comunicación para que la insertes en el blog de San Bartolomé. Y con la comunicación te remito un gran abrazo, porque a ti también te incluyo, y de una manera especial, en los que, gracias al Seminario y lo que vino después, profeso un gran cariño. ¡Ah! No quiero dejar de reseñar una buena comida que tuvimos el pasado sábado 4 de mayo. Buena, festiva, agradable, cariñosa. Los  comensales éramos Miguel Guerrero, Juan Cejudo y el que suscribe, Antonio Troya. A Miguel hacía como 50 años que no lo había visto (desde 1.966) y fue él el principal organizador de la comida, ¡porque tenía ganas de encontrarse con nosotros! A Cejudo lo había visto en otras ocasiones,  pero a mí no. Los motivos de procurar el encuentro no eran ni económicos ni políticos ni lúdicos, eran sencillamente afectivos. A mí me admira cómo se pueden guardar estos afectos durante tanto tiempo en el corazón sin que se deshagan, máxime cuando nuestro trato fue preferentemente de profesor a alumno, la asignatura era Matemáticos, y Miguel confiesa que era la única en la que no logró sacar sobresaliente, porque las Matemáticas no le iban. A mí me emocionó cuando nos dimos un gran abrazo que se repitió al despedirnos. A Juan sí que lo veo de cuando en cuando, aunque no hemos tenido un trato frecuente: charlábamos mucho en el Seminario, siendo ya yo sacerdote y profesor, y recién ordenado sacerdote fue coadjutor mío en la parroquia de San Mateo de Tarifa. Gracias, Miguel, por ese cariño que me has mostrado, sincero, cercano. Y, superando lo personal, es verdad que aquel seminario de San Bartolomé nos marcó a todos con su sello. En la IV KEDADA oí a alguien decir que si viviera otra vez, otra vez entraría en el Seminario y otra vez volvería a salirse sin llegar a ser cura. Entonces criticábamos muchas cosas del Seminario, pero ahora reconocemos que nos dejó unos valores imborrables. Esto comprobé en la KEDADA  y esto he vuelto a comprobar en la comida de referencia. Terminada la comida nos pesaba tener que separarnos y aún fuimos a un bar a tomarnos un café para apurar los últimos minutos de los que podíamos disponer. Pasar este suceso sin compartirlo con vosotros me parecía casi una traición. Y para terminar ¿cuándo es la V KEDADA?

Antonio Troya.

 

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martes, 22 de mayo de 2012

Con ocasión de Pentecostés

 

 

Con ocasión de la fiesta de Pentecostés vuelvo otra vez la mirada a la IV QUEDADA. Porque me parece que fue una expresión viva de la efusión del Espíritu: una multitud heterogénea (en edades, en ideas políticas, en sentimientos religiosos…), unidos todos por un amor entrañable nacido de la convivencia en San Bartolomé. ¡Qué bueno sería que en el mundo cundiera ese amor gratuito y desinteresado! Sería ese mundo que algunos proclaman como otro mundo posible. Pero en la Quedada nos limitamos a construir una maqueta de él. ¡Algo es algo! ¡La buena voluntad no falta! Fuera, ni el mundo, ni siquiera en la Iglesia, que se dice de Cristo, se da esa unidad en el amor. Esperamos que alguna vez el Espíritu se haga más presente en ella y hagamos la GRAN QUEDADA, que sirva como modelo a un mundo de hermanos, hijos de un Padre común. Todo es esperar ¡sin desfallecer! ¡Si fuera en este Pentecostés! Pero, bueno, años y siglos estuvieron los israelitas esperando la venida del Mesías, y al fin vino; no será mucho que nosotros esperemos otro puñado de tiempo la venida del  Espíritu que nos conduzca a la verdad plena. Esperar, pero también batallar por ello, y creo que nuestra Quedada es ya un trabajo fino y eficaz en ese sentido. Tal vez sea mi impresión de novato.

            Pero junto a la esperanza y al trabajo pongamos también el gozo. ¿No es un gozo reunirse casi treinta personas sólo porque nos impulsa el cariño? Sí que es un gozo y así lo he experimentado hace unas semanas y todavía lo sigo degustando. Y no es el único grupo a que pertenezco, los otros dos, que también se reúnen esporádicamente como éste, quizás tengan más afinidades ideológicas o cristianas. Por eso la Quedada me parece más pura, porque supera más diferencias y vive de lo fundamental. Que Dios nos ayude a perseverara y también a comunicar, cada uno a su manera, este espíritu en la sociedad en que vivimos, que necesita sin duda de una regeneración. Y esto sin sentido de superioridad, sino aportando lo que hemos recibido. Gratis lo recibimos, gratis lo comunicamos.

            Doy gracias a Dios, y os doy gracias a vosotros por la insistencia con que me habéis invitado a pertenecer a vuestra -ya nuestra- comunidad de Compañía 19. Un abrazo a todos.

Antonio Troya

Publicado por luiyi a las 14:59 2 comentarios: Enlaces a esta entrada  

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sábado, 12 de mayo de 2012

Una agradable experiencia

 

 

Me apetece contaros mi experiencia de la primera quedada a la que asisto (IV para vosotros). Salí de casa cuando parecía que había escampado, bajé la calle Brasil hasta el Paseo Marítimo y comenzó a llover  con ganas. Giré a la derecha y no veía por ningún lado el rótulo "Yantar" (Me habían dicho que estaba en el Paseo Marítimo, cerca del Hotel Playa); di media vuelta y después de caminar un rato bajo el agua tampoco descubrí el deseado letrero. Decidí volverme cuando tuve la suerte de encontrarme con J. Miguel Vicente. No nos conocimos, pero yo le pregunté por el Yantar y me dijo que se dirigía a él y que estaba en el nº 21. Le agarré el brazo y nos presentamos. Ya sabíamos que teníamos un destino común. Llegamos. Estaba cerrado, pero al poco tiempo llegó un señor que nos abrió la puerta y tuvo la amabilidad de tomar el teléfono para ponernos en contacto con los demás. Fueron llegando. Algunos habían llegado antes, y, estando cerrado el establecimiento, había ido a tomar café a otro sitio.

 

Ya estamos juntos. Yo tengo que decir que me sentí muy bien; por la acogida y el cariño que me mostraron bastantes de los asistentes. A algunos hacía años que no los veía, y a no pocos no los conocí por el aspecto, sólo cuando me decían sus nombres me remontaba al pasado y recordaba. Recordaba muchas cosas. Hasta recordé las clases de Matemáticas en el Seminario de San Bartolomé. Y vamos al grupo: un grupo ciertamente especial. Gente muy distinta, a todos nos unía el habernos encontrado en Compañía 19, y todos valorábamos lo que nos dio el Seminario, algunos de una manera muy ardorosa. Me impresionó el amor que nos unía a todos. Hasta algunas señoras que acompañaban a los asistentes parecían inmersas en esa corriente de cariño.

Me alegré mucho de haber ido, aunque iba con alguna predisposición contraria por pensar que iba a encontrarme con gente de las que me había alejado la distancia en el tiempo y en el espacio; aunque a algunos sí que había seguido tratándolos. Pero no fue así: allí el pasado se convertía en hoy.

Bueno, para terminar, me parece que, cuando se convoque otra QUEDADA, tendré que estar muy ocupado para no asistir, porque repetir esta experiencia será para mí ilusionante y enriquecedor. Muchas gracias a todos, y especialmente a los organizadores.

       

         Antonio Troya

Publicado por luiyi a las 15:23 1 comentario: Enlaces a esta entrada  

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