ANTONIO TROYA
martes, 20 de junio de 2017
PALABRAS PRONUNCIADAS CON OCASIÓN DE MI
NOMBRAMIENTO DE HIJO ADOPTIVO DE PUERTO REAL
Introducción:
La acción de gracias. Me siento bastante cohibido ante la multitud del
público y por el inesperado nombramiento que me hace la Villa de Puerto Real.
Pienso que lo primero que tengo que hacer como persona educada es dar las
gracias; y no sólo por educación sino porque lo siento de corazón. Gracias al
pueblo de Puerto Real que ha pedido para mí este honor, gracias sobre todo por
el cariño que esa petición conlleva. Cariño que, por otra parte, es ampliamente
correspondido por quien os habla. Esto me hace recordar que mi madre, estando
ya para morirse se sinceró con una religiosa que la atendía y le dijo: “Me voy
tranquila, porque aquí hay mucha gente que quiere a mi hijo”. En esta ocasión,
como en otras se ha demostrado que el pensamiento de mi madre se basaba en la
realidad. Gracias también de todo corazón al Excmo. Ayuntamiento que tan
generosamente lo ha aceptado y lo ha hecho suyo. ¡Gracias, muchas gracias!
1. Mi
permanencia en Puerto Real. Y, ¿qué voy a deciros? Yo fui párroco de Puerto
Real –de todas sus parroquias- desde el año 1970 que llegué aquí
hasta el 1085 que me destinaron a Medina Sidonia. Quince años. Según la cuenta de Emilio el del Palito (q.
e. p. d), quince años y
cuatro meses. El hecho de que yo fuera párroco de todas las parroquias se debió
a una iniciativa del obispo Añoveros de hacer un experimento de una ciudad sin
división de parroquias pastoreada por un equipo de sacerdotes y me eligió a mí como
responsable del equipo. A ese equipo pertenecieron un buen número de
sacerdotes; el núcleo eran conmigo Pepe Vitini, Javier Fajardo y Francisco
Álvarez Mateo, más conocido por el Popi. Los demás pertenecieron durante un
tiempo, unos más y otros menos. Vitini y Fajardo eran además obreros de
Matagorda y Popi daba clases en una academia particular. Pero todos trabajamos
juntos y siempre de común acuerdo, como pueden testificar los que en aquel
entonces vivían por aquí. El hecho de que hubiera dos obreros hacían pertenecer
más penamente a la parroquia a quienes trababan en la factoría. No me puedo
olvidar la iglesia de San Sebastián llena a tope de obreros con ocasión de la
ordenación sacerdotal de Pepe y de Javier.
2. La lucha por el cambio. Fueron
tiempos muy difíciles, porque en ellos ocurrió la puesta en marcha de los
decretos del Concilio y los últimos años y muerte de dictador. Yo cumplí aquí
mis 50 años de edad, estaba en la plenitud de mis fuerzas físicas y
espirituales. Las parroquias de esta villa creo yo que tuvieron un papel
importante en el cambio político y en la renovación pastoral. Pero con las
naturales dificultades que creaban los inmovilistas tanto políticos como
eclesiales. Porque la gente de aquí cooperó fantásticamente en unión con sus pastores.
A veces escucho por ahí, y me rebelo, que la gente de Puerto Real es muy
difícil. Creo por el contrario que son muy abiertas y cooperaban con
entusiasmo, de otro modo no se explica que ahora hayan solicitado para mí el
nombramiento de hijo adoptivo. Había gente difícil, es verdad, pero era mucho
más el ruido que hacían que el número con que contaban; fuerza tenían porque
habían ostentado mucho poder tanto en la sociedad como en la Iglesia, pero a
verdad terminó imponiéndose: la masa venció al poder.
3. Intereses
versus Evangelio. En aquellas
circunstancias yo tenía plena conciencia de que, como representante de la
Iglesia, era la voz de los que no tenían voz. Los demás estaban acallados por
la fuerza. Y aunque a los curas también nos vigilaban y reprimían –de
hecho, yo tuve que comparecer una vez en el juzgado del Puerto de Santa María y
a mis homilías asistía siempre la Guardia Civil y tomaba notas- pero
no se atrevían, porque el antiguo régimen buscaba todavía apoyarse en la
Iglesia como en otros tiempos. ¿Eran mis homilías políticas? Recuerdo que en
cierta ocasión un feligrés me aconsejaba que predicara el Evangelio, y yo le
contesté: “Pero si lo que predico es puro Evangelio”. Y era verdad. Yo leía las
circunstancias que se iban dando en Puerto Real y en España a la luz del
Evangelio y sacaba las consecuencias. Nunca pensé que predicar el Evangelio
fuera repetir la lectura con palabras más asequibles al público menos culto. De
hecho, las parábolas de Jesús eran muy sencillas, pero levantaban ampollas:
pensemos en la de los viñadores infieles, cómo los que se dieron por aludidos,
determinaron quitar de en medio al profeta. La verdad siempre duele a los
intereses de los poderosos y de los inamovibles.
4. Por la Iglesa y el Evangelio. Yo voy a ser muy
claro, ahora que me escucha mucha gente: Mi personalidad no puede entenderse
sin una vinculación muy fuerte a la Iglesia Católica y a los valores del
Evangelio, aunque después mi debilidad haga que no se reflejen siempre en mi
vida. Yo amo a Jesús de Nazaret, soy su discípulo, y quien me ha dado a Jesús
ha sido su Iglesia, ya que no pude vivir en su tiempo ni escuchar su Palabra. Y
proclamo a diestro y a siniestro lo que Él me enseña: Que Dios en un Padre que
nos ama y que quiere que todos sus hijos se quieran como hermanos, y con estas
premisas, y sólo con ellas, se puede construir otro mundo posible: Por este
mensaje Él ha dado la vida en una cruz y el Padre ha ratificado su mensaje
resucitándolo de entre los muertos. Por eso no me gustaría que este homenaje
fuera el homenaje a un político; y, si lo es a mi labor pastoral, no me siento
sujeto único del mismo, sino que lo comparto con todo mi equipo. Pienso que la
gente que lo ha solicitado, lo ha hecho porque, a través de nuestras palabras y
de nuestra vida, Jesucristo ha resonado en sus corazones y han entendido que la
vida merece la pena vivirse y que se prolongará en la eternidad. Eso lo
demuestra el hecho de que todavía bastante gente sigue mis homilías en facebook
y algunos me dicen que les sirven. Que Dios los bendiga. Y que envíe sus dones
y carismas a todos los que me estáis escuchando.
Y termino como
empecé: dando las gracias a todos los que me quieren y asegurándole que ese
cariño es compartido totalmente por mí. Y al Excmo. Ayuntamiento que ha dado
cauce a este nombramiento. Buenas tardes.
Publicado por Andrés Baquero a las 13:53 1 comentario: Enlaces a esta entrada
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domingo, 30 de octubre de 2016
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Introducción:
Bienaventuranzas y Reino de Dios. Las bienaventuranzas, vademécum de todo
fiel cristiano, están redactadas de cara al mensaje central del cristianismo:
el Reino de Dios. Las cuatro primeras se dirigen a las víctimas del antireino,
de una sociedad no pensada según la voluntad de Dios, sino según los intereses
espurios de los hombres. Hacia ellos se vuelca el amor misericordioso del Padre
del cielo, que les promete la posesión de su Reino, la herencia de la Tierra,
el consuelo, la hartura de todos sus legítimos deseos. Éstos son los pobres, los
sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia. Las cuatro
últimas van dirigidas a los constructores del Reino: los misericordiosos, los
limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los que, por esforzarse en
construir el Reino de la justicia y de la fraternidad son perseguidos o
calumniados.
1. Dichosos los pobres. Pensemos en Jesucristo deambulando por los
pueblos de Galilea. Su corazón se rompe al contemplar tanta desgracia: pobres
de solemnidad sin número, gente sufriendo la opresión de los poderosos, llanto
y clamor en todas las viviendas de los desamparados, porque no tienen un trozo
de pan que ofrecer a los niños, deseos imparables de una sociedad que le
hiciera justicia. Jesús ha entrado en el corazón de su Padre y se ha dejado
prender por su amor misericordioso, por eso su vida terrena se ha volcado en
los que la sociedad y la religión marginan. Así se hace para nosotros un
retrato vivo del Padre del cielo. Y no sólo intenta poner remedio a estas
necesidades, sino que se atreve a prometer, en nombre de su Padre, una
felicidad sin fin como culminación a tanta desgracia. De ahí las cuatro
primeras bienaventuranzas.
2. Dichosos
los misericordiosos. Pero Jesús quiere asociar a su labor a todos
cuantos le aceptan como Mesías enviado por Dios. Por eso a ellos también los
anima a caminar con Él con promesas de vida eterna. De esas promesas se
beneficiarán los misericordiosos, aquellos que han puesto sus ojos en los
marginados de la tierra, descubriendo en ellos su dignidad de personas, y
tratándolos como a tales: no alargándole unas monedas, sino abriéndoles su
corazón con sincero cariño. También los limpios de corazón, aquellos que no se
han dejado seducir por las riquezas, sino que entienden que las riquezas están
en el mundo para que todos puedan vivir con dignidad. Y, ¿cómo no?, los que
trabajan por la paz: esa paz tan necesaria para que las armas se conviertan en
arados y los odios en amores. Y, ¿no van a ser bienaventurados quienes por
entregarse en alma y cuerpo al servicio de los demás sufren injurias, cárcel y
hasta muerte? ¿acaso no son éstos los que lucen las insignias del Maestro? Con
este panorama a la vista tendríamos que revisar nuestro cristianismo, a ver si
se adapta a las exigencias el Maestro o nos hemos hecho un cristianismo cómodo,
a nuestra medida, que nos deja tranquilos en conciencia, pero no nos hace
discípulos del Crucificado. ¡Qué pesa la historia! Un bautismo recibido antes
de uso de la razón, sin posibilidades de madurar el compromiso que eso supone;
unos padres y padrinos que nos han tratado muy bien, pero que no nos han
iniciado en una fe comprometida, una Iglesia que ha limitado el compromiso a
los llamados consagrados, como si el bautismo no fuera la mayor consagración a
Dios. No lo tenemos fácil, no. Pero ha llegado la hora de tomar una decisión
sobre nuestra vida.
Conclusión: La
pasión de Jesús es nuestra fuerza. ¿Qué de dónde sacar las
fuerzas? De la Eucaristía que celebramos. Comulgar no es comerse la
hostia consagrada; comulgar es comerse la vida, pasión y muerte, y resurrección
de Jesús, todo lo cual lo tenemos, como vianda en una lata, en el pan y el vino
que ofrecemos, y que comulgamos para alimentarnos de Jesús y hacer nuestra su
fuerza para seguirle como discípulos.
Publicado por juanvinuesa a
las 22:41 2 comentarios: Enlaces a esta entrada
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lunes, 5 de septiembre de 2016
Las sombras de los libros sagrados. El amor de Dios es
eterno. Está muy difundida la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un
Dios justiciero, y hasta vengativo. Nada más falso. Los libros de la Biblia
están escritos al mismo tiempo por Dios y por los hombres: uno y otro han
dejado en ellos su huella. A mí me gusta imaginarme la Biblia como una aurora
que comienza a iluminar la obscuridad de la ignorancia de Dios en que vivía la
humanidad. La aurora va haciéndose día hasta llegar al tiempo en que el Sol de
justicia, Cristo el Señor, es la luz que todo lo ilumina y lo calienta.
Mientras acaece este momento conviven las sombras con la luz que va abriéndose
paso. Si la luz es la huella de Dios, las sombras son las huellas del hombre.
Por eso no todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras podemos sin más
atribuirlo al Ser Supremo.
Otra
imaginación mía: Veo a Jesús como a un campesino que ha vaciado en un gran
cedazo todo lo escrito en el Antiguo Testamento y lo mueve con destreza hasta
dejar en él solo los granos de buen trigo. Si vamos examinado atentamente lo
que ha quedado encontraremos la verdadera Palabra de Dios. Hagamos la
experiencia. En el libro del Éxodo Dios se define a sí mismo a Moisés
como «El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, paciente,
misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima
generación, que perdona culpas, delitos y pecados» (Ex
34,6). En Números También se le llama «Señor, paciente y
misericordioso, que perdonas las culpas y el delito» (Nm
14,18). Y el Deuteronomio nos enseña: «Porque el Señor, tu
Dios, es un Dios compasivo: no te dejará ni te destruirá, ni olvidará el pacto
que juró a vuestros padres» (Dt 4,31). Todo esto
en el Pentateuco que son los libros más antiguos de la Biblia.
Y,
¿qué enseñan los profetas? Isaías es más explícito. Le dice al
pueblo en nombre de Dios: «No temas, que yo estoy contigo, no te
angusties, que yo soy tu Dios: te fortalezco te auxilio y te sostengo con mi
diestra victoriosa» (Is 41,10). Y en otro lugar: «¿Puede
una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus
entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en
mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí»(49,15-16). Y
Jeremías no se queda atrás: «Con amor eterno te amé, por eso
prolongué mi lealtad» (Jr 31,3). En los salmos ya se
empieza a personalizar: En el salmo 86, que es la oración de un pobre,
rezamos: «Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en
misericordia con los que te invocan» (Sal 85,5); y en
102, que es un himno a la misericordia de Dios, decimos: «El Señor
es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal
102,8) Pero la palma se la lleva Oseas. Oseas toma como esposa a una
mujer que lo traiciona y le es infiel. La repudia y se ensaña contra ella; pero
el amor que le arde por dentro es más fuerte que el odio, no puede resistirse y
vuelve de nuevo a ella, le perdona su pasado y se esfuerza por enamorarla de
nuevo. El Señor dice al profeta: Eso me pasa a mí. Mi pueblo me ha abandonado,
se ha hecho adorador de ídolos y lo he repudiado, pero mi corazón está prendado
de él: «Pero yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré
al corazón… y me responderá como en los días de su juventud» (Os
2,16-17). Así es Dios. ¿No huele ya esto a Nuevo Testamento? ¿no nos
proyecta a un Jesús compartiendo comida con publicanos y prostitutas? Hay, sin
embargo, una diferencia. En el Antiguo Testamento –dada la mentalidad
de aquel tiempo en que la colectividad estaba por encima de la misma persona- el
amor de Dios parece derramarse sobre el pueblo, sobre la raza rescatada
por Dios para posesión suya (Sal 73, 2); en el Nuevo Testamento se personaliza
más: el amor de Dios se derrama sobre cada hombre concreto. De lo contrario
tendríamos que decir que el signo de Oseas supera incluso a la parábola del
padre bueno que nos cuenta san Lucas (Lc 15, 11ss).
Otro ejemplo que se me
ocurre para leer correctamente la Biblia es lo que manda la Virgen a santa
Bernardita en su tercera aparición. Le dice que beba agua de la fuente y le
indica con su dedo el sitio. No había más que un poco de agua entre el barro.
La santa comenzó a escarbar y al final pudo sacar algo de agua; por tres veces
escupió el barro y al final consiguió beber. En la lectura de la Biblia hay que
saber escupir el barro y quedarse con la verdad clara. Pero así las cosas
podemos preguntarnos: ¿Cómo distinguir el agua del barro? Es muy sencillo: los
docentes ponen exámenes y para corregirlos aplican una falsilla sobre lo
escrito por los alumnos: así descubren enseguida cuantas preguntas están bien
contestadas. Nosotros tenemos una falsilla maravillosa: colocamos sobre los
escritos del Antiguo Testamento a Jesús, el Maestro; lo que coincida con Él es
verdad revelada, lo que no, son huellas del hombre que las escribe. Jesús es la
fuente en la que se convirtieron aquellos sorbos de agua con barro y que ahora
alimentan una gran piscina en la que se bañan para obtener la salud los
peregrinos a la Virgen de Lourdes.
Las luces del Nuevo Testamento. Pero llegamos al Nuevo
Testamento, la luz del mediodía. En él casi no se descubre la sombra del
hombre, que obscurece a veces la luz de Dios. También ha sido escrito por
hombres, pero estos hombres han sido iluminados por la luz del día que es
Cristo Jesús. Él los ha instruido, incluso muchas veces aparte del
resto (Mt 20.17), para que lo que comuniquen al mundo sea todo
luz. Es que el Nuevo Testamento tenía que servir incluso para descubrir las
sombras del Viejo. Y así leemos en el evangelio de Juan: «Tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los
que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Y
añade: «Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al
mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). Y
todas las cartas de los apóstoles están imbuidas de este pensamiento. Así Pablo
a los Romanos: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 55,5).Y
a los Efesios les dice: «Dios rico en misericordia, por el gran amor
con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con
Cristo –por pura gracia estáis salvados-» (Ef 2,4-5). Y
en otro párrafo: «Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó
por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef
5,1). Juan insiste en sus cartas en el mismo tema que hemos visto en
el evangelio. Así dice: «En esto hemos conocido el amor: en que Él
dio su vida por nosotros» (1Jn 3,18). Y
añade: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque DIOS ES AMOR. En
esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo,
como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn
4,8-10).
En estos textos del Nuevo Testamento hay algo en común. Dios ciertamente ha
mostrado su amor haciéndose uno de nosotros; ha manifestado su amor en el
mensaje que Jesús predica: Dios es un Padre que nos ama y tenemos que confiar
en Él sin medida; es Padre de todos y quiere que todos sus hijos se amen entre
sí como Él mismo los ama, que se lleven bien y formen una familia unida, que no
dominen unos sobre otros y que nadie amase fortunas a costa del hambre del
hermano; pero la idea común de los textos citados es que el amor de Dios se ha
manifestado sobre todo y especialmente en haber entregado a su hijo a la muerte
para que los hombres, sus siervos, tengan vida. En la cruz no sólo se entrega
el Hijo, se entrega también el Padre, porque si el Hijo sufre los dolores en su
cuerpo, el Padre no padece menos en su corazón los sufrimientos del Hijo amado.
Por eso mirar el crucifijo es entender el amor de Dios a los hombres, mirar al
crucifijo es quedarse atónito al contemplar cuanto padece Dios por mí. Y
después de mirar y remirar, ¿quién puede dejar de confiar en Dios? «El
que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo
no nos dará todo con Él?» (Rom 8, 32). El sujeto del
amor al hombre es Cristo Jesús que da su vida por él, pero en Cristo se entrega
Dios para salvar a sus siervos. Y, ¿no nos quedamos atontados ante tanto amor?
¿ante tanto amor inmerecido? Difícil de entender es que quien esto comprende no
se vuelque en amor a quien tanto amor nos muestra: Dios Padre, Dios Hijo, Dios
Espíritu Santo.
Sentido de la muerte violenta de Jesús. Pero el que Dios
entregue a su Hijo a la muerte no podemos entenderlo como si Dios tuviera sed
de sangre, de una reparación sangrienta de los pecados de los hombres; no. Una
idea de lo que significa esa entrega nos la da la parábola de los viñadores
homicidas. «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó
con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó
a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió
a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían.
Pero los labradores, agarrando a los criados apalearon a uno, mataron a otro y
a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e
hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo, diciéndose:
Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: Éste
es el heredero, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo
empujaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21,23-39). Esta
relación, más que una parábola, es una historia contada alegóricamente.
¿Quiénes son los criados que manda el propietario sino los profetas enviados
por Dios para que, volviéndose a Él, su pueblo diera los frutos apetecidos?
Pero –esto es historia- los profetas no fueron escuchados y
terminaron mal. Dios, ya aburrido envía entonces a su mismo Hijo.
Pero éste no sufre mejor suerte. Es decir, Dios quiere, por todos los medios
posibles, que su pueblo se vuelva a Él y lo sirva como a su Señor. En ello
estará también la felicidad del pueblo. Ya cansado del poco caso que le hacen
decide mandar a su Hijo. Así se cumple la promesa de Dios a Moisés, que había
sido interpretada siempre como relativa al Mesías: «Un profeta de
los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor tu Dios. A Él le
escucharéis» (Dt 18,15). Y como tal fue aclamado por
el pueblo sencillo después de la multiplicación de los panes y los peces: «Éste
sí que es el profeta que tenía que venir al mundo» (Jn 6,
14). Pero la historia es maestra de la vida y Dios puede suponer –como
Dios, lo sabe- que el Hijo tendría la misma suerte que los otros
profetas. Pero Dios, que no quiere la muerte de su Hijo, sino la vuelta de los
hombres hacia Él, lo arriesga todo, hasta la vida del Hijo amado. Sin embargo,
debe quedar claro que Dios no quiere la muerte del Hijo, sino la conversión de
los hombres. Al margen de esta historia, la venida del Hijo, su dolorosa
muerte, y su gloriosa resurrección convierte a millones de hombres a Dios, no
sólo del pueblo escogido, al que fue enviado, sino de los pueblos gentiles, ya
que predicación del Hijo rompe las fronteras entre judíos y gentiles,
llamándolos a todos a la conversión. Y ésta es, sin duda, una de las causas de
su muerte. Por último, la obediencia del Justo que le lleva al patíbulo repara
la desobediencia de los hombres, y el amor con que se entrega a su misión hasta
la muerte abre el corazón de muchos al amor a Dios. Y esta es la misión que el
Padre le encomendara: no que fuera crucificado, sino que proclamara su amor a
todas las naciones. Y lo proclama hasta la muerte. Por eso esta muerte tiene un
valor de reparación de las ofensas de los hombres y les abre de par en par las
puertas del cielo, para que puedan vivir con Él eternamente en la casa del Padre.
La intención del Padre es, pues, la proclamación de su reinado, la maldad de
los hombres hace que esto se realice a través de una muerte dolorosa. Dios no
quiere la muerte del Hijo, sino un reino de justicia de amor y de paz entre los
hombres. ¿cooperamos nosotros a que la muerte de Cristo no quede en vano para
muchos hombres? Esto es mucho más importante que esforzarse en cumplir
preceptos humanos como si fueran mandamientos de Dios o ser fieles a las
tradiciones de nuestros antepasados.
Insistiendo con algunos ejemplos. Aunque
lo que intentábamos probar está suficientemente demostrado no me resisto a
comentar, aunque sea brevemente, los evangelios de la cuaresma de este
año. En el domingo tercero se nos pone la parábola del viñador: el amo de la
viña viene a buscar fruto en la higuera que ha plantado en su viña y, al no
encontrarlo, fulmina al viñador a que la arranque para que no ocupe sitio en
vano. Y el viñador contesta: «Señor, déjala todavía este año; yo
cavaré alrededor y le echaré estiércol a ver si da fruto. Si no, el año que
viene la cortarás» (Lc 13, 8-9). Y, ¿cuál es el
cuidado que ofrece el viñador, que es el mismo Jesús? Entregar dolorosamente su
vida en la cruz, para que la viña –su Iglesia- dé fruto
abundante. Porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida
por sus amigos» (Jn 15,13). Ésta es la enseñanza de la
parábola, sin que haya que deducir además que el amo de la viña es el Padre que
quiere acabar con los hombres por su desobediencia; porque el Hijo es«imagen
de Dios invisible» (Col 1,15) y el Padre ama a los
hombres igual que el Hijo, a quién ha enviado «no para juzgar al
mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). En
el cuarto domingo leemos la parábola del padre bueno. El hijo menor ha exigido
la parte de su herencia y se la ha gastado en francachelas; después de pasar
mucha hambre reflexiona:«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia
de pan, mientras yo aquí me muero de hambre» (Lc 15,17 Y decide
volver buscando un pedazo de pan: «Me pondré en camino adonde está
mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc
15,18-19). No se trata de conversión, sino de necesidad de comer, y el
padre, que lo esperaba ansiosamente, lo recibe como hijo: le pone un vestido
nuevo y el anillo de hijo en sus manos, y organiza una fiesta familiar. Así
recibe Dios al pecador. Si esto no es amor de padre, ¡decidme qué es! Y, por
último, en el quinto domingo se pone a nuestra consideración el episodio de la
mujer adúltera. Allí la parábola se convierte en historia. Una mujer
sorprendida en adulterio, unos letrados que piden que se cumpla la ley. Y un
Jesús que los interpela, diciéndoles que el que esté sin pecado tire la primera
piedra. Con lo que el suceso termina marchándose todos los acusadores y Jesús
perdonando a la adúltera. Porque la ley es buena, pero el perdón es mejor.
Nuestra respuesta al amor gratuito de Dios. Pero tanto amor parece
que requiere una respuesta por nuestra parte. San Juan nos dirá cómo tiene que
ser esta respuesta: «Queridos: Si Dios nos amó de esta manera,
también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn
4-11). Con esto nos quiere decir que nuestra respuesta amorosa al Dios
que nos ama, tiene una expresión genuina: el amor a los hermanos. San Pablo
insiste mucho en el amor entre los miembros de la comunidad cristiana. Así
dice: «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de
Dios» (Rom 15,17). Y en otro lugar: «Poneos
de acuerdo y no andéis divididos. Estad unidos en un mismo pensar» Y
también: Esmeraos en el amor mutuo» (1Co 14,1) y«Trabajemos
por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe» (Gal
6-10). Y parece natural, ya que la comunidad cristiana tiene que ser
un referente del Reino de Dios y, ¿cómo lo sería si entre ellos no realizasen
el Reino por el amor mutuo?
Pero, si vamos a los evangelios, advertimos que Jesús muestra su amor sobre
todo a los pequeños y marginados; ¿acaso no consiste el reinado de Dios en que
los despreciados de la sociedad ocupen los primeros puestos?
Cuando Juan el Bautista, lleno de dudas, envía a sus discípulos a preguntar
a Jesús: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?», Jesús
les responde: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos
oyen; los muertos resucitan y a os pobres se les anuncia el Evangelio» (Mt
11,3-5). Y es difícil desde nuestra mentalidad alcanzar a ver cómo los
enfermos eran marginados en aquella cultura, marginados de la familia, de la
sociedad y hasta de los cultos religiosos. Pero para Jesús
son los primeros, porque primeros son para su Padre del cielo.
Si
vamos a la primera carta de san Juan nos encontramos con que es una exaltación
del amor, ya sabemos que este era el tema de predicación del apóstol, de manera
que se suele contar que sus discípulos le preguntaron en una ocasión por qué
hablaba siempre lo mismo, y él contestó: “Porque si os amáis los unos a los
otros, eso basta”. Y, ¿qué encontramos en esta carta? Os lo digo como yo la
leo: En primer lugar, una referencia continua a la relación entre amor a Dios y
amor al prójimo. Así dice: «Queridos: amémonos unos a otros, ya que
el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn
4-7). O «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio la
vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn
3-16). Y en otro lugar: «Si alguno dice: “Amo a Dios” y
aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien
ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4-20). Y,
como segundo, una intención clara de concretar: «Hijos míos, no amemos
de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn
3-18). Y especificando aún más: «Si uno tiene de qué vivir
y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar
en él el amor de Dios» (1Jn 3-17).
Volviendo a los principios. Me parece que esta
reflexión suscita en nosotros dos temas concretos. Primero: “¿Me siento yo
amado por Dios?” Y este sentimiento, ¿es algo más que una idea bonita? ¿tiene
consecuencias prácticas? Segundo: Este sentimiento de ser amado ¿se traduce
espontáneamente en un amor sincero al prójimo? ¿Nos amamos unos a otros con
amor efectivo? ¿Amo sinceramente a los miembros de mi comunidad cristiana?,
¿Amo especialmente a los más necesitados? Si san Juan decía a los suyos: “Porque
si os amáis los unos a los otros, eso basta”. Nosotros hacemos grandes
esfuerzos para agradar a Dios, pero ¿tenemos como centro de nuestra
espiritualidad cristiana el amor a los miembros de la comunidad, a los
marginados de la sociedad? Mucho me temo que andemos un poco extraviados. Pero
siempre es tiempo de convertirse, y para ello contamos siempre con el amor
misericordioso del Padre del cielo y con el ejemplo y la ayuda de Jesucristo,
el Señor. ¡Adelante!
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sábado, 12 de diciembre de 2015
El evangelio
de Reino. Una de las cosas importantes para nuestra
vida cristiana es aprender a leer el Evangelio sin prejuicios; es decir,
intentar sinceramente escuchar lo que dice, y no creer que dice lo que nosotros
pensamos, a veces por una determinada formación religiosa.
Si lo hacemos así entendemos enseguida que el
mensaje central de Jesús es el reinado de Dios en el mundo: lo que denomina
Reino de Dios. El Reino o reinado de Dios lo determina todo. Otra cosa que
salta a la vista es que Jesús habla mucho más de este mundo que del reino
futuro y eterno, aunque nosotros hagamos muchísimas veces una interpretación
trascendente de sus palabras. Por ejemplo, si cura a un leproso no quiere decir
que limpia nuestros pecados, sino que limpia de la lepra a un pobre hombre
enfermo y marginado.
Y, ¿qué es el Reino de Dios? Jesús nunca lo
define, va dibujándolo poco a poco a través de parábolas o incluso con sus
gestos y acciones, especialmente los milagros y las liberaciones de
endemoniados: «si yo echo los demonios con el Espíritu de Dios, señal que
el reinado de Dios os ha dado alcance» (Mt 12,28). A través de
estos medios aprendemos que Dios ha bajado al mundo para cambiarlo derramando
su amor y su misericordia sobre los hombres, especialmente sobre los pobres y
marginados. Así creará una sociedad (en este mundo) en que los hombres
se sientan y obren verdaderamente como hermanos, porque todos se sientan
acogidos por el amor misericordioso de Dios. Porque todos experimenten a Dios
como Padre común: Padre nuestro nos enseña Jesús a llamarlo: (Mt 6,9).
El Reino no se construye con nuestra conducta moral, como casi siempre
pensamos, sino por la experiencia de la acogida amorosa del Padre del cielo,
nuestra conducta será la consecuencia inmediata de esa experiencia: «Dios
no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él. El que cree en Él no será juzgado» (Jn 3,17-18a).
Hay una parábola importante, que me parece mal
interpretada, porque las parábolas están tomadas de la vida real y no pueden
entenderse sin conocer esa vida. Es la parábola del sembrador. La semilla cae
parte sobre el camino, parte en tierra no labrada, parte entre espinas, y el
resto en tierra buena (Mt 13, 6ss). ¿Qué entendieron sus oyentes? Que el
sembrador era un bobo. Los oyentes conocían bien la labranza y algunos la
practicaban asíduamente, y sabían que el sembrador, que arrojaba la semilla a
mano no la desperdiciaba –era muy cara para sus posibilidades- echándola
sobre tierra no preparada. Nada de echarla en el camino o en las zarzas. Y
¿cuál es entonces la enseñanza de la parábola? Que Dios es tan manirroto que
derrama la Palabra del Reino sobre todos sin tener en cuenta su conducta o su
situación social. ¡Sobre todos sin excepción!
Leemos una extraña parábola de Marcos
(4,26-29) sobre la semilla que un hombre echa en la tierra; «él duerme de
noche, y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que nadie
sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola.» ¿Qué quiere
decirnos con esto? Que la fuerza de la Palabra es todopoderosa, tiene en sí
misma fuerza para construir el Reino pese a quien le pese. Y de esto tenemos
comprobación en la historia: no siempre la Iglesia ha tenido buenos pastores;
pero a pesar de ello sí ha habido siempre misioneros que lleven la Palabra por
esos mundos, acompañándola con signos: la elevación del nivel cultural,
sanitario, religioso de quienes la reciben; siempre ha habido y hay hombres y
mujeres que han consagrado su vida a cuidar leprosos o terminales de Sida,
manifestando así la misericordia de Dios para con los marginados de la
sociedad; siempre ha habido cristianos de ambos sexos que se han desvivido por
el bien de sus hermanos, haciendo así visible la Palabra recibida. Llevan la
Palabra, porque en ellos ha germinado la Palabra. Me da pena de que, cuando se
habla de la Iglesia, no se piense en toda esta pléyade de cristianos y sólo se
critique los fallos -que sí ha tenido muchos- de la que llamamos la
Iglesia oficial.
«Les dijo otra parábola: el Reino de
Dios se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y
basta para que todo fermente» (Mt 13,33). Y ¿cuál fue la
reacción de los oyentes? Las mujeres sobre todo que estaban duchas en esa tarea
se miraban con una sonrisa irónica: tres medidas de harina –con las que se
podrían cocer unos cuarenta kilos de pan- era una barbaridad, ellas que
preparaban el pan para la toda la semana o quizás para más días utilizaban una
cantidad muchísimo menor. Pero Jesús no tenía en su mente la mesa familiar,
sino la mesa del Reino en la que podrían sentarse todos los habitantes de la
tierra. La mujer que preparaba la masa era, no la Iglesia como nosotros la
conocemos, que no estaba todavía en la mente de Jesús, sino aquella legión de
hombres y mujeres que habían aceptado su mensaje y su persona y que se
dedicarían a difundirlo por toda la tierra.
Con otras parábolas terminaba Jesús de dibujar
el Reino de Dios que Él proclamaba: de ellas se deduce que sería una pequeña semilla
que terminaría convirtiéndose en un arbusto que cobijara a todos los creyentes.
Que en el día de la siega sería una red reventando de peces. Que sería un
tesoro tan apetecible que quienes lo hallaran, venderían cuando tenían para
poseerlo. No define qué es el Reino, pero nos da suficientes pinceladas para
que podamos hacernos una idea suficientemente lúcida de él.
Los demonios
que hay que vencer. De este Reino dijo Jesús en una ocasión: «El
Reino de Dios está ya entre vosotros» (Lc 17,21). Otra vez pone
como prueba de esta afirmación la lucha victoriosa contra el mal: «Si yo
echo los demonios con el Espíritu de Dios, señal que el reinado de Dios os ha
dado alcance» (Mt 12,28). Y, ¿cuál es ese mal contra el que lucha
victoriosamente Jesús? En aquel tiempo se llamaba “demonios” y hasta se pensaba
que estos demonios podían aposentarse en los cuerpos de las personas,
produciendo penosas enfermedades. Esos demonios contra los que lucha Jesús
están también en nuestro mundo, y los encargados de luchar contra ellos somos
nosotros, con nuestras victorias haremos patente que el Reino de Dios está ya
entre nosotros. Yo me voy a fijar en dos, aunque seguramente hay muchos más: el
primero es la guerra y el segundo, semejante a él, es el hambre. Si Dios quiere
que sus hijos sean felices, estos dos demonios son causa de muchas desdichas.
Las guerras que más se airean en los medios de comunicación son las de Siria,
Afganistán o Iraq, y ahora la que lidera el Estado islámico contra toda la
humanidad, pero hay muchas otras menos publicitarias. Cuando hablamos del
hambre siempre pensamos en el África subsahariana o quizás en la India, pero
hay hambre hasta en la esquina de nuestra casa.
Y, ¿cómo luchar contra estos demonios? Es
mucho más fácil de lo que parece si sabemos delimitar el campo de batalla.
Contra la guerra del Estado islámico poco podemos hacer, pero si pensamos que
esta guerra se hace porque unos pocos quieren imponer su modo de pensar a todas
las naciones, quizás encontremos un espíritu semejante en lo hondo de nuestro
corazón que se intenta imponer en el ámbito de nuestra familia o en nuestras
relaciones con otras personas. A esto no le damos mayor importancia, pero si
cada uno de nosotros fuera un constructor de paz en el ambiente en que se
mueve, el mundo estaría todo en paz y la guerra sería imposible. Pensemos la
cantidad de sufrimientos que esta conducta eliminaría. Y la corriente de amor
que invadiría el mundo. Y el gozo que el Padre del cielo recibiría como pago a
sus beneficios a nosotros, sus hijos. Y, ¿cómo luchar contra el hambre? La raíz
del hambre es el mal reparto que hemos hecho de los bienes de la tierra que el
amoroso Dios creó para delicia de los hombres. Mientras unos atesoran a veces a
costa de otros, muchos de esos otros no tienen un plato de comida al día. No es
culpa de Dios que crea los bienes, es culpa nuestra que los distribuimos mal.
Lo primero es tomar conciencia de que lo que tenemos por encima de los otros no
nos pertenece del todo, por mucho que las leyes humanas digan lo contrario. Y,
si no nos pertenece, debemos devolverlo a sus legítimos dueños, los
hambrientos. Y, si hilamos un poco más fino, encontraremos que no sólo hemos de
darles de lo que nos sobra, sino que debemos vivir austeramente para que nos
sobre más para repartir. ¡Cuántas muertes se evitaría si obráramos así!
¡cuántos niños dejarían de estar mal alimentados! ¡cuántas madres dejarían de
sufrir por no tener un pedazo de pan que dar a sus hijos! Seríamos como Dios
repartidores de gozo y alegría por toda la tierra. Quien diga que no merece la
pena un sacrificio que tanto bien produce, es que no ha entendido a Jesús de
Nazaret ni ha aceptado su Evangelio. No nos apuntemos nosotros a esa cofradía.
Repartamos el gozo que para nosotros representa la fe, repartiendo alegría a
nuestros hermanos. O, en frase más evangélica, construyamos juntos el Reino de
Dios.
El
mandamiento del amor. Desde aquí es desde donde podemos entender la
machacona frecuencia con que Jesús nos habla del precepto de amor al prójimo.
El amor no es un fin en sí mismo, es una herramienta para construir el Reino de
Dios. A la pregunta de un maestro de la Ley, responde Jesús: «Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y
con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» Y para que no se pudiera
confundir, le cuenta la parábola del buen samaritano. Los representantes de la
religión pasan de largo; un despreciado samaritano se baja de su cabalgadura y
lo atiende amorosamente. Y, ¿a quién atiende? A un hombre. No se dice de él a
qué país pertenece o qué religión profesa, porque todo hombre es digno de amor (Lc
10, 25ss). Pero, ¿es que Jesús se ha olvidado de Dios? Nada de eso: a Dios
se le ama cooperando a que realice su sueño: el Reino de la paz, de la justicia
y del amor. Por eso al final de su vida terrena ha simplificado la moral de sus
seguidores. Y dice: «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a los
otros como yo os he amado.» Y para que quede claro hasta dónde nos ha
amado, añade: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos» (Jn 15,12-13). A pesar de esto, a nosotros nos se nos
pide la vida, se nos pide mucho menos, pero la consideración de que Él por
nosotros ha dado la vida, nos puede hacer más fácil dar lo que se nos pide. Y
lo que se nos pide es construir el Reino de Dios, renunciando a nuestro
egoísmo.
Nuestra tarea
para construir el Reino. Después de haber delineado, aunque muy deficientemente
lo que Jesús entiende por Reino de Dios, me voy a atrever a dar rienda suelta a
mi imaginación para exponer lo que yo entiendo por ese gran sueño de Dios Padre
que es su Reino. Pensemos que los del Estado islámico han agarrado el Corán y,
leyéndolo atentamente, se han convencido del disparate que estaban haciendo y
han dejado de degollar gente, y trabajan ahora eficazmente por construir la
paz, unidos a todos los hombres, sean de la religión que sean. Soñemos que los
sirios han hecho la paz, que han cesado los atentados en Irak y en Afganistán,
que los gobiernos tribales africanos han dejado de ser tiranías y evolucionan
hacia algún tipo de democracia, en la que se tienen en cuenta a los ciudadanos.
Que los pueblos occidentales se han abierto a los emigrantes y refugiados y han
decidido compartir con ellos los bienes con que la naturaleza los ha enriquecido.
Que en nuestro país hay políticos honrados y eficientes, y que ninguno echa
mano a los bienes públicos que se acopian para el bien de todos. Que en nuestra
región no existen parados, sino que los jóvenes pueden a una edad conveniente
formar una familia y llevarla adelante con su trabajo. Que los ancianos viven
una vida digna en residencias accesibles por su precio a todas las fortunas, y
no se sienten abandonados por los suyos. Que en nuestra familia y en nuestro
entorno reina una paz, basada en la justicia, en la comprensión, en la renuncia
a nosotros mismos, y, sobre todo, en el amor. Y que este espíritu de paz se
difunde a nuestro alrededor, dando al traste con la violencia que ahora parece
presidir muchas de nuestras acciones. Y, por último, aunque no es lo menos
importante, que todos reconocen al Dios Amor como Padre y ven en cada uno de
los hombres, un hermano.
Y después de contemplar con ojos muy abiertos
y un corazón muy alegre esta utopía, escuchamos en lo más hondo de nuestro ser
esta palabra del Señor: “Esta es tu tarea, la que yo os he encomendado y por
la que he entregado a mi Hijo para que la anunciara, pusiera sus cimientos,
aunque esto le costara algo tan duro como la muerte en una cruz”. En
uno de los himnos del Oficio litúrgico, recitamos:
«Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: “Construid la paz.”
Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: “Construid la ciudad.”
Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: “Es tiempo de crear.”
Escucha a mediodía el rumor del trabajo
Con que el hombre se afana en tu heredad.
(Hora
intermedia del martes II)
Quizás esta concepción de la vida cristiana
resulte nueva para algunos. Quizás pensaban que lo que había que hacer era ser
buenos para ganarse el cielo. Es esa manía de espiritualizarlo todo. Y lo que
Dios nos pide es más de esta tierra: es ir poniendo ladrillos para construir el
Reino de Dios en el mundo con la certeza de que al final Dios coronará nuestra
obra –la que empezó Jesús y antes de volver a Dios nos la encomendó a
nosotros- y la inaugurará solemnemente haciendo de ella un lugar
maravilloso donde vivirán sus hijos amados por toda una eternidad. Decíamos al
principio que Jesús habló más de la tierra que del cielo. Porque el cielo es
don gratuito de Dios que no puede fallar como no puede fallar su amor ni su
omnipotencia. El cielo lo tenemos asegurado por su misericordia y por la muerte
y resurrección de su Hijo. Lo que Dios quiere es contar con nosotros –con
todos- en ir convirtiendo esta tierra en un reino de amor, de justicia y de
paz. Y eso es de lo que Jesús nos habla en sus evangelios y, como buen maestro,
lo va poniendo en práctica para enseñarnos a trabajar. Lo podría hacer todo
Dios, pero no quiere prescindir de nosotros. Jesús –el Hombre Dios- pone
los cimientos, nosotros colocamos los ladrillos, y la Trinidad Santa corona la
obra. Y cada mañana cuando nos levantamos nos susurra al oído: ¡A trabajar!
Pero no hay que desanimarse. Cada uno tiene
que determinar su campo de trabajo. Para la mayoría será su familia, su
ambiente de trabajo, su convivencia con los demás, sólo algunos podrán actuar
en la política que, según una voz autorizada es el mejor modo de hacer caridad,
porque tiene como destinatarios a todos los hombres y mujeres de una nación o
de una parte de ella. Sin que nadie –mirando a Jesús de Nazaret- deje de
lado a los pobres, a los menesterosos, a los que necesitan de nuestra ayuda
para vivir dignamente, porque éstos son los preferidos del Padre del cielo y
deben ser los preferidos de sus hijos en la tierra.
Decíamos que la insistencia de Jesús en el
amor al prójimo se debe principalmente a que el amor es la herramienta válida
para construir el Reino de Dios. Pero, ¿de qué amor se trata? Porque el amor lo
miramos siempre como un sentimiento que profesamos a algunas personas.
Naturalmente que este sentimiento que es espontáneo, no se puede mandar ni se
puede tener cuando uno lo quiera. Se trata, en cambio, de una actitud
permanente de hacer el bien a cualquiera en cualquier circunstancia o de evitar
el mal que amenaza al prójimo; incluso de crear, en la medida de nuestras
posibilidades, unas condiciones de vida en las que el otro pueda desenvolverse
y prosperar. Si de aquí pasamos a un sentimiento amoroso mejor que mejor, pero
esto no es necesario ni siempre posible. Basta nuestra actitud de hacer el bien
o evitar el mal para crear a nuestro alrededor ese ambiente de convivencia que
es en pequeño el Reino de Dios.
Por eso, cuando hablamos de construir el Reino
de Dios conviene no irse por las nubes: convertir nuestro mundo en una sociedad
donde se respire siempre la justicia, el amor y la paz, nos mueve a decir: “Es
una tarea que me supera”. Pero conseguir una convivencia amistosa en que
cada uno valore al otro, tenga en cuenta sus ideas, las escucha y estime y
hasta las tenga en cuenta cuando sea posible, es algo por lo que podemos luchar
en los pequeños ambientes de nuestra familia, de nuestros compañeros de
trabajo, o de nuestro grupo de amigos. De esta manera conseguiremos no sólo
establecer el reinado de Dios en estos pequeños ambientes, sino además ir
consiguiendo un corazón pacífico y receptivo, que sería la base de un mundo en
el que reinara el amor y la paz. Porque la paz se altera cuando un grupo quiere
imponerse sobre los demás y dominarlos o quiere imponer a todos una determinada
ideología.
Es lo que hace Jesús de Nazaret: escucha,
comprende, busca una solución a los problemas que se le plantean y los
beneficiados le siguen, para ampliar el radio de difusión de la salvación de la
que Jesús es portador. Así se alían a la gran empresa que el Hijo de Dios
promueve en el mundo. Ahora nosotros tenemos la suerte de tener un hombre en el
que parece encarnarse Jesús de Nazaret y que trata de hacernos salir de
nosotros mismos y buscar al otro, como lo hacía Jesús, curar sus heridas como
buenos samaritanos y hacerles descubrir la belleza de una empresa que puede
convertir nuestro mundo en una sociedad de convivencia pacífica, en la que los
hombres se sientan todos iguales y nadie pretenda beneficiarse del mal de los
otros. Ese hombre se llama Francisco. Sé que nuestra admiración por él es
grande, pero hay que pasar de la admiración a la imitación: buscar al
necesitado para socorrerle y anunciar a todos que la salvación está presente en
la persona de Jesús, Hijo de Dios, enviado al mundo para la salud temporal y
eterna de todos los hombres. Pero que para ello, según su estilo de actuar.
necesita de la colaboración de todos los hombres: la tuya y la mía, la de
todos. Nosotros no podemos salvar, pero somos necesariamente los canales por
donde se difunde la salvación de Dios.
Insignes
constructores del Reino. De estos canales hay muchos en la Iglesia, unos
conocidos, muchos anónimos. Repasemos algunos de los más conocidos. Teresa de
Calcuta, a la que san Juan Pablo II dio el título de Madre de los pobres, y en
la homilía de su beatificación dijo de ella: «Icono del buen samaritano, iba
por todo el mundo para servir a Cristo en los más pobres de entre los pobres.
Ni siquiera los conflictos y guerras lograron detenerla.» «El mundo se quedó
huérfano», se escribió de ella cuando murió. Fue monja del Instituto de la
Virgen María, conocido en España como “las irlandesas”. Allí recibió una
llamada del Señor, según ella fue “una llamada dentro de la llamada” para
dedicar su vida al Señor en los más pobres. Y salió del convento para vivir con
ellos. Desempeñó una maravillosa misión de amor en las calles de la India a
favor de los leprosos, de los viejos, de los niños abandonados. Entre las
muchas anécdotas de su vida está la de un hombre que recogió en un vertedero,
medio comido por los gusanos, y, cuando lo asearon, dijo con una sonrisa: “He
vivido como un animal, pero voy a morir como un ángel, amado y cuidado”. Eso es
lo que hace el amor a Jesús: cuidar a los suyos, con lo que se construye
su reino. Muchas jóvenes se le unieron y fundó la congregación de las
Misioneras de la Caridad, con varias ramas, implicando a religiosas, laicos y
laicas, todo para el servicio de los más pobres.
Otro icono de la caridad fue san Juan de Dios,
conocido por el loco de Granada. Juan se convirtió a Cristo oyendo un sermón de
san Juan de Ávila en la ermita de Los Mártires, en Granada, el día de san
Sebastián, mártir. Salió de la Iglesia como un loco gritando: “¡Misericordia,
Dios mío, misericordia!” y los niños creyéndolo loco le tiraban piedras. Va
a su librería –un cuchitril donde se dedicaba a vender libros en la Puerta
de Elvira, en Granada-, reparte toda su mercancía y se dedica a vagar por
las calles. Lo recoge una familia de bien y lo acoge en su casa. Duerme en el
patio de la casa o en el zaguán. Pero un día lleva a un menesteroso que ha
encontrado por la calle, y un día después a otros más y el patio de la casa se
llena de pordioseros y enfermos. Ante esta situación alquila una casa vieja y
comenzó a recoger a los primeros asilados: mendigos, locos, ancianos,
huérfanos… Esta casa es la semilla de lo que después fue la Orden Hospitalaria
de san Juan de Dios. Él parece que nunca tuvo la idea de fundar una nueva
orden, pero aceptaba a todos los que se ofrecían a ayudarle en su tarea,
quienes después de su muerte pensaron en la necesidad de dar un soporte
jurídico a esta empresa. Como anécdota voy a recordar en incendio que se
produjo en el Hospital Real de Granada, donde había numerosos enfermos. Juan,
ni corto ni perezoso, entra por aquellos claustros que él bien conocía y saca
por entre las llamas a uno y a otro y a otro, con evidente peligro para su
vida. Pero la caridad de Dios es así: la misma que hizo al Maestro dejarse
colgar en la cruz.
Otro óptimo imitador de Jesús de Nazaret –para
algunos el que le imita más a la letra- es Francisco de Asís. En su
juventud era un juerguista y buscador de honores, los quiso encontrar en la
milicia. Pero tenía un corazón generoso y compasivo con los pobres lo que le
hacía hurtar del cajón del negocio de su padre dinero para socorrerlos. Llegó a
tal límite que su padre lo denunció al obispo, y tuvo lugar un juicio en la
plaza del pueblo. El obispo instó a Francisco a respetar y obedece a su padre,
pero él, deshaciéndose del traje que llevaba puesto, lo entregó a su progenitor
y, suelto de las amarras de mundo, afirmó con energía que ya no diría más:
“padre Pedro Bernardone”, sino “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Desde
entonces se dedicó a los pobres, a los leprosos, vivió en cuevas y pernoctó al
aire libre. Esto es: del amor a los pobres pasó a hacerse él mismo pobre. Un
día en la iglesia de San Damián escuchó una voz salida de una tabla flamenca
que representaba a Cristo crucificado: “Anda y repara mi casa que está en
ruinas”. Al principio lo tomó a la letra y comenzó a levantar la ermita de
San Damián; después entendió que se trataba de una obra mucho mayor: levantar
la Iglesia de Cristo que pasaba por momentos muy malos. Así, el Poverello de
Asís comenzó a reformar la Iglesia predicando sin palabras con su amor a los
pobres. De él se dice que su bondad y caridad eran tan grandes que sobrepasaban
todo lo imaginable. Como anécdota quiero referir aquella de que, cuando desde
las instancias romanas, intentaban convencerle de que tenía que aceptar poseer
templos y conventos, el respondió: Si tenemos posesiones, hemos de guardarlas
con candados y llaves y con eso prohibimos a entrada a los hermanos.
Los grandes santos están más para admirarlos
que para imitarlos, porque exceden nuestras posibilidades, pero son un modelo
de cómo se construye el Reino de Dios y, si no podemos llegar a su virtud, nos
estimulan a intentarlo en nuestra medida.
Publicado por juanvinuesa a
las 23:14 5 comentarios: Enlaces a esta entrada
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lunes, 6 de mayo de 2013
Juan: Te mando esta comunicación para que la insertes en el blog de San
Bartolomé. Y con la comunicación te remito un gran abrazo, porque a ti también
te incluyo, y de una manera especial, en los que, gracias al Seminario y lo que
vino después, profeso un gran cariño. ¡Ah! No quiero dejar de reseñar una buena
comida que tuvimos el pasado sábado 4 de mayo. Buena, festiva, agradable,
cariñosa. Los comensales éramos Miguel Guerrero, Juan Cejudo y el que
suscribe, Antonio Troya. A Miguel hacía como 50 años que no lo había visto
(desde 1.966) y fue él el principal organizador de la comida, ¡porque tenía
ganas de encontrarse con nosotros! A Cejudo lo había visto en otras
ocasiones, pero a mí no. Los motivos de procurar el encuentro no eran ni
económicos ni políticos ni lúdicos, eran sencillamente afectivos. A mí me
admira cómo se pueden guardar estos afectos durante tanto tiempo en el corazón
sin que se deshagan, máxime cuando nuestro trato fue preferentemente de
profesor a alumno, la asignatura era Matemáticos, y Miguel confiesa que era la
única en la que no logró sacar sobresaliente, porque las Matemáticas no le
iban. A mí me emocionó cuando nos dimos un gran abrazo que se repitió al
despedirnos. A Juan sí que lo veo de cuando en cuando, aunque no hemos tenido un
trato frecuente: charlábamos mucho en el Seminario, siendo ya yo sacerdote y
profesor, y recién ordenado sacerdote fue coadjutor mío en la parroquia de San
Mateo de Tarifa. Gracias, Miguel, por ese cariño que me has mostrado, sincero,
cercano. Y, superando lo personal, es verdad que aquel seminario de San
Bartolomé nos marcó a todos con su sello. En la IV KEDADA oí a alguien decir
que si viviera otra vez, otra vez entraría en el Seminario y otra vez volvería
a salirse sin llegar a ser cura. Entonces criticábamos muchas cosas del
Seminario, pero ahora reconocemos que nos dejó unos valores imborrables. Esto
comprobé en la KEDADA y esto he vuelto a comprobar en la comida de
referencia. Terminada la comida nos pesaba tener que separarnos y aún fuimos a
un bar a tomarnos un café para apurar los últimos minutos de los que podíamos
disponer. Pasar este suceso sin compartirlo con vosotros me parecía casi una
traición. Y para terminar ¿cuándo es la V KEDADA?
Antonio Troya.
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martes, 22 de mayo de 2012
Con ocasión de Pentecostés
Con ocasión de la fiesta de Pentecostés vuelvo otra vez la
mirada a la IV QUEDADA. Porque me parece que fue una expresión viva de la
efusión del Espíritu: una multitud heterogénea (en edades, en ideas políticas,
en sentimientos religiosos…), unidos todos por un amor entrañable nacido de la
convivencia en San Bartolomé. ¡Qué bueno sería que en el mundo cundiera ese
amor gratuito y desinteresado! Sería ese mundo que algunos proclaman como otro
mundo posible. Pero en la Quedada nos limitamos a construir una maqueta de él.
¡Algo es algo! ¡La buena voluntad no falta! Fuera, ni el mundo, ni siquiera en
la Iglesia, que se dice de Cristo, se da esa unidad en el amor. Esperamos que
alguna vez el Espíritu se haga más presente en ella y hagamos la GRAN QUEDADA,
que sirva como modelo a un mundo de hermanos, hijos de un Padre común. Todo es
esperar ¡sin desfallecer! ¡Si fuera en este Pentecostés! Pero, bueno, años y
siglos estuvieron los israelitas esperando la venida del Mesías, y al fin vino;
no será mucho que nosotros esperemos otro puñado de tiempo la venida del Espíritu que nos conduzca a la verdad plena.
Esperar, pero también batallar por ello, y creo que nuestra Quedada es ya un
trabajo fino y eficaz en ese sentido. Tal vez sea mi impresión de novato.
Pero junto
a la esperanza y al trabajo pongamos también el gozo. ¿No es un gozo reunirse
casi treinta personas sólo porque nos impulsa el cariño? Sí que es un gozo y
así lo he experimentado hace unas semanas y todavía lo sigo degustando. Y no es
el único grupo a que pertenezco, los otros dos, que también se reúnen
esporádicamente como éste, quizás tengan más afinidades ideológicas o
cristianas. Por eso la Quedada me parece más pura, porque supera más
diferencias y vive de lo fundamental. Que Dios nos ayude a perseverara y
también a comunicar, cada uno a su manera, este espíritu en la sociedad en que
vivimos, que necesita sin duda de una regeneración. Y esto sin sentido de
superioridad, sino aportando lo que hemos recibido. Gratis lo recibimos, gratis
lo comunicamos.
Doy
gracias a Dios, y os doy gracias a vosotros por la insistencia con que me
habéis invitado a pertenecer a vuestra -ya nuestra- comunidad de Compañía 19.
Un abrazo a todos.
Antonio Troya
Publicado por luiyi a las 14:59 2 comentarios: Enlaces a
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sábado, 12 de mayo de 2012
Una agradable experiencia
Me apetece contaros mi experiencia de la primera quedada a
la que asisto (IV para vosotros). Salí de casa cuando parecía que había
escampado, bajé la calle Brasil hasta el Paseo Marítimo y comenzó a llover con ganas. Giré a la derecha y no veía por
ningún lado el rótulo "Yantar" (Me habían dicho que estaba en el
Paseo Marítimo, cerca del Hotel Playa); di media vuelta y después de caminar un
rato bajo el agua tampoco descubrí el deseado letrero. Decidí volverme cuando
tuve la suerte de encontrarme con J. Miguel Vicente. No nos conocimos, pero yo
le pregunté por el Yantar y me dijo que se dirigía a él y que estaba en el nº
21. Le agarré el brazo y nos presentamos. Ya sabíamos que teníamos un destino
común. Llegamos. Estaba cerrado, pero al poco tiempo llegó un señor que nos
abrió la puerta y tuvo la amabilidad de tomar el teléfono para ponernos en
contacto con los demás. Fueron llegando. Algunos habían llegado antes, y,
estando cerrado el establecimiento, había ido a tomar café a otro sitio.
Ya estamos juntos. Yo tengo que decir que me sentí muy bien;
por la acogida y el cariño que me mostraron bastantes de los asistentes. A
algunos hacía años que no los veía, y a no pocos no los conocí por el aspecto,
sólo cuando me decían sus nombres me remontaba al pasado y recordaba. Recordaba
muchas cosas. Hasta recordé las clases de Matemáticas en el Seminario de San
Bartolomé. Y vamos al grupo: un grupo ciertamente especial. Gente muy distinta,
a todos nos unía el habernos encontrado en Compañía 19, y todos valorábamos lo
que nos dio el Seminario, algunos de una manera muy ardorosa. Me impresionó el
amor que nos unía a todos. Hasta algunas señoras que acompañaban a los
asistentes parecían inmersas en esa corriente de cariño.
Me alegré mucho de haber ido, aunque iba con alguna
predisposición contraria por pensar que iba a encontrarme con gente de las que
me había alejado la distancia en el tiempo y en el espacio; aunque a algunos sí
que había seguido tratándolos. Pero no fue así: allí el pasado se convertía en
hoy.
Bueno, para terminar, me parece que, cuando se convoque otra
QUEDADA, tendré que estar muy ocupado para no asistir, porque repetir esta
experiencia será para mí ilusionante y enriquecedor. Muchas gracias a todos, y
especialmente a los organizadores.
Antonio Troya
Publicado por luiyi a las 15:23 1 comentario: Enlaces a esta
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